¡Ah, que fastos en las fiestas del Oscuro! Los ostentosos señores de Chocolobombo saben lo que hacen, oscuras y solemnes son sus salas aunque nunca solitarias Bellos trajes, con brillos de hombres y mujeres. Algunas pasean encadenadas sus mascotas, humanas mascotas, con collares de pinchos al cuello babeantes y grotescos, enloquecidos prisioneros, esperan las migajas, a los pies de amos impiadosos, sádicos... A la mesa se sientan a yantar dignos impávidos, en bellas sillas armadas con musculosos africanos hieráticos, la mesa, 109 vírgenes esclavas cadera contra cadera quietas como muertas, deseables sudorosas maderas humanas, unidas por el terror y sus pelos, 109 cabezas entrelazadas. Ante la orden del Xliz, obedecen los señores y con un golpeteo atronador en nalgas de la mesa virginal se acomodan, y saludan al Rey. Majestuosas estatuas de arracimados esclavos adornan palacio y sala. Calotas se alzan brindan con vino azúcar sangre, por la llegada de Xorix Rey de Rambazero. Con este homenaje se inician las satánicas fiestas. Se envían mensajes desde boca a oído,los señores hablan exigen obtienen,limpian sus manos en las nalgas de la humana mesa. La voz del Xlix estridente fluye desde palacio a kilómetros de distancia, como ululeante ola se mueven los comunicadores por extensa triste llanura a destino. ¡Qué fiestas, qué homenaje al Oscuro! Hasta hoy. Hay un grupo de esclavos, según cuchicheos de palacio que dicen " Habrá un día... habrá un día..." ¡Qué fiestas, qué homenajes...!
En este presente eterno que me envuelve con el día a día circular, a veces confluyen atropelladas imágenes y sonidos de lo distante. Y los rearmo impaciente para rebobinar la vieja película. Cuando niño en un balneario de mar donde pasábamos el verano se instalaban de la noche a la mañana carpas gigantes, las veo elevarse entre la niebla con sus toldos de colores desabridos chamuscados por incansables soles. Era el circo, que nunca me gustó. Y sus habitantes-artistas, domadores , payasos y toda la parafernalia. Gigantes, mujeres barbudas Tristes damas hirsutas que me causaban estupor y pena. Entrábamos gratis con la condición de llevar gatos y perros, no sabíamos de su destino. Pobre, desgraciado destino. Nunca lo supimos, pero no lo niego, para mi horror, que lo intuíamos. Con la bolsa a cuestas entre maullidos y ladridos solíamos espantarnos observando tigres y leones en sus jaulas, rugiendo y esperando. Después de la función con mis dos amigos seguíamos a algunos artistas que se perdían entre los arenales, escondidos ellos, escondidos nosotros, cuchicheando nosotros, jadeando ellos. Noche de actuación y ansiedad. Pero lo que más nos atraía era perseguir emboscados silenciosos, a tres artistas camino de la playa muy abrazados. El hombre montaña y las siamesas. Entrelazados, ellas entrañables, mano con mano, sentadas en un muro que daba al mar, el gigante se enfrentaba y las besaba alternativamente, luego las envolvía como en un frenesí entre sus inmensos brazos; nosotros quietos silenciosos, sin entender nada mientras una luna chiquita plateaba el mar, mientras se oían rugidos, ladridos, todo al unísono. Ante mí, ante nosotros. Sin entender nada.