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El perchero

Publicado por danie en el blog El blog de danie. Vistas: 413

Una argamasa de hojas secas recuadra la llegada del otoño, unos árboles tristes dejan sus ramas caer por el lánguido murmullo del viento y sus cien mil rostros de infinitos silencios.
Otro otoño más azota con fuerza las ventanas de la gran casa deshabitada, y el perchero asomado sobre el tragaluz sólo se dedica a contemplar la triste melodía de las noches sin sueños, del polvo que desvela a la memoria con telarañas, de las hojarascas ya sin vida por tantos inviernos que llegaron para jamás partir.
Él sabe muy bien que el tiempo se vuelve eterno cuando la sombra de la exclusión lo margina y lo habita, y más aún cuando esa marginalización es tan grande como el empolvado y abandonado orfanato en el cual fue destinado a quedarse hasta terminar sus días.

Pero no siempre fue así, un par de años atrás en la casa reverdecían los abriles, las alcobas eran rociadas por las canciones tiernas de las nanas que cubrían con simpatía las rosadas mejillas de todos los niños de una alegre algarabía.
Antes valía la pena vivir, los afectos y las inocencias pintaban de tintes rosáceos los muros del gran orfanato que hoy sólo queda con un perspectiva pálida y monocromática.

“Está oscureciendo”, piensa el acongojado perchero: sabe que a esta hora la madre Teresa llevaba la comida hasta el comedor en donde él, actualmente, quedó enclaustrado en su exilio. Después de unos pocos minutos de oración, dedicados a dar las gracias por el pan servido, los niños cenaban y él con una pequeña sonrisa disimulada disfrutaba al verlos comer. Pero, desde hace un par de largos años, ya nadie come en la casa, ya nadie la habita salvo las noches baldías y los recuerdos flotando como un álbum de fotografías en blanco y negro.

Los momentos más regocijantes para él eran, casi siempre, las tardes cuando los niños jugaban a las escondidas y el pequeño Tim se cubría con una manta dentro de su armazón de madera. Siempre lo encontraban, pero eso mucho en verdad no importaba, lo que a él le reconfortaba eran los meritorios y jocosos candores de todos los infantes, pequeños angelitos que le hacían compañía en sus dilatadas tardes de un mueble sin utilidad ni oficio.

Él siempre los consideraba su familia, su única familia que nunca tuvo, aunque ellos no lo sabían. Desde que se fueron siempre se preguntó: “¿dónde estarán?, ¿si están bien, dónde estarán?, ¿podrán alegrar otra casa, otras habitaciones y enseres con sus amenas compañías como tanto pudieron alegrar su vida?”
De este modo las horas para la meditación son tan amplias que la remembranza y sus incógnitas surgen como un hábito rutinario que siempre lo lleva a intentar descifrar la misma concluyente pregunta: “¿por qué nunca vinieron a buscarlo para llevárselo con ellos? ¿Será realmente que siempre fue un mueble viejo y sin utilidad, y por eso se olvidaron de él por completo?” Siempre una pregunta contesta la otra, y el pobre perchero termina su reflexión sin poder sujetar nada con sus desgastados muñones, ni siquiera el alma que se le cae al suelo.

El perchero desde esos años se siente vacío; ya nadie viene a apoyar un sobretodo o algún ropaje sobre él. Ni siquiera María, la muchacha de la limpieza, ya viene a pasar una franela o un plumero sobre la lasitud de su anémica osamenta.

Así el perchero pasa sus largos e intrascendentes momentos conmemorando los alejados tiempos de una era colmada por el cálido bullicio de la compañía de los niños que en un parpadeo se volvió una marquesina de otoños difuntos. Él sólo sabe que de la noche a la mañana vino una carta a traer la trágica noticia, lo vio reflejado en el rostro de las hermanas, y desde ese día supo que se irían. Él creyó que se lo llevarían con ellos, pero ya tarde se dio cuenta cuando un día despertó abandonado en ese viejo orfanato relegado de la misma conciencia por los apresurados instantáneos de un abandono que fue su fría sentencia.

Muchas veces piensa largas horas en la muerte, y se pregunta una y mil veces por qué ella no viene a llevarse su miserable y solitaria existencia, pero a pesar de la sombra decadente que alberga la morada entera, el perchero sigue como un fiel centinela asomado sobre el tragaluz, siempre mirando hacia afuera del orfanato, siempre con un ínfimo fulgor de esperanza de que alguien se acuerde de él y venga a rescatarlo de la indiferencia que desde ese día lo encierra en los muros de la soledad perpetua.
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