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Muerte sin fin - José Gorostiza

Tema en 'Poetas famosos, recomendaciones de poemarios' comenzado por El Arbol, 27 de Septiembre de 2008. Respuestas: 3 | Visitas: 4500

  1. El Arbol

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    1 de Mayo de 2007
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    a continuación les presento uno de mis poemas favoritos, de la autoria de uno de los mejores poetas que ha concebido mexico: José Gorostiza


    MUERTE SIN FIN

    Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
    por un dios inasible que me ahoga,
    mentido acaso
    por su radiante atmósfera de luces
    que oculta mi conciencia derramada,
    mis alas rotas en esquirlas de aire,
    mi torpe andar a tientas por el lodo;
    lleno de mí —ahíto— me descubro
    en la imagen atónita del agua,
    que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
    un desplome de ángeles caídos
    a la delicia intacta de su peso,
    que nada tiene
    sino la cara en blanco
    hundida a medias, ya, como una risa agónica,
    en las tenues holandas de la nube
    y en los funestos cánticos del mar
    —más resabio de sal o albor de cúmulo
    que sola prisa de acosada espuma.
    No obstante —oh paradoja— constreñida
    por el rigor del vaso que la aclara,
    el agua toma forma.
    En él se asienta, ahonda y edifica,
    cumple una edad amarga de silencios
    y un reposo gentil de muerte niña,
    sonriente, que desflora
    un más allá de pájaros
    en desbandada.
    En la red de cristal que la estrangula,
    allí, como en el agua de un espejo,
    se reconoce;
    atada allí, gota con gota,
    marchito el tropo de espuma en la garganta
    ¡qué desnudez de agua tan intensa,
    qué agua tan agua,
    está en su orbe tornasol soñando,
    cantando ya una sed de hielo justo!
    ¡Mas qué vaso —también— más providente
    éste que así se hinche
    como una estrella en grano,
    que así, en heroica promisión, se enciende
    como un seno habitado por la dicha,
    y rinde así, puntual,
    una rotunda flor
    de transparencia al agua,
    un ojo proyectil que cobra alturas
    y una ventana a gritos luminosos
    sobre esa libertad enardecida
    que se agobia de cándidas prisiones!

    ¡Más que vaso —también— más providente!
    Tal vez esta oquedad que nos estrecha
    en islas de monólogos sin eco,
    aunque se llama Dios,
    no sea sino un vaso
    que nos amolda el alma perdidiza,
    pero que acaso el alma sólo advierte
    en una transparencia acumulada
    que tiñe la noción de Él, de azul.
    El mismo Dios,
    en sus presencias tímidas,
    ha de gastar la tez azul
    y una clara inocencia imponderable,
    oculta al ojo, pero fresca al tacto,
    como este mar fantasma en que respiran
    —peces del aire altísimo—
    los hombres.
    ¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
    Un coagulado azul de lontananza,
    un circundante amor de la criatura,
    en donde el ojo de agua de su cuerpo
    que mana en lentas ondas de estatura
    entre fiebres y llagas;
    en donde el río hostil de su conciencia
    ¡agua fofa, mordiente, que se tira,
    ay, incapaz de cohesión al suelo!
    en donde el brusco andar de la criatura
    amortigua su enojo,
    se redondea
    como una cifra generosa,
    se pone en pie, veraz, como una estatua.
    ¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?
    Un minuto quizá que se enardece
    hasta la incandescencia,
    que alarga el arrebato de su brasa,
    ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
    cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
    Un cóncavo minuto del espíritu
    que una noche impensada,
    al azar
    y en cualquier escenario irrelevante
    con el vuelo del pájaro,
    estalla en él como un cohete herido
    y en sonoras estrellas precipita
    su desbandada pólvora de plumas.
    Mas en la médula de esta alegría,
    no ocurre nada, no;
    sólo un cándido sueño que recorre
    las estaciones todas de su ruta
    tan amorosamente
    que no elude seguirla a sus infiernos,
    ay, y con qué miradas de atropina,
    tumefactas e inmóviles, escruta
    el curso de la luz, su instante fúlgido,
    en la piel de una gota de rocío;
    concibe el ojo
    y el intangible aceite
    que nutre de esbeltez a la mirada;
    gobierna el crecimiento de las uñas
    y en la raíz de la palabra esconde
    el frondoso discurso de ancha copa
    y el poema de diáfanas espigas.
    Pero aún más —porque en su cielo impío
    nada es tan cruel como este puro goce—
    somete sus imágenes al fuego
    de especiosas torturas que imagina
    —las infla de pasión,
    en la prisma del llanto las deshace,
    las ciega con el lustre de un barniz,
    las satura de odios purulentos,
    rencores zánganos
    como una mala costra,
    angustias secas como la sed del yeso.
    Pero aún más —porque, inmune a la mácula,
    tan perfecta crueldad no cede a límites—
    perfora la substancia de su gozo
    con rudos alfileres;
    piensa el tumor, la úlcera y el chancro
    que habrán de festonar la tez pulida,
    toma en su mano etérea a la criatura
    y la enjuta, la hincha o la demacra,
    como a un copo de cera sudorosa,
    y en un ilustre hallazgo de ironía
    la estrecha enternecido
    con los brazos glaciales de la fiebre.
    Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
    desorbitado
    que se mira a sí mismo en plena marcha;
    presume, pues, su término inminente
    y adereza en el acto
    el plan de su fatiga,
    su justa vacación
    su domingo de gracia allá en el campo,
    al fresco albor de las camisas flojas.
    ¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla
    se regala en el ánimo
    para gustar la miel de sus vigilias!
    Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
    la sola marcha en círculo, sin ojos;
    así, aun de su cansancio, extrae
    ¡hop!
    largas cintas de cintas de sorpresas
    que en un constante perecer enérgico,
    en un morir absorto,
    arrasan sin cesar su bella fábrica
    hasta que —hijo de su misma muerte,
    gestado en la aridez de sus escombros—
    siente que su fatiga se fatiga,
    se erige a descansar de su descanso
    y sueña que su sueño se repite,
    irresponsable, eterno,
    muerte sin fin de una obstinada muerte,
    sueño de garza anochecido a plomo
    que cambia sí de pie, mas no de sueño,
    que cambia sí la imagen,
    mas no la doncellez de su osadía
    ¡oh inteligencia, soledad en llamas!
    que lo consume todo hasta el silencio,
    sí, como una semilla enamorada
    que pudiera soñarse germinando,
    probar en el rencor de la molécula
    el salto de las ramas que aprisiona
    y el gusto de su fruta prohibida,
    ay, sin hollar, semilla casta,
    sus propios impasibles tegumentos.

    ¡Oh inteligencia, soledad en llamas
    que todo lo concibe sin crearlo!
    Finge el calor del lodo,
    su emoción de substancia adolorida,
    el iracundo amor que lo embellece
    y lo encumbra más allá de las alas
    a donde sólo el ritmo
    de los luceros llora,
    mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
    y permanece recreándose a sí misma,
    única en Él, inmaculada, sola en Él,
    reticencia indecible,
    amoroso temor de la materia,
    angélico egoísmo que se escapa
    como un grito de júbilo sobre la muerte
    —oh inteligencia, páramo de espejos!
    helada emanación de rosas pétreas
    en la cumbre de un tiempo paralítico;
    pulso sellado;
    como una red de arterias temblorosas,
    hermético sistema de eslabones
    que apenas se apresura o se retarda
    según la intensidad de su deleite;
    abstinencia angustiosa
    que presume el dolor y no lo crea,
    que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
    retumbar el gemido del lenguaje
    y no lo emite;
    que nada más absorbe las esencias
    y se mantiene así, rencor sañudo,
    una, exquisita, con su dios estéril,
    sin alzar entre ambos
    la sorda pesadumbre de la carne,
    sin admitir en su unidad perfecta
    el escarnio brutal de esa discordia
    que nutren vida y muerte inconciliables,
    siguiéndose una a otra
    como el día y la noche,
    una y otra acampadas en la célula
    como en un tardo tiempo de crepúsculo,
    ay, una nada más, estéril, agria,
    con Él, conmigo, con nosotros tres;
    como el vaso y el agua, sólo una
    que reconcentra su silencio blanco
    en la orilla letal de la palabra
    y en la inminencia misma de la sangre.
    ¡ALELUYA, ALELUYA!

    Iza la flor su enseña,
    agua, en el prado.
    ¡Oh, qué mercadería
    de olor alado!

    ¡Oh, qué mercadería
    de tenue olor!
    ¡cómo inflama los aires
    con su rubor!

    ¡Qué anegado de gritos
    está el jardín!
    «¡Yo, el heliotropo, yo!»
    «¿Yo? El jazmín.»

    Ay, pero el agua,
    ay, si no huele a nada.

    Tiene la noche un árbol
    con frutos de ámbar;
    tiene una tez la tierra,
    ay, de esmeraldas.

    El tesón de la sangre
    anda de rojo;
    anda de añil el sueño;
    la dicha, de oro.

    Tiene el amor feroces
    galgos morados;
    pero también sus mieses,
    también sus pájaros.

    Ay, pero el agua,
    ay, si no luce a nada.

    Sabe a luz, a luz fría,
    sí, la manzana.
    ¡Qué amanecida fruta
    tan de mañana!
    ¡Qué anochecido sabes,
    tú, sinsabor!
    ¡cómo pica en la entraña
    tu picaflor!

    Sabe la muerte a tierra,
    la angustia a hiel.
    Este morir a gotas
    me sabe a miel.

    Ay, pero el agua,
    ay, si no sabe a nada.

    [BAILE]

    Pobrecilla del agua,
    ay, que no tiene nada,
    ay, amor, que se ahoga,
    ay, en un vaso de agua.

    En el rigor del vaso que la aclara,
    el agua toma forma
    —ciertamente.
    Trae una sed de siglos en los belfos,
    una sed fría, en punta, que ara cauces
    en el sueño moroso de la tierra,
    que perfora sus miembros florecidos,
    como una sangre cáustica,
    incendiándolos, ay, abriendo en ellos
    desapacibles úlceras de insomnio.
    Más amor que sed; más que amor, idolatría,
    dispersión de criatura estupefacta
    ante el fulgor que blande
    —germen del trueno olímpico— la forma
    en sus netos contornos fascinados.
    ¡Idolatría, sí idolatría!
    Mas no le basta el ser un puro salmo,
    un ardoroso incienso de sonido;
    quiere, además, oírse.
    Ni le basta tener sólo reflejos
    —briznas de espuma
    para el ala de luz que en ella anida;
    quiere, además, un tálamo de sombra,
    un ojo,
    para mirar el ojo que la mira.
    En el lago, en la charca, en el estanque,
    en la entumida cuenca de la mano,
    se consuma este rito de eslabones,
    este enlace diabólico
    que encadena el amor a su pecado.
    En el nítido rostro sin facciones
    el agua, poseída,
    siente cuajar la máscara de espejos
    que el dibujo del vaso le procura.
    Ha encontrado, por fin,
    en su correr sonámbulo,
    una bella, puntual fisonomía.
    Ya puede estar de pie frente a las cosas.
    Ya es ella también, aunque por arte
    de estas limpias metáforas cruzadas,
    un encendido vaso de figuras.
    El camino, la barda, los castaños,
    para durar el tiempo de una muerte
    gratuita y prematura, pero bella,
    ingresan por su impulso
    en el suplicio de la imagen propia
    y en medio del jardín, bajo las nubes,
    descarnada lección de poesía,
    instalan un infierno alucinante.

    Pero el vaso en sí mismo no se cumple.
    Imagen de una deserción nefasta
    ¿qué esconde en su rigor inhabitado,
    sino esta triste claridad a ciegas,
    sino esta tentaleante lucidez?
    Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
    Epigrama de espuma que se espiga
    ante un auditorio anestesiado,
    incisivo clamor que la sordera
    tenaz de los objetos amordaza,
    flor mineral que se abre para adentro
    hacia su propia luz,
    espejo ególatra
    que se absorbe a sí mismo contemplándose.
    Hay algo en él, no obstante, acaso un alma,
    el instinto augural de las arenas,
    una llaga tal vez que debe al fuego,
    en donde le atosiga su vacío.
    Desde este erial aspira a ser colmado.
    En el agua, en el vino, en el aceite,
    articula el guión de su deseo;
    se ablanda, se adelgaza;
    ya su sobrio dibujo se le nubla,
    ya embozado en el giro de un reflejo,
    en un llanto de luces se liquida.

    Mas la forma en sí misma no se cumple.
    Desde su insigne trono faraónico,
    magnánima,
    deífica,
    constelada de epítetos esdrújulos,
    rige con hosca mano de diamante.
    Está orgullosa de su orondo imperio.
    ¡En las augustas pituitarias de ónice
    no juega, acaso, el encendido aroma
    con que arde a sus pies la poesía?
    ¡Ilusión, nada más gentil narcótico
    que puebla de fantasmas los sentidos!
    Pues desde ahí donde el dolor emite
    ¡oh turbio sol de podre!
    el esmerado brillo que lo embosca,
    ay, desde ahí, presume la materia
    que apenas cuaja su dibujo estricto
    y ya es un jardín de huellas fósiles,
    estruendoso fanal,
    rojo timbre de alarma en los cruceros
    que gobierna la ruta hacia otras formas.
    La rosa edad que esmalta su epidermis
    —senil recién nacida—
    envejece por dentro a grandes siglos.
    Trajo puesta la proa a lo amarillo.
    El aire se coagula entre sus poros
    como un sudor profuso
    que se anticipa a destilar en ellos
    una esencia de rosas subterráneas.
    Los crudos garfios de su muerte suben,
    como musgo, por grietas inasibles,
    ay, la hostigan con tenues mordeduras
    y abren hueco por fin a aquel minuto
    —¡miradlo en la lenteja del reloj,
    neto, puntual, exacto,
    correrse un eslabón cada minuto!—
    cuando al soplo infantil de un parpadeo,
    la egregia masa de ademán ilustre
    podrá caer de golpe hecha cenizas.

    No obstante —¿por qué no?— también en ella
    tiene un rincón el sueño,
    árido paraíso sin manzana
    donde suele escaparse de su rostro,
    por el rostro marchito del espectro
    que engendra aletargada, su costilla.
    El vaso de agua es el momento justo.
    En su audaz evasión se transfigura,
    tuerce la órbita de su destino
    y se arrastra en secreto hacia lo informe.
    La rapiña del tacto no se ceba
    —aquí, en el sueño inhóspito—
    sobre el templado nácar de su vientre,
    ni la flauta Don Juan que la requiebra
    musita su cachonda serenata.
    El sueño es cruel,
    ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
    Tanto ignora infusiones como ungüentos.
    En los sordos martillos que la afligen
    la forma da en el gozo de la llaga
    y el oscuro deleite del colapso.
    Temprana madre de esa muerte niña
    que nutre en sus escombros paulatinos,
    anhela que se hundan sus cimientos
    bajo sus plantas, ay, entorpecidas
    por una espesa lentitud de lodo;
    oye nacer el trueno del derrumbe;
    siente que su materia se derrama
    en un prurito de ácidas hormigas;
    que, ya sin peso, flota
    y en un claro silencio se deslíe.
    Por un aire de espejos inminentes
    ¡oh impalpables derrotas del delirio!
    cruza entonces, a velas desgarradas,
    la airosa teoría de una nube.

    En la red de cristal que la estrangula,
    el agua toma forma,
    la bebe, sí, en el módulo del vaso,
    para que éste también se transfigure
    con el temblor del agua estrangulada
    que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
    glacial de la corriente.
    Pero el vaso
    —a su vez—
    cede a la informe condición del agua
    a fin de que —a su vez— la forma misma,
    la forma en sí, que está en el duro vaso
    sosteniendo el rencor de su dureza
    y está en el agua de aguijada espuma
    como presagio cierto de reposo,
    se pueda sustraer al vaso de agua;
    un instante, no más,
    no más que el mínimo
    perpetuo instante del quebranto,
    cuando la forma en sí, la pura forma,
    se abandona al designio de su muerte
    y se deja arrastrar, nubes arriba,
    por ese atormentado remolino
    en que los seres todos se repliegan
    hacia el sopor primero,
    a construir el escenario de la nada.
    Las estrellas entonces ennegrecen.
    Han vuelto al dardo insomne
    a la noche perfecta de su aljaba.

    Porque en el lento instante del quebranto,
    cuando los seres todos se repliegan
    hacia el sopor primero
    y en la pira arrogante de la forma
    se abrasan, consumidos por su muerte
    —¡ay, ojos, dedos, labios,
    etéreas llamas del atroz incendio!—
    el hombre ahoga con sus manos mismas,
    en un negro sabor de tierra amarga,
    los himnos claros y los roncos trenos
    con que cantaba la belleza,
    entre tambores de gangoso idioma
    y esbeltos címbalos que dan al aire
    sus golondrinas de latón agudo;
    ay, los trenos e himnos que loaban
    la rosa marinera
    que consuma el periplo del jardín
    con sus velas henchidas de fragancia;
    y el malsano crepúsculo de herrumbre,
    amapola del aire lacerado
    que se pincha en las púas de un gorjeo;
    y la febril estrella, lis de calosfrío,
    punto sobre las íes
    de las tinieblas;
    y el rojo cáliz del pezón macizo,
    sola flor de granado
    en la cima angustiosa del deseo,
    y la mandrágora del sueño amigo
    que crece en los escombros cotidianos
    —ay, todo el esplendor de la belleza
    y el bello amor que la concierta toda
    en un orbe de imanes arrobados.

    Porque el tambor rotundo
    y las ricas bengalas que los címbalos
    tremolan en la altura de los cantos,
    se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
    cuando el hombre descubre en sus silencios
    que su hermoso lenguaje se le agosta,
    se le quema —confuso— en la garganta,
    exhausto de sentido;
    ay, su aéreo lenguaje de colores,
    que así se jacta del matiz estricto
    en el humo aterrado de sus sienas
    o en el sol de sus tibios bermellones;
    él, que discurre en la ansiedad del labio
    como una lenta rosa enamorada;
    él, que cincela sus celos de paloma
    y modula sus látigos feroces;
    que salta en sus caídas
    con un ruidoso síncope de espumas;
    que prolonga el insomnio de su brasa
    en las mustias cenizas del oído;
    que oscuramente repta
    e hinca enfurecido la palabra
    de hiel, la tuerta frase de ponzoña;
    él que labra el amor del sacrificio
    en columnas de ritmos espirales,
    sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
    se le ahoga —confuso— en la garganta
    y de su gracia original no queda
    sino el horror de un pozo desecado
    que sostiene su mueca de agonía.
    Porque el hombre descubre en sus silencios
    que su hermoso lenguaje se le agosta
    en el minuto mismo del quebranto,
    cuando los peces todos
    que en cautelosas órbitas discurren
    como estrellas de escamas, diminutas,
    por la entumida noche submarina,
    cuando los peces todos
    y el ulises salmón de los regresos
    y el delfín apolíneo, pez de dioses,
    deshacen su camino hacia las algas;
    cuando el tigre que huella
    la castidad del musgo
    con secretas pisadas de resorte
    y el bóreas de los ciervos presurosos
    y el cordero Luis XV, gemebundo,
    y el león babilónico
    que añora el alabastro de los frisos
    —¡flores de sangre, eternas,
    en el racimo inmemorial de las especies!—
    cuando todos inician el regreso
    a sus mudos letargos vegetales;
    cuando la aguda alondra se deslíe
    en el agua del alba,
    mientras las aves todas
    y el solitario búho que medita
    con su antifaz de fósforo en la sombra,
    la golondrina de escritura hebrea
    y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
    mientras todas las aves se disipan
    en la noche enroscada del reptil;
    cuando todo —por fin— lo que anda o repta
    y todo lo que vuela o nada, todo,
    se encoge en un crujir de mariposas,
    regresa a sus orígenes
    y al origen fatal de sus orígenes,
    hasta que su eco mismo se reinstala
    en el primer silencio tenebroso.

    Porque los bellos seres que transitan
    por el sopor añoso de la tierra
    —¡tragos de sangre, libres,
    en la pantalla de su sueño impuro!—
    todos se dan a un frenesí de muerte,
    ay, cuando el sauce
    acumula su llanto
    para urdir la substancia de un delirio
    en que —¡tú! ¡yo! ¡nosotros!— de repente,
    a fuerza de atar nombres destemplados,
    ay, no le queda sino el tronco prieto,
    desnudo de oración ante su estrella;
    cuando con él, desnudos, se sonrojan
    el álamo temblón de encanecida barba
    y el eucalipto rumoroso,
    témpano de follaje
    y tornillo sin fin de la estatura
    que se pierde en las nubes, persiguiéndose;
    y también el cerezo y el durazno
    en su loca efusión de adolescentes
    y la angustia espantosa de la ceiba
    y todo cuanto nace de raíces,
    desde el heroico roble hasta la impúbera
    menta de boca helada;
    cuando las plantas de sumisas plantas
    retiran el ramaje presuntuoso,
    se esconden en sus ásperas raíces
    y en la acerba raíz de sus raíces
    y presas de un absurdo crecimiento
    se desarrollan hacia la semilla,
    hasta quedar inmóviles
    ¡oh cementerios de talladas rosas!
    en los duros jardines de la piedra.

    Porque desde el anciano roble heroico
    hasta la impúbera
    menta de boca helada,
    ay, todo cuanto nace de raíces
    establece sus tallos paralíticos
    en los duros jardines de la piedra,
    cuando el rubí de angélicos melindres
    y el diamante iracundo
    que fulmina a la luz con un reflejo,
    más el ario zafir de ojos azules
    y la geórgica esmeralda que se anega
    en el abrilde su robusta clorofila,
    una a una, las piedras delirantes,
    con sus lindas hermanas cenicientas,
    turquesa, lapislázuli, alabastro,
    pero también el oro prisionero
    y la plata de lengua fidedigna,
    ingenuo ruiseñor de los metales
    que se ahoga en el agua de su canto;
    cuando las piedras finas
    y los metales exquisitos, todos,
    regresan a sus nidos subterráneos
    por las rutas candentes de la llama,
    ay, ciegos de su lustre,
    ay, ciegos de su ojo,
    que el ojo mismo,
    como un siniestro pájaro de humo,
    en su aterida combustión se arranca.

    Porque raro metal o piedra rara,
    así como la roca escueta, lisa,
    que figura castillos
    con sólo naipes de aridez y escarcha,
    y así la arena de arrugados pechos
    y el humus maternal de entraña tibia,
    ay, todo se consume
    con un mohíno crepitar de gozo,
    cuando la forma en sí, la forma pura,
    se entrega a la delicia de su muerte
    y en su sed de agotarla a grandes luces
    apura en una llama
    el aceite ritual de los sentidos,
    que sin labios, sin dedos, sin retinas,
    sí paso a paso, muerte a muerte, locos,
    se acogen a sus túmidas matrices,
    mientras unos a otros se devoran
    al animal, la planta
    a la planta, la piedra
    a la piedra, el fuego
    al fuego, el mar
    al mar, la nube
    a la nube, el sol
    hasta que todo este fecundo río
    de enamorado semen que conjuga,
    inaccesible al tedio,
    el suntuoso caudal de su apetito,
    no desemboca en sus entrañas mismas,
    en el acre silencio de sus fuentes,
    entre un fulgor de soles emboscados,
    en donde nada es ni nada está,
    donde el sueño no duele,
    donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
    y solo ya, sobre las grandes aguas,
    flota el Espíritu de Dios que gime
    con un llanto más llanto aún que el llanto,
    como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello
    por el ojo en almendra de esa muerte
    que emana de su boca,
    hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
    ¡ALELUYA, ALELUYA!

    ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
    es una espesa fatiga,
    un ansia de trasponer
    estas lindes enemigas,
    este morir incesante,
    tenaz, esta muerte viva,
    ¡oh Dios! que te está matando
    en tus hechuras estrictas,
    en las rosas y en las piedras,
    en las estrellas ariscas
    y en la carne que se gasta
    como una hoguera encendida,
    por el canto, por el sueño,
    por el color de la vista.

    ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
    ay, una ciega alegría,
    un hambre de consumir
    el aire que se respira,
    la boca, el ojo, la mano;
    estas pungentes cosquillas
    de disfrutarnos enteros
    en sólo un golpe de risa,
    ay, esta muerte insultante,
    procaz, que nos asesina
    a distancia, desde el gusto
    que tomamos en morirla,
    por una taza de té,
    por una apenas caricia.

    ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
    es una muerte de hormigas
    incansables, que pululan
    ¡oh Dios! sobre tus astillas,
    que acaso te han muerto allá,
    siglos de edades arriba,
    sin advertirlo nosotros,
    migajas, borra, cenizas
    de ti, que sigues presente
    como una estrella mentida
    por su sola luz, por una
    luz sin estrella, vacía,
    que llega al mundo escondiendo
    su catástrofe infinita.

    [BAILE]

    Desde mis ojos insomnes
    mi muerte me está acechando,
    me acecha, sí, me enamora
    con su ojo lánguido.
    ¡Anda putilla del rubor helado,
    anda, vámonos al diablo!


    José Gorostiza
     
    #1
  2. Principe Negro

    Principe Negro Todas mis mentes estan retorcidas.

    Se incorporó:
    24 de Diciembre de 2005
    Mensajes:
    5.648
    Me gusta recibidos:
    206
    Impresionante obra, realmente una joya de la literatura mexicana. Gracias por compartirle camarada. Un portento de poética digno de un análisis profundo y detenido, un poema para leer y releer.

    [​IMG]

    JOSÉ GOROSTIZA
    (1901-1973)



    Nació en Villahermosa, Tabasco, en 1901, y murió en la Ciudad de México en 1973.
     
    #2
  3. El Arbol

    El Arbol Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    1 de Mayo de 2007
    Mensajes:
    145
    Me gusta recibidos:
    22
    gracias por la foto y la acotación sobre su nacimiento principe negro, se me habia olvidado ponerla jeje.
     
    #3
  4. Pedro Olvera

    Pedro Olvera Invitado

    Muerte sin fin es una radiografía completa de la condición humana y la existencia cultural de un pueblo... Eran muy buenos y fecundos los campos de esa época en que México surtio al mundo de poetas y pensadores universales.
    José Gorostiza es insuperable.
    Saludos y gracias por recordarnoslo.
     
    #4

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