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El prostituto (2)

Publicado por Pessoa en el blog El blog de Pessoa. Vistas: 794

EL PROSTITUTO (2)

Volvemos a encontrar al joven Teodulfo en el salón de aquella casona, en aquel ambiente de estufa fría en el que sus buenas tías, devotas y beatas, cultivaban su espíritu cual si de una flor exótica y delicada se tratase.

A pesar de ello, al joven Teodulfo su naturaleza vigorosa e inquieta (con inequívocas trazas del carácter aventurero de su padre y la fogosidad carnal de la madre) la vida en el pueblo le parecía una barra rígida y pesada, a la que se encontraba atado, como si estuviese en galeras. Poco amigo de mudanzas, sin embargo, y menos aún buscavidas, quería encontrar su hueco, todavía indefinido, en aquella sociedad que, al tiempo, le atraía y le repelía.

La paz aromosa de los campos o la umbría tranquilidad de la casona eran su hábitat; pero le faltaba el ámbito adecuado para el desahogo de sus ímpetus juveniles. De su madre, encerrada en el lóbrego caserón del arrabal, nunca supo nada. Era el secreto que muchas familias tienen y que sólo se desvela en los dramones novelados.

Comenzó a frecuentar la compañía del pastor del pueblo, hombre excéntrico y cordial, querido por las gentes y vigilado por el cura teósofo, quien admiraba en él una extraña y superior cultura y conocimientos casi mágicos que salvaron más de una vida humana, además de numerosas ovejas, terneros y otros seres vivos más importantes para aquella sociedad pueblerina.

Con él Teodulfo gustaba retirarse a las brañas, tras los montes, y allí el joven se inició en los mundos filosóficos y en los esoterismos rurales del pastor, quien además, vaya usted a saber porqué, conocía y recitaba pasajes completos de las obras de Kierkegaard :”¡Qué estéril está mi alma y mi pensamiento!... etc.,etc.”. El pastor, además, le introdujo en el más inmediato mundo de los placeres carnales, dejándole gozar de las ovejas más placenteras del rebaño. Una inesperada dádiva que turbó el sereno espíritu del joven.

Así se abrió a la vida aquel fruto de ausencias: una dualidad entre la vigorosa juventud que le había sido regalada y las ansias de trascendencia que le imbuían sus tías beatas y el pastor filósofo, aunque tan opuestas en sus motivaciones y raíces.

Las tías de Teodulfo Sangróniz decidieron trasladarse a la capital de la provincia. Habían leído recientemente “En busca del tiempo perdido”, y les entró el gusanillo de abrir un salón al estilo de Mme. Verdurin, pero más religioso, menos volteriano, que decían ellas. Y, evidentemente, en el pueblo no tenían parroquia.

Entretanto Teodulfo se había transformado en un guapo mocetón, fornido y lenguaraz, para desesperación de sus tías, estereotipo del joven rústico, desclasado por familia, pues no tenía compromisos ni con el campesinado, a los que consideraba todavía como siervos de la gleba, ni con la escasa y rancia aristocracia que aún no había dado el salto a la capital, para dilapidar la menguada fortuna que heredaron de sus antecesores. Ello no le hacía, sin embargo, voluble ni indeciso en su idea de futuro.

Los intentos de Teodulfo para orientar su vida se veían frustrados, uno tras otro, en aquel ambiente pueblerino. La intención de las tías beatas de trasladarse a la capital abrió en su imaginación la posibilidad de experiencias inéditas, aventuras impensables en el círculo ovejuno de sus relaciones sexuales. Nunca se llevó moza alguna a la era, por miedo a la inevitable coyunda eclesiástica. Como mucho, y si las condiciones de total discreción se daban, algún beso furtivo, como jugando, en los columpios de las afueras.

En la ciudad, pensaba, aquello debía de ser otra cosa. Las mujeres se ofrecerían a él, ejemplo de virilidad según las amigas beatorras de sus tías, cansadas de aceptar los rudimentarios y rutinarios placeres que les ofrecían sus maridos o los que, imaginaban, ofrecerían los mozos capitalinos, escasos de fuerzas, pálidos y sicalípticos.

Se efectuó el traslado y, como estaba previsto, sus tías abrieron un coqueto salón, donde los miércoles recibían a lo más granado de la sociedad capitalina, toda ella, naturalmente, adscrita a la Iglesia y a su ámbito: conferenciantes de San Vicente, novenarias de San Antonio... Y allí se le iluminó el camino a Teodulfo. Pronto su estampa recia de joven campesino, sano e ingenuo, caló entre las solteronas, viudas y casadas mal abastecidas que conformaban las tertulias.

Discretos mensajes, encargos subrepticios, llevar y traer las capillitas de los triduos y novenas a los castos y cerrados domicilios de las damas... De ese caldo de cultivo brotó, poderosa y nítida la auténtica vocación de Teodulfo: sería prostituto; satisfaría a aquellas pudorosas damas a cambio de ciertas prestaciones pecuniarias. Y de esa situación pasó, por concesión de un marido cornudo, a ser empleado municipal. Pero eso ya es otra historia.

(continuará)
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