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La calle de los gatosDe no ser por ti jamás hubiese conocido la calle de los gatos. La bauticé así uno de esos días durante el amanecer, en los que bajábamos de casa en un silencio somnoliento, mientras el indigente y su docena de gatos yacían detenidos bajo las cornisas, solemnemente erguidos como esfinges, cerrados los ojos como Cleopatras reencarnadas.
Caminarla es como soñarla. Se vuelve más y más angosta con cada paso. Las casas altas se van cerrando sobre la cabeza. Al final es poco más que un callejón.
Es una galería, una habitación llena de cuadros viejos donde quedo atrapada dentro, caminando entre los marcos, desapareciendo en uno y reapareciendo en el siguiente, en cada puerta abierta, en cada ventana medio ajustada. La vida de todas las personas que allí habitan no duran más que mi mirada.
A veces paso fugaz cuando los amanecidos, botella en mano, se reúnen en la angostísima acera siguiéndome los pasos con los ojos. Me recuerdan que hay algo de impredecible y fatal en su última curva, mis pies van marcando la incertidumbre, la violencia de La Vega.
Antes me era indiferente, pero ahora que no estas
me inquieta un poco.
Aún así sigo bajando por la calle de los gatos.
Algo de nosotros quedó escondido en las madrugadas, en el asfalto, en las casas altas con sus jardincitos colgantes; algo quedó esculpido en esos gatos, algo vuelve cuando la camino.
Un instante de nosotros vuelto paisaje.
Aveces - sólo a veces - hago inverso el recorrido. La subo después del atardecer a pasos rápidos, sintiendo el miedo que me inocula la calle desfigurada por la noche con sus luces citrinas exhaladas por los postes de luz, cuando los amanecidos apenas comienzan su velada y sus pupilas me siguen con la determinación de un lobo.
Nunca me acompañaste a subirla. Nunca lo harías.
No me lo hubieses permitido jamás y lo entiendo.
Lo entiendo cada vez que llego al final, en donde me detengo bajo el último de los bombillos y lanzo la mirada al otro lado de la calle, a la oscuridad del terreno baldío que no deja ver las luces de los edificios más allá, al monte alto, al barranco al lado del camino
al vacío inmenso antes de casa.
Lo entiendo por lo mucho que se asemeja al punto en el que ya no somos nosotros, por su parecido a la muerte.
Entonces, bajo la última de las luces, me guardo las manos en los bolsillos.
Y echo a andar.
apresurando el paso.A selenschek manfred y Emp les gusta esto. -
Sueños diurnos
Mi niña era una niña solitaria.
No le molestaba jugar sola, comer sola, dormir sola ni vestirse sola. Le agradaba mucho caminar a solas, imaginar a solas, hacer cosas a solas sin esos adultos que suelen decir que no.
A mi niña le gustaba mucho escuchar a solas en la distancia esos sonidos inexplicables que le hacía entornar los ojitos y preguntarse un por qué que los adultos casi nunca se tomaban el tiempo en contestar.
Mi niña aprendió a observar a los adultos, tan seguros de si mismos y a la vez tan inconsistentes. Siempre diciendo una cosa y haciendo otra. Siempre olvidando lo importante. Le parecían tan desmemorizados que no podía creer que alguna vez habían sido niños como ella.
Mi niña los escuchaba de vez en cuando de todos modos, así logró aprender cosas útiles del mundo de los adultos que servían para evitar molestarlos demasiado.
Mi niña entendió que el mundo de los adultos era igual de absurdo que los adultos mismos. Un buen día notó lo fácil que era viajar lejos de todos con la imaginación y desde entonces lo hizo con frecuencia.
Mi niña también aprendió a observar a otros niños y notó que casi todos tenían grandes deudas de amor colgadas de los ojitos, niños que ya no sabían como ser niños, niños que querían crecer y ser grandes. A mi niña no le agradaba disfrazarse de adulto, no le gustaba jugar a ser adulto.
Mi niña se quedaba jugando con bloquecitos de madera mientras los demás niños jugaban a la casita, se quedaba terminando su castillo mientras todos salían al recreo.
Mi niña tenía amiguitos con los que jugar, pero casi siempre de a uno por vez. Aprendió que en los grupos grandes siempre hay un niño que termina llorando, triste o lastimado, por culpa de los niños que juegan a ser adultos. A mi niña le disgustaban esos niños.
También le disgustaban los protocolos, las cosas fingidas y las mentiras. Le disgustaban en suma los adultos desconocidos que esperaban de ella abrazos y sonrisas porque sí. Le disgustaban los vestidos de domingo con los que no podía ir a jugar con tierra, la iglesia y sus cuentos del Dios invisible que antes hacía cosas todo el tiempo pero que ahora no aparecía en ninguna parte, las caligrafías repetitivas e infinitas con las que no se aprendía nada nuevo, la fila para le himno nacional lleno de palabras raras que nadie sabía que significaban, pero lo que más le disgustaba por sobre todas las cosas era la obligatoriedad de las siestas de las 3 de la tarde, el mayor de los sin sentidos, el momento en que los adultos ya no quieren hacer cosas y obligan a que los niños dejen de hacer cosas y se duerman para ellos poder dormir.
Mi niña sufría de pesadillas. Se esforzaba mucho cada noche para no quedarse dormida. En cama, ocupaba su mente imaginando que el sonido de las manecillas del reloj de la sala eran pasos de un gigante que se aproximaba, causando terremotos pequeños y cortos que hacían temblar toda la casa. Imaginaba hasta el cansancio, sin poder evitar quedarse dormida y despertar después llorando por culpa de los demonios, las brujas o los laberintos en sus pesadillas.
Por eso sólo le gustaba soñar despierta.
Mi niña soñaba que todas las personas del mundo desaparecían y sólo quedaba ella, y podía caminar por las grandes ciudades, entrar a todos los edificios, usar todos los juguetes, todos los colores y todas las tijeras, ir a todos los parques, subirse a todos los árboles - incluso los más altos de todos -. Todo eso por un día, porque no quería ser cruel con los demás niños, que querrían aparecer de nuevo para salir a jugar, ni con los adultos que parecían preocuparse demasiado por el mundo y sus cosas.
Pero mi niña sólo era una niña, una niña sin poderes para desaparecer gente.
Así que se hacía la dormida a las 3 de la tarde y luego se escabullía fuera de la cama mientras todos en el mundo estaban dormidos gracias al protocolo de la siesta.
Entonces buscaba todos sus juguetes, todos sus cuentos, todos sus colores que eran todo su mundo y jugaba a solas como lo hacía en sus sueños diurnos.A Alonso Vicent, Lurien y Emp les gusta esto. -
Personas pasatiempo
Ella me gustaba. Iba a la cafetería todas las tardes nada más para tenerle cerca. Desde la distancia, sentada en la mesa junto a la segunda ventana, me enseñó un par de cosas sin siquiera sospecharlo. Una de ellas fue disfrutar del hábito del café, su hábito, con la esperanza de algún día compartirlo con ella.
Yo sufría entonces, al igual que ahora, de este inconveniente de no ser demasiado valiente. Me declaro más del tipo observador, me siento cómodo siendo espectador de la función de la vida.
No me mal entiendan, es una postura común para nosotros los desajustados que no manejamos las dinámicas de nuestra propia época, protocolos y demás tonterías sociales.
Nunca me interesaron esas cosas, excepto por ella. Sin embargo cuando por fin estaba decidido a intentar, resultó que no fui yo quien se le acercó esa tarde, quien ocupó su mesa y le hizo levantar la mirada del libro, quien desperezó sus pestañas mariposa; no fui yo quien le afloró las sonrisas, ni quien le conversó; muy para mi tristeza, no fui yo quien volvió al día siguiente, y el siguiente a ese, ni quien logro permanecer y avanzar.
No fui yo con quien hizo el hábito del café de las cuatro treinta.
No podía ser yo, no sabía como hacerlo.
Vaya que él sí sabía.
Seguí observando, y aprendí lo que llamé "la estrategia pasatiempo": parecía sumamente fácil partir de las afinidades. Noté, desde mi perenne soledad, que compartir une a las personas, las reúne. Según pude observar, comenzar un pasatiempo con alguien resultaba ser una forma orgánica, cómoda y casi imperceptible de formar relaciones.
Tal descubrimiento más que esclarecerme, traía consigo nuevas dudas y la sensación de que la historia me la contaban a medias:
¿qué hay más allá del pasatiempo?
¿qué hay más allá de la compañía?,
¿dónde comienza la intimidad?
Un día su visitante no llegó para la cita tácita de las cuatro treinta. Ella seguía leyendo con fingida indiferencia – Lo notaba en los gestos nerviosos de sus manos y en las miradas rápidas a la puerta -. "Una oportunidad", me dije.
Me costó tres tardes y una batalla con mis nervios lograr acercarme. Esta vez me situé en la mesa de al lado, escondiendo mis miradas furtivas detrás del periódico de turno. Me quedé allí observando, escudriñando su rostro, reconstruyendo sus pensamientos por los movimiento de sus manos, del numero de veces que cruzaba las piernas como un arqueólogo del abstracto femenino, de fracaso inevitable; me quedé allí midiendo si tenía el valor de intentar acompañarla, si era el momento correcto.
Entonces sin previo aviso escuche su voz alzarse a media taza diciéndole al asiento vacío: "¡Oh!, como me hiciste falta".
Y luego, como si nada, la vi tomar otro sorbo del mismo café de todos los días, sentada en la misma mesa de todos los días; su semblante volvió a ser el mismo rostro concentrado y apacible que le había conocido en su soledad. Así estuvo hasta las seis, su hora usual de partida, y así estuvo también los días consiguientes, inmaculada, inmutable.
Su visitante no volvió nunca y nunca intentó traerle de vuelta.
Debí haberme alegrado, pero ocurrió lo contrario. Me ensombreció.
La miré de nuevo entre las arenas de sus gestos, y logré ver su osamenta enterrada, como extinta.
"Ella se acompaña de sus hábitos", decían sus huesos, "su pasatiempo son las personas".
Así fue que tomé mi último sorbo, amargo como lo son los últimos. Desde de ese día, nunca más volví a la cafetería.A Emp le gusta esto.