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Miradas de humo rancio y alcohol barato

Publicado por danie en el blog El blog de danie. Vistas: 522

Descuido todos mis sueños chamuscados por las colillas de un cenicero, siempre esperando que en la impertinencia de la noche queden teñidos por las sombras de los roces encarnados por una bocanada de humo.

Suelo dejar caer mi alma hasta la puerta de entrada y su tapete con un cartel luminoso que da la bienvenida a las palomas del fugaz encuentro. Dichosas palomas que nunca llegan y siempre se pierden en los campanarios de mi catedral excomulgada por los santos devotos que promulgan mis vicios.

Así las penumbras siempre se disfrazan de carmín y ofrecen sucesivas rondas de tragos que decantan como vasos sin fondo.

Mi embriaguez es tan grande que nunca me doy cuenta que el alcohol tiene gusto rancio, gusto a huesos de un jardín de alados deseos, gusto a resaca de la luna octogenaria con alquitranadas gamas que toman un áspero color a taberna añeja.

Lo mío es una diana de terquedad que se quiere esconder bajo las faldas de las rameras de un burdel barato radicado en mis ánimos dormidos.


Postrado, cojo de sentidos, con la voz pálida que se hunde en el Martini y la mosqueta marchita amanezco junto a las ratas que anidan en el desván de mi mente. Así siempre comienzo mis días aferrado a una realidad de musgos y sótanos que pretenden ser rosales y altillos, pero mi obstinación es tan grande que sigo intentando pintar de celestes brumas que se vuelven grisáceas y fingidas anestesias los cielorrasos de lo que una vez fue mi cielo.


Tal vez sea la soga de la costumbre lo que me ata a las cenizas de un albor consumido, los francos besos femíneos perdidos tras mi espejo, los perfumes de dama de noche bailando el último vals de madrugada, los rasguños y mordidas de las ardientes feromonas que transitan salvajemente sobre las sábanas y la almohada.

En verdad no sé, es que me pierdo muchas veces dentro de una garganta seca que por más que beba jamás puede siquiera humedecer sus costas de arena.

Así mi corroído corazón se tiende sobre la mesada del bar más próximo para que el cantinero lo corte en pedazos y lo sirva junto a un cóctel hecho con el licor de una adusta soledad.
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