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Viendo entradas en la categoría: Baúl de los recuerdos

  • Pessoa
    HORTUS CLAUSUS



    Como un óculo cuadrangular que se resiste a ser noche

    óculo oculto tras coordenadas de silencio

    allí, en vértice inaudito, te me entregabas, oh cándida,

    cual paloma temerosa de la aquilina presencia.



    Me llegabas cuajada con tus más bellos instrumentos de suplicio,

    venías de un mundo tembloroso como reflejos de lágrimas

    manabas, sí, manabas de la fuente magnífica de mi llanto

    eras luna y canto y sirena desgreñada y luz de delirio.



    Habitas mi huerto de pasiones deslucidas por el uso

    los cipreses que lo circundan saben morir mientras cantas

    fuera puede que ya sea verano pero tus ojos son fríos

    y las esterlicias agitan sus puñales de colores puntiagudos.



    Créeme si digo que no te odio como a una tarde aburrida

    como a una canción absurda como a un paisaje otoñal

    como a los fragmentados vidrios que coronan estas tapias

    rechazando a los espíritus y a los vendedores de fruta.



    Créeme, amor: si te dibujé disforme no fue por atroz venganza

    un puro enjambre de diedros rodeado por amplias circunferencias de colores

    un reflejo nacido de esos tus ojos vacíos de amor, estrangulados y yertos

    era esa mi sublime visión de tí, la inefable, en mi huerto ya marchito.



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    Ilust.: Albert Gleizes. “Mujer con flores”. 1910
  • Pessoa
    Verano, tiempo de viajes y sueños. De recuerdos de lo viajado o lo soñado. Roma, ciudad para viajarla y soñarla; junto a Alberti, callejeando entre gatos y fontanas, en atardeceres multicolores en los que aparece Ella, el sueño o el deseo de soñarla. Desde la paz ya otoñal y también mediterránea, los pinos de Roma, tan a pie de casa, como melodía inacabable. Y Ella, la turista del Oriente que me hizo soñar y ahora evocarla.

    ATARDECERES ROMANOS


    A Natsumi, mi flor de nube,

    desde aquel único verano.


    En una lágrima ardiente

    quedaste, oh amor ausente.



    Fugaz amor de verano

    sobre acordes de pïano

    y atardeceres romanos

    bebiendo de fuente en fuente.


    En una lágrima ardiente

    quedaste, oh amor ausente.



    Tu figura leve y clara

    en mi corazón entrara:

    feliz acomodo hallara

    en ese lecho latiente.


    En una lágrima ardiente

    quedaste, oh amor ausente.



    Roma, un pïano y un sueño;

    y un beso, mortal beleño,

    me hicieron de tu amor dueño

    y enamorado doliente.


    En una lágrima ardiente

    quedaste, oh amor ausente.



    Cálida noche romana,

    no tuvo nunca mañana.

    Tíber te llevó lejana.

    Yo, soñándote en tu Oriente.


    En una lágrima ardiente

    quedaste, oh amor ausente.

    A Guadalupe Cisneros-Villa y Runa les gusta esto.
  • Pessoa
    CHUCHO

    Este hombre con quien ahora vivo nunca ha tenido un perro. Eso puede verlo hasta un “mil-leches” callejero como yo. Pero sabe como tratar a un auténtico perro; es una intuición que pocos hombres tienen, como pocos tienen la sabiduría de tratar a las auténticas mujeres. Nos encontramos -¿me encontró, lo encontré? dejemos que la niebla del albur cubra la historia- en una tarde de abril con aguacero, como escribió algún poeta. Llovía a cántaros, pero a ninguno parecía importarnos la inclemencia de la lluvia (angélico llanto o meada celestial), tal era nuestro abatimiento, y seguimos caminando hacia lo obscuro.

    Yo decidí seguirle a una prudente distancia y él parecía ignorarme. Pero yo olfateaba una cierta aceptación suya a mi distante presencia. Llegamos a un viejo caserón de recias puertas. El entreabrió un pequeño portillo en una de ellas y entonces volvió su mirada hacia mí. ¡Dios de los perros, que tristísima mirada! Nunca vi nada igual en mis congéneres. Casi en un susurro me dijo: “Pasa, chucho.” Desde entonces soy un chucho. Ese es mi nombre y mi orgullo. No soy, y lo he sido, Cuqui, o Lesli, o el muy humillante Rambo. Un perro que se precie debe de ser eso: un chucho. He aquí el primer acierto para conmigo de mi nuevo compañero.

    Sacudí mi pelaje sucio y empapado, salpicando todo a mi alrededor. “¿Qué haces, bestia? Mira cómo lo has puesto todo. Ya conocerás mañana a la señora Dolores, la portera, y te vas a enterar.” Primera advertencia de que allí no valía todo. Pero, al menos, no me llegó la patada en la barriga como con otros amos. Alcanzamos su vivienda en el piso principal. Abrió la pesada puerta de madera tallada -una vivienda con solera, imaginé- y esperé prudentemente a que me invitara a pasar, que uno tiene ya muchas tablas. Se apartó a un lado y con una ligera señal de la cabeza me franqueó el paso. Un universo de olores infrecuentes a mi olfato me acogió amigablemente. Muchos de ellos no los sabría identificar; al fin y al cabo mi vida ha discurrido en la calle o en más humildes hogares. Pero aquello era agradable.

    Pasamos a lo que debía ser la cocina de la casa. No he visto muchas cocinas, pero esa era, en cualquier caso, diferente. Junto al fogón y sobre él, mezclados con pucheros y cacerolas había libros, montones de libros. Una sencilla mesa en el centro, con dos sillas destartaladas eran el único mobiliario. Y libros, más libros. Puso al fuego una cazuela de la cual, al poco, comenzó a salir un olor apetitoso. Se sentó a la mesa y entonces, sólo entonces, me miró detenidamente por primera vez. “Otro cochambre como yo.” musitó. Ese fue el inicio de nuestra convivencia. La señora Dolores, la portera, me aceptó a regañadientes, advirtiendo a mi amo que en aquella casa no se aceptaban ladridos y que me dejaba estar por ser él quien era.

    ¿Quien es mi amo? Sé que me quiere, eso es todo. Desde su soledad hombruna y sin manifestación alguna de cariño, pero mi intuición de perro sabe que me acepta y que, de alguna forma, me necesita. Llevamos una vida muy austera, aunque nunca me falta comida -muchas veces es su comida la que pasa directamente de la cazuela a mi escudilla. Paseamos por los parques, a veces muy lejanos. Alguna vez, rara vez, viene una hermosa señora a visitarlo. Entonces me deja solo y ellos se encierran en el dormitorio. Ya me imagino.

    Después, generalmente, se emborracha, llora y pasa unos días francamente abatido. Pero nunca me maltrata. Al contrario, sus muy escasas y someras muestras de cariño se hacen más manifiestas. Se sienta en su sillón frente al fuego que alegra la casa desde una hermosa chimenea francesa, si es invierno, y yo me tiendo a sus pies, sobre la suave alfombra. Así nos pasamos horas. Me gusta sentir sus pies descalzos, y creo que ásperos, sobre mi peluda barriga. Allí se los frota y eso parece alegrarle un poco el ánimo. Nos miramos, yo con mi mirada lánguida y llorosa; la suya, directamente a mis ojos, al poco comienza a diluirse, a perderse en dios sabe qué oscuros abismos.

    A temporadas se absorbe en la escritura; debe ser escritor, un intelectual descarriado en todo caso. Entonces puede pasarse días y noches sentado ante su escritorio y se olvida del mundo... y de mí. He de llamarle sutilmente la atención -apenas un golpecito de mi cola en su pantorrilla, nunca un gruñido y menos un ladrido- y él repara en mi presencia. Sí. Perdona, me había distraído. Acabo este párrafo y bajamos a hacer tus necesidades.

    Poco a poco, suavemente, he tenido que amaestrarlo. Ya soy alguien que cuenta en su vida; ya me dedica mi tiempo y mis atenciones. Yo solo puedo gratificarlo con algún gesto de alegría y frotándome contra sus piernas. Pero eso, al parecer, le basta. Pobre Hombre. Con qué poco se conforma. Tan solo; me alegra haberle encontrado y que él de un cierto sentido de utilidad a mi perra vida.


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  • Pessoa
    A veces, en períodos más o menos largos, las Musas, esas caprichosas e imprevisibles visitas, parece que nos abandonan. Ya se que les gusta ser requeridas en noches de arduo trabajo, bajo la luz de un flexo y frente a la lechosa pantalla del ordenador. Requieren ser llamadas desde el trabajo paciente y sosegado. Otras veces, muchas, acuden al barullo efervescente de una especie de orgía, la que alborota la sedentaria vida del poeta, llevándolo a experiencias excitantes, aunque sea en la estricta soledad. Y otras, en fin, no te hacen ni caso; te olvidan o, afortunadamente, hacen como que te olvidan hasta que un día luminoso, cuando uno amanece bien descansado y sale a dar el cotidiano paseo por el campo, o por la prosaica ciudad, yendo a comprar el periódico o acompañando a su santa esposa a hacer la compra, el cerebro y el alma del poeta o del escritor parece alborozarse, desperezarse al conjuro de algunas palabras brillantes, de alguna idea innovadora que estaba esperando para iniciar o recuperar su pasmada actividad creadora.

    En otras ocasiones es la apabullante actividad del foro, poetas y escritores en general, la que en riadas cotidianas deja ocultas y sepultadas muchas de esas obras en las que el autor cifró tantas ilusiones, poesías trabajadas con esmero, relatos nacidos desde la visceralidad de una experiencia emocionante... y que, debido a esta dinámica devoradora se pierden a los pocos días en esta vorágine creadora, entre las páginas, fértiles prados, que hacen de esas obritas hojas de hierba anónimas.

    Entonces se me ha ocurrido que, al menos en mi caso, podría abrir en el foro un "Baúl de los recuerdos" en el que revolver, de vez en cuando, y rebuscar aquel relato, aquel poema de los que uno esperó respuestas que no llegaron y que, en su buena voluntad y exagerado narcisismo, atribuye a esa desmesurada dinámica de aportaciones que hacen difícil seguir al día todo cuanto se publica. Démosle, entonces, una nueva oportunidad a la obra y a los posibles lectores, saquemos de nuevo a luz nuestras palabras que juzgamos preteridas. A ver qué pasa. Naturalmente este abuso de confianza lo planteo desde la intimidad que me da el blog que, al mismo tiempo, es generosamente publicitada en la página de inicio.

    Si esta iniciativa es válida para otros participantes, compañeros de excelentes letras que tal vez perciban esta carencia obligada de nuestro querido foro, pues les brindo esta solución que, desde ya, creo que cuenta con el beneplácito de la Dirección.

    Queda abierto mi BAÚL DE LOS RECUERDOS.

    NACIMIENTO DEL DESEO.

    (Publicado el 4-11-2014)

    Tarde que acaba, sonrisas,
    furtivos besos, caricias,
    sofocos tras de las brisas,
    aromas que son delicias.

    Cándidos tus ojos miran
    mis manos sobre tus pechos;
    dos avecillas conspiran
    como ninfas al acecho.

    Temblor que acucia tus pulsos
    Sangre como lava o vino
    besos ahora convulsos
    inexorable destino.

    Ya la noche y tú en mis brazos
    y un placer inaugural
    nacido en dulces regazos:
    elixir de lo fatal.

    Tu mirada ya no es cándida
    pero tus manos son sabias
    para la caricia lánguida
    que excita las viejas savias.

    Sátiro y dulce Afrodita,
    maestro y párvula sangre
    que ya la pasión excita,
    carnes donde me desangre.
    A Oncina y Fulgencio Cibertraker les gusta esto.