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Viendo entradas en la categoría: El color de la nostalgia.

  • Gustavo Cavicchia
    ...


    Nunca se sintió tan triste, con ese brillo que dejan en el aire las campanas de bronce, el diáfano atardecer cantándole en las espaldas un melodioso drama de ocaso.

    El cansancio lo llevo al último banco de plaza, al postrero sillón de cavilaciones viejas, podía morar la desvalijada esperanza bajo la sombra protectora de los árboles, ver pasar la gente desde su quieto atalaya de huesos, como ríos o serpientes, persiguiendo las ansias de sus sombras, sus íntimos deseos.

    Miraba desde sus grises ojos de tristeza; el gris sol, los grises niños que jugaban, la gris ropa con la que vestia el mundo.

    Pensó en el mar, en los colores, en la última vez que la vio; su hermosa mano en el aire, grácil paloma suspendida de la nada del silencio detrás del cristal en el bus que la llevaría lejos.

    Pensó que volvería, que traería con ella amor y otros milagros, que por fin amanecería su cuerpo roto desde la luz y los colores.

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  • Gustavo Cavicchia
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    Se había acostumbrado a sus zapatos nuevos, a su camisa que estaba de medio planchar y a las medias de dos colores (casi iguales); nadie se daría cuenta en el trabajo de esas medias (se dijo seguro), mientras tomaba té taragüi; porque del café no existía ni el olor de café.

    Se había acostumbrado: al olor de fritanga de la cocina, a la inmensa parva de platos sucios y vasos no tan sucios que vaya uno a saber como se fueron juntando.

    Digamos que estaba bien después de dos días de perfecta soledad austera y digna.

    Se prendía un cigarro philip morris, daba de comer al gato kitekat a prueba de piedras ranales... cuando llamaron a la puerta, llamaron suavemente, como si el viento arañara la madera.

    Ella allí parada, espiga, trigal moreno bajo el sol de noviembre, inmensos ojos para perderse dentro* (ver nota al pie de página).

    Ella, la mala, mala, en el lindel de la puerta, en el limite del cuerpo que dejo abandonado como el esqueleto de un barco hundido, mala, mujer y hermosa.

    Allí estaba ella... y la dejo pasar.

    Digamos que estaba bien, que ahora esta mucho mejor.

    Juntos se pusieron a limpiar la casa, a desordenar la cama.

    Llamo al trabajo para decir que estaba enfermo.


    ...

    *Ojos moros, marrones y totales del color de la tierra húmeda;
    lugar universo donde ir a descansar los sábados a la tarde.

    Por Gustavo Cavicchia.
    Del libro: Apoemas
    http://www.elarpatartamuda.blogspot.com
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