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EL AMO

Publicado por Pessoa en el blog El blog de Pessoa. Vistas: 751

EL AMO

Las viejas mujeres habían acabado, por fin, su ardua tarea, ardua bien que gozosa y promisoria de futuros gozos. Los primeros fríos habían llegado y con ellos los preparativos de las fiestas de invierno. Tiempos de melancolías extrañamente entreveradas de brillos en las miradas; tiempos de nostalgias de niñez y frustraciones del presente. Para mí, en fin, tiempos de tristeza.

Sentado en un apartado rincón de la cocina, medio en penumbra, los reflejos rojizos de las llamas bailoteando sobre mi pecho ausente, revivía las últimas horas, esas horas de juerga inocente de aquellas viejas mujeres en la cual yo no pude penetrar, como si mi alma, como una gota de aceite, resultase inmiscible y extraña a aquel ambiente festivo, a aquellas ceremonias en las que, en rudimentario holocausto, se ofrendaba el joven pavo a nuestros dioses lares. El pobre animal, previamente emborrachado con brandies de garrafón, había ejecutado, para mayor diversión de todos los presentes, su última y dramática danza, golpeando su cuerpo inestable contra las paredes y cloqueando lastimeramente. Ahora yacía, colgado cabeza abajo, desplumado y desangrado, esperando la reposición de sus vísceras -aquella especie de adulterada resurrección de su cuerpo- que ahora serían relleno exquisito con el que ofrecería un insultante homenaje a sus asesinos.

Yo, impasible detrás de mi cachimba, había presenciado desde la distancia de mi ausente amodorramiento, todo aquel ajeno ritual. Mi festín actual eran los deliciosos aromas de las perrunillas, de los alfajores, de aquellas pequeñas maravillas de la repostería casera, recién salidas de las labriegas manos de aquellas rudas mujeres. Yo era el patriarca, el dueño y señor de aquellas almas, en el sentido tolstoiano de la palabra alma, pero quizá también en otros; el señor que había dispuesto de sus vidas en aquel mundo cerrado e inaccesible que era -había sido- nuestro cortijo. Había gozado de los tiernos cogollos de muchos de sus cuerpos jóvenes, cuerpos que también me habían deseado. Por eso no tenía ningún remordimiento. Ni de las muertes. Nadie me enseñó a tenerlo porque yo era el amo. Y no supe de otras cosas.

Ahora mi sombra en la penumbra se disolvía en lo que no fue. Si, al menos, alguien me hubiese enseñado que estas mis últimas horas tendrían que haber sido de agradecimiento, de amor a todos los que me han permitido vivir con sus propios latidos, con aquellas sus vidas que me fueron dadas...
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