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Viendo entradas en la categoría: Cuentos

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    EL AMO

    Las viejas mujeres habían acabado, por fin, su ardua tarea, ardua bien que gozosa y promisoria de futuros gozos. Los primeros fríos habían llegado y con ellos los preparativos de las fiestas de invierno. Tiempos de melancolías extrañamente entreveradas de brillos en las miradas; tiempos de nostalgias de niñez y frustraciones del presente. Para mí, en fin, tiempos de tristeza.

    Sentado en un apartado rincón de la cocina, medio en penumbra, los reflejos rojizos de las llamas bailoteando sobre mi pecho ausente, revivía las últimas horas, esas horas de juerga inocente de aquellas viejas mujeres en la cual yo no pude penetrar, como si mi alma, como una gota de aceite, resultase inmiscible y extraña a aquel ambiente festivo, a aquellas ceremonias en las que, en rudimentario holocausto, se ofrendaba el joven pavo a nuestros dioses lares. El pobre animal, previamente emborrachado con brandies de garrafón, había ejecutado, para mayor diversión de todos los presentes, su última y dramática danza, golpeando su cuerpo inestable contra las paredes y cloqueando lastimeramente. Ahora yacía, colgado cabeza abajo, desplumado y desangrado, esperando la reposición de sus vísceras -aquella especie de adulterada resurrección de su cuerpo- que ahora serían relleno exquisito con el que ofrecería un insultante homenaje a sus asesinos.

    Yo, impasible detrás de mi cachimba, había presenciado desde la distancia de mi ausente amodorramiento, todo aquel ajeno ritual. Mi festín actual eran los deliciosos aromas de las perrunillas, de los alfajores, de aquellas pequeñas maravillas de la repostería casera, recién salidas de las labriegas manos de aquellas rudas mujeres. Yo era el patriarca, el dueño y señor de aquellas almas, en el sentido tolstoiano de la palabra alma, pero quizá también en otros; el señor que había dispuesto de sus vidas en aquel mundo cerrado e inaccesible que era -había sido- nuestro cortijo. Había gozado de los tiernos cogollos de muchos de sus cuerpos jóvenes, cuerpos que también me habían deseado. Por eso no tenía ningún remordimiento. Ni de las muertes. Nadie me enseñó a tenerlo porque yo era el amo. Y no supe de otras cosas.

    Ahora mi sombra en la penumbra se disolvía en lo que no fue. Si, al menos, alguien me hubiese enseñado que estas mis últimas horas tendrían que haber sido de agradecimiento, de amor a todos los que me han permitido vivir con sus propios latidos, con aquellas sus vidas que me fueron dadas...
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    EL PROSTITUTO (1)

    Aquel pueblo estaba a caballo entre la fábula y la tragedia. Todos sus habitantes, al menos los más representativos, disfrutaban o padecían peculiaridades que los hacían singulares, algo anómalos. Así el cura, viejo teósofo; la pareja de guardias civiles, reputados cómicos de la legua; el maestro de escuela, anarquista de maneras dieciochescas o el pastor de ovejas, profundo conocedor de la filosofía existencialista, curandero y experto en pócimas y brebajes. Quedan el Alcalde y el cacique, que además de coincidir en la misma persona representaban en las fiestas del pueblo, por separado, los papeles de Don Quijote y Sancho Panza, en versión para la ópera bufa “Don Chisciotte alle nozze di Gamaccio”, con libreto de un tal Esteban Ferrero, vaya usté a saber, con episodios musicales a cargo de la Banda Municipal, integrada por internos del oligofrénico del pueblo de al lado.

    Entre aquel paisanaje vino al mundo Teodulfo Sangróniz, hijo del pecado y de Doña Baudilia Fuentidueñas, su señora madre. Su padre, marino mercante, que siempre fue un poco buscavidas, persona a quien el pueblo se le antojaba insoportable, se lo encontró en casa a la vuelta de una expedición a las Islas Feroe, islas que entonces, como ahora, estaban en el fin del mundo. Hombre de natural tranquilo no quiso asesinar a su infiel esposa, que es lo que hubiese sido políticamente correcto, bien visto y perdonado por la sociedad rural en la que vivían, vengando así el baldón que esa infidelidad arrojó sobre el escudo de armas, barrado en gules, con ciervo en sinople, pasante con astas ramosas en oro, de la familia.

    Pero la enclaustró en un enorme caserón aledaño al pueblo, junto al arrabal, cuidada por dos mujerucas medio brujas que, para desmotivarla de aquellos desmedidos apetitos de la carne que fueron la causa de su caída y, como consecuencia, del nacimiento de Teodulfo, la sometieron a un riguroso régimen alimenticio, que determinó en poco tiempo que aquella lozana mujer, de curvas suculentas y alegría contagiosa, pasase a ser una especie de deforme imitación de mujer rubensiana, excepto en sus carnaciones y lozanía exultantes, como era fama que tenían las felices hembras de aquel pintor, barroco y vitalista.

    Gorda, fofa y ojerosa, Baudilia Fuentidueñas, la madre de Teodulfo, que fue tan voluble y casquivana, ya no era, ya no podría volver a ser el objeto de pasión de ningún otro buhonero trashumante y desvergonzado que la volviese a preñar. Su cuerpo apetecible ya no sería dádiva generosa a cambio de una noche de pasión.

    La criatura fue entregada al cuidado de dos hermanas de su padre, solteronas y beatas, que siempre vieron en aquel hijo del pecado un motivo de redención de su propia esterilidad y falta de productividad como madres. Teodulfo se crió físicamente sano y fuerte y anímicamente desvaído y con tendencia a la melancolía.

    Con ellas practicaba toda clase de rezos, jaculatorias, triduos y novenas que sus buenas tías le imponían, pensando que, por aquello de que la cabra tira al monte, no fuese el mozo a salir otro pendón como su desnortada madre. El sombrío salón de la casona solariega, cuajado de imágenes y altarcillos donde se veneraba, en continua mudanza, todo el santoral en sus más variadas advocaciones, según las necesidades del momento (sequías, plagas, enfermedades) fue el marco donde Teodulfo creció supuestamente protegido de las perversas atracciones del mundo y de la carne.

    Pero dejemos por ahora (por estrategia de edición) al joven Teodulfo, constreñido a vivir en aquella rutina, monótona y nada estimulante, que hizo que un día el marido de su madre huyese del pueblo buscando la aventura y ésta, la pobre, aburrida de tanto triduo y tanta novena, cayese en brazos de aquel jovial buhonero que, por una sola noche, la hizo tan feliz.

    (continuará)
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    AMOR ETERNO

    Hoy he leído en la prensa una noticia emocionante, que me ha inspirado el relato que quiero compartir con vosotros. Al parecer en un pequeño pueblo de Serbia vivía un matrimonio en crisis. Aunque permanecía la convivencia, sus diferencias eran insalvables y la ruptura anunciada. Tanto ella como él tenían contactos a través de internet; ambos habían encontrado a su “otro” y, como es habitual en las redes sociales de contactos, los habían adornado con todas las excelencias virtuales, que eran, precisamente, las carencias que encontraban en su pareja. Finalmente, tras las sesiones de chat, mails y demás protocolos decidieron conocerse en persona. Como era previsible, esa persona ideal que cada uno había encontrado en el otro era ni más ni menos que... su cónyuge. La noticia dice que tras ese encuentro decidieron divorciarse.

    Yo voy a tratar de hacer una ucronía desde el momento de la historia en el que se conocieron por el chat, cambiando lógicamente la personalidad de los protagonistas. Vaya por delante que no es mi intención matarlos al final, pero las exigencias del guión así lo requieren procuraré que sea una muerte dulce.

    Beatriz y Graciela fueron muy amigas durante su adolescencia. Educadas ambas en el mismo colegio religioso sólo las separó el ingreso en la Universidad. Aunque siguieron la amistad de forma intermitente, durante las vacaciones o en visitas ocasionales. Finalmente el matrimonio de ambas acabó por enfriar aquella sana amistad de juventud.

    Beatriz se casó con un antiguo vecino de su ciudad, un comercial de la banca que aspiraba a llegar a ocupar altos puestos de dirección en su empresa; un hombre ambicioso, aunque cultivado y de buenas maneras. Graciela conoció a su media naranja en la Facultad. Otro joven de familia rica, que se preparaba para seguir los negocios familiares. Así como Beatriz volvió a su ciudad natal para establecer su residencia junto a su esposo, Graciela se trasladó a un pueblo importante donde radicaban las empresas del grupo familiar de su marido.

    Pronto, en ambos matrimonios, empezaron a apreciarse faltas de sintonía entre los cónyuges. Las dedicaciones que los maridos, en uno y otro caso, daban al trabajo en progresivo detrimento de la atención al matrimonio, fueron erosionando la convivencia. Finalmente llegó el aburrimiento y la soledad; la rutina se impuso y la comunicación entre los esposos cayó en esos canales repetidos y apáticos. Además no tuvieron hijos; fue una decisión acordada, una vez que se vio la pobreza sentimental que aguardaba al futuro del matrimonio. Pero, en ambos casos, los intereses económicos y sociales aconsejaron prolongar la pervivencia matrimonial, previendo alguna posibilidad de solución, ya que, al menos en lo material, no existían problemas. Ambas esposas se refugiaron en internet; entraron en las redes sociales, primero como una distracción, pasando luego a considerar que podría ser un medio para aliviar sus soledades. Y, quién sabe, hasta de rehacer sus vidas.

    Beatriz encontró un perfil de hombre joven, maduro, experimentado y culto que le resultó atractivo:
    desde un primer momento encontró en ese ser virtual la personalidad que estaba buscando. Poco a poco, con prudencia, fue avanzando en confidencias y pequeños secretos, hasta manifestarle lo desgraciada que era en su actual matrimonio.


    Graciela, por su parte, casi simultáneamente y, desde luego con total desconocimiento de lo que hacía su antigua amiga, con la cual hacía tiempo que no se relacionaba, se registró en la red con una falsa personalidad: se enmascaró como hombre para dar cierto morbo a su aventura. Encontró una relación femenina, una amistad nueva (ella/él no buscaba otro hombre: su experiencia matrimonial fue un rudo golpe a sus aspiraciones de encontrar en el otro sexo el complemento a su vida). La personalidad de aquel “nick” encajaba perfectamente con su ideal de “persona”, de ser humano comprensivo y cordial que sería ese complemento que buscaba para aliviar su soledad. Una red de complicidades se tendió pronto entre ellos.

    Al poco tiempo de intimar decidieron conocerse personalmente. Para Graciela, naturalmente, aquello supuso una tremenda complicación. Ella, él, aquel hombre apuesto, varonil, educado, que “buscaba lo que ofrecía”, según las convenciones de aquellas búsquedas, tendría que desmontar previamente su imagen virtual. O seguir el juego hasta ver la reacción de su pretendiente.

    Se estableció la cita finalmente en un lugar discreto, a medio camino de sus respectivas residencias. Convinieron en verse en lo que ahora se llama un “hotel con encanto”, a última hora de una tarde de viernes. Así podrían disfrutar, si el encuentro era satisfactorio, de todo un fin de semana para conocerse mejor.

    El comedor del hotel estaba en una agradable semipenumbra; ya había oscurecido en aquella tarde otoño y la iluminación del salón no lucía al completo. Beatriz, a la hora convenida, apareció en la entrada vestida con un discreto traje sastre, de corte perfecto, que realzaba antes que ocultar, sus perfectas y sugestivas formas de mujer ya madura. De un rápido vistazo comprobó que, efectivamente, él había sido puntual. En una mesa del fondo, sobre el jardín en el que ya los añosos árboles lucían los primeros esplendores otoñales, semioculto tras un espléndido ramo de rosas rojas, entreveía a contraluz la figura de un hombre apuesto. Era él, sin duda. Se acercó marcando sugestivamente sus movimientos. Sus lujosos zapatos “stilettos” puntuaban sobre el pavimento un ritmo casi de marcha triunfal.

    Le sorprendió la inmovilidad de él. Se encontraba prácticamente a su lado y no hizo el menor ademán de levantarse. Como si una estupefacción profunda lo hubiese paralizado. Entonces “la” vio. No podía ser... Juan, el hombre a quien en su vida virtual había dibujado como un espécimen perfecto era... Graciela. Algo cambiada por la edad, pero espléndida, de una belleza en sazón absolutamente canónica. Elegantísima dentro de su blazier y su camisa deportiva, con un lujoso pañuelo anudado al cuello. Graciela, su amiga del alma, que ahora se levantaba y con mirada inquisitiva la llamaba por el nick de internet: “¿Minerva?”

    Las conversaciones que siguieron fueron largas, íntimas, cautivadoras y liberadoras. Ambas amigas eran, desde luego seguían siendo, aquellos seres que habían imaginado ser, a pesar de las supuestas identidades sexuales. El fin de semana se prolongó. La intimidad de las almas se amplió a la intimidad de los cuerpos. Como resultado establecieron que debieran seguir juntas, vivir juntas, puesto que ningún reparo moral ni ético encontraron en esa convivencia. Se establecerían en una ciudad grande, donde fuesen desconocidas. Ambas tenían recursos económicos suficientes para iniciar aquella etapa de sus vidas sin esa preocupación. Vivieron felices varios años. Dos mujeres juntas, sin estridencias, con normalidad, a nadie hoy día llamaba la atención.

    Pero aquella felicidad, aunque intensa y basada en un amor limpio y sincero, estaba llamada a acabar pronto. Un viaje de placer; un trágico accidente de automóvil. Las dos amigas murieron al mismo tiempo, instantáneamente. Un testamento, un acta notarial apareció en el registro judicial que hubo de practicarse en su domicilio. Sus antiguos maridos, informados del dramático final, excusaron su presencia. En aquel acta se expresaba su voluntad de ser enterradas juntas, fuesen cuales fuesen las circunstancias de sus muertes. De hecho, ya habían adquirido en el cementerio un nicho doble, al que solamente faltaba colocar la lápida. En ella se inscribió:

    " Que la muerte una para siempre lo que la vida separó".
    Graciela García Fernandez
    11/02/70 .......15/08/2020
    Beatriz Barca Lobera
    13/04/72........15/08/2020
  • Pessoa
    LA MULTITUD

    Sábado, mediodía, verano. Una ciudad de provincias. Era una cita a ciegas. Habíamos quedado en una recoleta plaza, casi en las afueras, próxima a la zona industrial. Ella era una mujer conocida y yo recién acababa de llegar del otro lado del mundo, exótico y austral y no convenía. Ya se sabe: la gente es cobarde y murmura.. Yo, aunque negro, debía de llevar un pequeño bouquet de violetas en la mano para que ella no tuviese dudas. Y es que, pude comprobar, la gente de mi raza ya era numerosa en esa ciudad, sobre todo en la periferia. Decidí acudir al lugar de la cita en autobús, en uno de aquellos confortables asientos y disfrutando del aire acondicionado. Algunas cosas de esta sociedad bien merecen la pena los sacrificios que nosotros, viajeros de otras culturas, hemos de padecer. Podía haber llegado en bicicleta, esa especie de chatarra con la que acudo diariamente a la obra. Pero algo me decía interiormente que la mujer con la que estaba citado merecería una mejor representación.

    Me situé en los soportales, a la sombra, en la esquina convenida. La plaza y sus alrededores aparecían en total soledad. A esa hora, en plena canícula, era lo normal. Aunque, ahora, un pequeño grupo entró por una de las callejas laterales. Más gente, en ese momento, comenzó a acceder a la plaza por otras callejuelas. Yo procuraba disimular mi presencia y mi estúpido ramo de violetas. Siguió llegando gente, que ocupaba ya el centro de la plaza, incluso los exiguos parterres que rodeaban la fuente. Oh dios mío, más y más gente. ¿Qué era aquello? Cientos, quizá miles de personas se iban agolpando, ocupando todos los rincones. Yo era zarandeado, arrancado de mis posiciones inmediatas al lugar de la cita. Me encontré como desenchufado de la realidad, de aquella apacible realidad de apenas un rato antes. La multitud seguía aumentando hasta convertirse en una especie de monstruoso miriápodo, fragmentado y sudoroso. No se oían voces; sólo un murmullo, que recordaba al sordo golpear de cientos de martillos de madera sobre arena, con el bajo continuo del zumbido de millones de avispas invisibles. Aquello era como un terrorífico ensueño producido por el calor asfixiante del verano. Yo era presa ya de ola humana y había perdido toda referencia de mi situación. El espectáculo al que asistía incrédulo era alucinante, demoníaco, algo que ni en las terribles manifestaciones de desplazados a las que tuve que acudir en mi país pude comprobar con tan inhumanas propociones. (Reflexiono: ¿cómo una aglomeración semejante de seres humanos puede volverlos tan inhumanos?)

    Sudor/sofocón/golpes/gemidos/vaho/pechosaplastados/codospuntiagudosseclavanenmi pecho/fueranegrodemierda7incompetente/pandemoniumdemanosybrazoselevadoscomoimprovisadospulmones/brillodegafasrotas/miniñominiño/dondeestáminiño/faldasrasgadas/latarderota/ellarota/apenasplaza/nuncaciudad/measfixio/memuero...memuero…

    Noto que la presión de los cuerpos que me aplastan va cediendo, un poco más de aire, aun no veo sobre el mar de cabezas pero siento que la multitud va disminuyendo en cantidad y en densidad. Primer hueco, aumentan los claros por el centro, ya se distingue la fuente. La turbamulta ya apenas gentío. En silencio, ahora con rapidez, la plaza va quedando vacía. Al final yo, con mi mustio ramito, solo en un rincón. Miro a mi alrededor y allí está: ella con su sonrisa igual a una rosa apenas entreabierta que ilumina su rostro armonioso. Apenas deslucido su atuendo por la muchedumbre. El brillo de sus ojos glaucos es mi semáforo verde. Me acerco y tomo su mano…
    negra. Aquel momento me hizo absolver la crueldad recién vivida. Ella y yo y la plaza vacía. Es la hermosa soledad de los principios.

  • Pessoa
    EL PROSTITUTO.- 1ª Parte

    Aquel pueblo estaba a caballo entre la fábula y la tragedia. Todos sus habitantes, al menos los más representativos, disfrutaban o padecían peculiaridades que los hacían singulares, algo anómalos. Así el cura, viejo teósofo; la pareja de guardias civiles, reputados cómicos de la legua; el maestro de escuela, anarquista de maneras dieciochescas o el pastor de ovejas, profundo conocedor de la filosofía existencialista, curandero y experto en pócimas y brebajes. Quedan el Alcalde y el cacique, que además de coincidir en la misma persona representaban en las fiestas del pueblo, por separado, los papeles de Don Quijote y Sancho Panza, en versión para la ópera de Jules Massenet, con la Banda Municipal.

    Entre aquel paisanaje vino al mundo Teodulfo Sangróniz, hijo del pecado. Su padre, marino mercante, que siempre fue un poco buscavidas, y a quien el pueblo se le antojaba insoportable, se lo encontró en casa a la vuelta de una expedición a las Islas Feroe, islas que entonces, como ahora, estaban en el fin del mundo. Hombre de natural tranquilo no quiso asesinar a su infiel esposa, que es lo que hubiese sido lo correcto, bien visto y perdonado por la sociedad rural en la que vivían, vengando así el baldón que esa infidelidad arrojó sobre el escudo de armas, barrado en gules y con premonitorios cuernos de San Huberto en el cuartel inferior izquierdo, con fondo en sinople, orgullo de la familia.

    Pero el marino humillado enclaustró a la esposa infiel en un enorme caserón aledaño al pueblo, junto al arrabal, cuidada por dos mujerucas medio brujas que, para desmotivarla de aquellos desmedidos apetitos de la carne que fueron la causa de su caída y, como consecuencia, del nacimiento de Teodulfo, la sometieron a un riguroso régimen alimenticio, que determinó en poco tiempo que aquella lozana mujer, de curvas suculentas y alegría contagiosa, pasase a ser una especie de deforme imitación de mujer rubensiana, excepto en sus carnaciones y lozanía exultantes, como era fama que tenían las felices hembras de aquel pintor, barroco y vitalista.

    Gorda, fofa y ojerosa, Baudilia Fuentidueñas, la madre de Teodulfo, que fue tan voluble y casquivana, ya no era, ya no podría volver a ser el objeto de deseo de ningún otro buhonero trashumante y desvergonzado que la volviese a preñar. Su cuerpo apetecible ya no sería dádiva generosa a cambio de una noche de pasión.

    La criatura fue entregada al cuidado de dos hermanas de su padre, solteronas y beatas, que siempre vieron en aquel hijo del pecado un motivo de redención de su propia esterilidad y falta de productividad como madres. Teodulfo se crió físicamente sano y fuerte y anímicamente desvaído y con tendencia a la melancolía.

    Con ellas practicaba toda clase de rezos, jaculatorias, triduos y novenas que sus buenas tías le imponían, pensando que, por aquello de que la cabra tira al monte, no fuese el mozo a salir otro pendón como su desnortada madre. El sombrío salón de la casona solariega, cuajado de imágenes y altarcillos donde se veneraba, en continua mudanza, todo el santoral en sus más variadas advocaciones, según las necesidades del momento (sequías, plagas, enfermedades) fue el marco donde Teodulfo creció supuestamente protegido de las perversas atracciones del mundo y de la carne.

    Pero dejemos por ahora al joven Teodulfo, constreñido a vivir en aquella rutina, monótona y nada estimulante, que hizo que un día el marido de su madre huyese del pueblo buscando la aventura y ésta, la pobre, aburrida de tanto triduo y tanta novena, cayese en brazos de aquel jovial buhonero que, por una sola noche, la hizo tan feliz.

    2ª Parte

    Pasado ese desértico período en el que el tiempo forja la edad y la edad forja al hombre, volvemos a encontrar al joven Teodulfo en el salón de aquella casona, en aquel ambiente de estufa fría en el que sus buenas tías, devotas y beatas, cultivaban su espíritu cual si de flor exótica y delicada se tratase.

    A pesar de ello, al joven Teodulfo su naturaleza vigorosa e inquieta (con inequívocas trazas del carácter aventurero de su padre y la fogosidad carnal de la madre) la vida en el pueblo le parecía una barra rígida y pesada, a la que se encontraba atado, como si estuviese en galeras. Poco amigo de mudanzas, sin embargo, y menos aún buscavidas, quería encontrar su hueco, todavía indefinido, en aquella sociedad que, al tiempo, le atraía y le repelía.

    La paz olorosa de los campos o la umbría tranquilidad de la casona eran su hábitat; pero le faltaba el ámbito adecuado para el desahogo de sus ímpetus juveniles. De su madre, encerrada en el lóbrego caserón del arrabal, nunca supo nada. Era el secreto que muchas familias tienen y que sólo se desvela en los dramones novelados.

    Comenzó a frecuentar la compañía del pastor del pueblo, hombre excéntrico y cordial, querido por las gentes y vigilado por el cura teósofo, quien admiraba en él una extraña y superior cultura y conocimientos casi mágicos que salvaron más de una vida humana, además de numerosas ovejas, terneros y otros seres vivos más importantes para aquella sociedad pueblerina.

    Con él Teodulfo gustaba retirarse a las brañas, tras los montes, y allí el joven se inició en los mundos filosóficos y en los esoterismos rurales del pastor, quien además, vaya usted a saber porqué, conocía y recitaba pasajes completos de las obras de Kierkegaard :”¡Qué estéril está mi alma y mi pensamiento!... etc.,etc.”. El pastor, además, le introdujo en el más inmediato mundo de los placeres carnales, dejándole gozar de las ovejas más placenteras del rebaño. Una inesperada dádiva que turbó el sereno espíritu del joven.

    Así se abrió a la vida aquel fruto de ausencias: una dualidad entre la vigorosa juventud que le había sido regalada y las ansias de trascendencia que le imbuían sus tías beatas y el pastor filósofo.

    Las tías de Teodulfo Sangróniz decidieron trasladarse a la capital de la provincia.

    Habían leído recientemente “En busca del tiempo perdido”, y les entró el gusanillo de abrir un salón al estilo de Mme. Verdurin, pero más religioso, menos volteriano, que decían ellas. Y, evidentemente, en el pueblo no tenían parroquia.

    Entretanto Teodulfo se había transformado en un guapo mocetón, fornido y lenguaraz, para desesperación de sus tías, estereotipo del joven rústico, desclasado por familia, pues no tenía compromisos ni con el campesinado, a los que consideraba todavía como siervos de la gleba, ni con la escasa y rancia aristocracia que aún no había dado el salto a la capital, para dilapidar la menguada fortuna que heredaron de sus antecesores. Ello no le hacía, sin embargo, voluble ni indeciso en su idea de futuro.

    Los intentos de Teodulfo para orientar su vida se veían frustrados, uno tras otro, en aquel ambiente pueblerino. La intención de las tías beatas de trasladarse a la capital abrió en su imaginación la posibilidad de experiencias inéditas, aventuras impensables en el círculo ovejuno de sus relaciones sexuales. Nunca se llevó moza alguna a la era, por miedo a la inevitable coyunda eclesiástica. Como mucho, y si las condiciones de total discreción se daban, algún beso furtivo, como jugando, en los columpios de las afueras.

    En la ciudad, pensaba, aquello debía de ser otra cosa. Las mujeres se ofrecerían a él, ejemplo de virilidad según las amigas beatorras de sus tías, cansadas de aceptar los rudimentarios y rutinarios placeres que les ofrecían sus maridos o los que, imaginaban, ofrecerían los mozos capitalinos, escasos de fuerzas, pálidos y sicalípticos.

    Se efectuó el traslado y, como estaba previsto, sus tías abrieron un coqueto salón, donde los miércoles recibían a lo más granado de la sociedad capitalina, toda ella, naturalmente, adscrita a la Iglesia y a su ámbito: conferenciantes de San Vicente, novenarias de San Antonio... Y allí se le iluminó el camino a Teodulfo. Pronto su estampa recia de joven campesino, sano e ingenuo, caló entre las solteronas, viudas y casadas mal abastecidas que conformaban las tertulias.

    Discretos mensajes, encargos subrepticios, llevar y traer las capillitas de los triduos y novenas a los castos y cerrados domicilios de las damas... De ese caldo de cultivo brotó, poderosa y nítida la auténtica vocación de Teodulfo: sería prostituto; satisfaría a aquellas pudorosas damas a cambio de ciertas prestaciones pecuniarias. Y de esa situación pasó, por concesión de un marido cornudo, a ser empleado municipal. Pero eso ya es otra historia.

    (continuará... posiblemente.)
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    CHUCHO

    Este hombre con quien ahora vivo nunca ha tenido un perro. Eso puede verlo hasta un “mil-leches” callejero como yo. Pero sabe como tratar a un auténtico perro; es una intuición que pocos hombres tienen, como pocos tienen la sabiduría de tratar a las auténticas mujeres. Nos encontramos -¿me encontró, lo encontré? dejemos que la niebla del albur cubra la historia- en una tarde de abril con aguacero, como escribió algún poeta. Llovía a cántaros, pero a ninguno parecía importarnos la inclemencia de la lluvia (angélico llanto o meada celestial), tal era nuestro abatimiento, y seguimos caminando hacia lo obscuro.

    Yo decidí seguirle a una prudente distancia y él parecía ignorarme. Pero yo olfateaba una cierta aceptación suya a mi distante presencia. Llegamos a un viejo caserón de recias puertas. El entreabrió un pequeño portillo en una de ellas y entonces volvió su mirada hacia mí. ¡Dios de los perros, que tristísima mirada! Nunca vi nada igual en mis congéneres. Casi en un susurro me dijo: “Pasa, chucho.” Desde entonces soy un chucho. Ese es mi nombre y mi orgullo. No soy, y lo he sido, Cuqui, o Lesli, o el muy humillante Rambo. Un perro que se precie debe de ser eso: un chucho. He aquí el primer acierto para conmigo de mi nuevo compañero.

    Sacudí mi pelaje sucio y empapado, salpicando todo a mi alrededor. “¿Qué haces, bestia? Mira cómo lo has puesto todo. Ya conocerás mañana a la señora Dolores, la portera, y te vas a enterar.” Primera advertencia de que allí no valía todo. Pero, al menos, no me llegó la patada en la barriga como con otros amos. Alcanzamos su vivienda en el piso principal. Abrió la pesada puerta de madera tallada -una vivienda con solera, imaginé- y esperé prudentemente a que me invitara a pasar, que uno tiene ya muchas tablas. Se apartó a un lado y con una ligera señal de la cabeza me franqueó el paso. Un universo de olores infrecuentes a mi olfato me acogió amigablemente. Muchos de ellos no los sabría identificar; al fin y al cabo mi vida ha discurrido en la calle o en más humildes hogares. Pero aquello era agradable.

    Pasamos a lo que debía ser la cocina de la casa. No he visto muchas cocinas, pero esa era, en cualquier caso, diferente. Junto al fogón y sobre él, mezclados con pucheros y cacerolas había libros, montones de libros. Una sencilla mesa en el centro, con dos sillas destartaladas eran el único mobiliario. Y libros, más libros. Puso al fuego una cazuela de la cual, al poco, comenzó a salir un olor apetitoso. Se sentó a la mesa y entonces, sólo entonces, me miró detenidamente por primera vez. “Otro cochambre como yo.” musitó. Ese fue el inicio de nuestra convivencia. La señora Dolores, la portera, me aceptó a regañadientes, advirtiendo a mi amo que en aquella casa no se aceptaban ladridos y que me dejaba estar por ser él quien era.

    ¿Quien es mi amo? Sé que me quiere, eso es todo. Desde su soledad hombruna y sin manifestación alguna de cariño, pero mi intuición de perro sabe que me acepta y que, de alguna forma, me necesita. Llevamos una vida muy austera, aunque nunca me falta comida -muchas veces es su comida la que pasa directamente de la cazuela a mi escudilla. Paseamos por los parques, a veces muy lejanos. Alguna vez, rara vez, viene una hermosa señora a visitarlo. Entonces me deja solo y ellos se encierran en el dormitorio. Ya me imagino.

    Después, generalmente, se emborracha, llora y pasa unos días francamente abatido. Pero nunca me maltrata. Al contrario, sus muy escasas y someras muestras de cariño se hacen más manifiestas. Se sienta en su sillón frente al fuego que alegra la casa desde una hermosa chimenea francesa, si es invierno, y yo me tiendo a sus pies, sobre la suave alfombra. Así nos pasamos horas. Me gusta sentir sus pies descalzos, y creo que ásperos, sobre mi peluda barriga. Allí se los frota y eso parece alegrarle un poco el ánimo. Nos miramos, yo con mi mirada lánguida y llorosa; la suya, directamente a mis ojos, al poco comienza a diluirse, a perderse en dios sabe qué oscuros abismos.

    A temporadas se absorbe en la escritura; debe ser escritor, un intelectual descarriado en todo caso. Entonces puede pasarse días y noches sentado ante su escritorio y se olvida del mundo... y de mí. He de llamarle sutilmente la atención -apenas un golpecito de mi cola en su pantorrilla, nunca un gruñido y menos un ladrido- y él repara en mi presencia. Sí. Perdona, me había distraído. Acabo este párrafo y bajamos a hacer tus necesidades.

    Poco a poco, suavemente, he tenido que amaestrarlo. Ya soy alguien que cuenta en su vida; ya me dedica mi tiempo y mis atenciones. Yo solo puedo gratificarlo con algún gesto de alegría y frotándome contra sus piernas. Pero eso, al parecer, le basta. Pobre Hombre. Con qué poco se conforma. Tan solo; me alegra haberle encontrado y que él de un cierto sentido de utilidad a mi perra vida.


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