Bella y a la vez ácida poesía

―Cierra los ojos
y piensa en lo más bello que te puede dar la vida. Le dije, al oído,
mientras me quitaba la ropa.
―¡No los habrás! Yo te diré cuando hacerlo.
Me paré delante de ella
con la pija como el Obelisco.
―Ahora, puedes abrirlos.
¿Acaso esto no es lo más bello que te puede dar la vida?
¿Acaso esto no es poesía,
y de la buena? Le dije.

Ella frunció la frente,
me dio una cachetada
y me gritó: ¡Asqueroso animal!
Así se fue de mi casa
cerrando la puerta de un golpe.

Decir que mi pequeño obelisco se derrumbó
por la bola de demolición de una inmadura feminista
es poca cosa.

Si a eso le sumaba
los recuerdos que tuve de cuando daba clases
en la secundaria
e intentaba explicar a un grupo de señoritas rebeldes
las teorías del Dr. Freud,
entre ellas la teoría de la envidia del pene.

Prendí un cigarrillo,
inhalé hondo la primera pitada
y me quedé pensando que también estaba la opción
de lo ácida que puede ser mi poesía
sin darme cuenta que estas mujeres
muchas veces por la acidez
se irritan.

También se me ocurrió pensar
que Sigmund Freud
pudo haber tenido este mismo dilema
al escribir sus libros.