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Viendo entradas en la categoría: Poesía de carácter automático-.

  • BEN.
    Sueñen los niños hipócritas

    con carnets deficientes de inteligencia,

    y se adviertan los náufragos en sus distancias

    equivalentes, que tú soñarás

    con lo que dios te niega.

    Busca en la palabra la tentación profanadora

    del aire, embalsama con tu licor de protesta,

    la décima parte de una lira ajusticiada en invierno.

    Que yo pronunciaré mis lisonjas adquiridas,

    las vetustas madres que abolieron todo un sistema.

    Sueñen y descansen los hijos terroríficos del hambre,

    que tú soñarás con lo que dios te negó en aquellos instantes.

    Musicalidad trivial, empecinamiento oscuro, sueño

    de reyes vírgenes, en destartalado templo; tu ignorancia

    supina maltrata el diccionario y cumple su enemistad.

    Palabra de niño hipócrita, de niño serpiente, que se acuesta

    a través de la tarde sin la leche materna.

    La noche funde el calor sobre tu cuerpo,

    en ese momento tu miserable aspecto, exhorta el triunfo

    visceral

    de la nada en su aposento, ya te lo dijeron, qué

    futuro; mas ibas, por aquel entonces, y emulabas rosas sangrantes.



    II-.



    Empalizadas rotas por el murmullo de la tarde

    contrarias costas debilitadas a su sumo sacerdote

    reinas de un día acostándose en su matriarcal cenote

    habitaban un mundo irreal de día de noche

    contenedoras de un depósito cósmico vital

    sueñan todavía los hijos del solsticio, primavera

    puesta en pie por ladrillos y usureros,

    mas te gusta la caricia intermitente de la nada,

    su fusil ametrallando puertas evanescentes,

    la consagración rebelde de una extinción invalidada,

    el sueño que acometen en detrimento cobardes y furcias

    de soslayo,

    la persiana bajada y el control automático de las emociones,

    ese fingimiento y ficción de los números cuando se saltan

    los muros de las bibliotecas, asaltando el cielo, con prevención

    incurable.

    Vuelve a tu puto reino, de escobas y ardientes tizones,

    rey de simétrica inseguridad, cómo duermen tus dientes

    de tiburón o rosácea carne entre ellos.

    Comandas el hálito calcáreo de la saliva impertinente

    accediendo del dolor su pestilente caos rojizo

    y esas marismas de absorción lenta y patética,

    donde se depositan los vellos púbicos de una marea

    indigente: mira, tu alma acariciada por susurros y no

    por palabras insaciables, actos tras la avenida.

    Cristo tiene discípulos, rojos membretes, apneas

    y un millón de juguetes para niños hipócritas

    que apenas saben mentir de verdad. Tu rosa saciada

    castiga los dientes en su territorio invernal, la lasciva

    carta emitida por los octogenarios apenas si recibió

    respuesta o contestación, el colmo de lo expresado por

    hilos de tiniebla. De las noches y playas, de lo lógico

    e inexacto, de lo tembloroso como confitura, y el sexo

    orinando sobre longevos sillones de cuero embrutecido.

    No alcanzan tus monedas, oh Judas tadeo, para admitir

    el saldo beneficioso, la contrariedad de tu talento ignorante

    de recibos y fraudes; es entonces que el dolor tiene nombre

    nombre de lagarto tullido omitiendo el suplicio del sol cenital,

    y en los labios, en las avenidas, todavía se calientan

    las bujías impenetrables.

    ©
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  • BEN.
    Los sueños mustios de las vacas

    jalonan la biografía de tanto reciente

    cadáver, la mordedura de la conciencia

    duerme intranquila en su sexo de orquídea

    premonitoria.

    Difieren de sus estatus de oligarcas

    las flores que aumentaron su tamaño de excremento

    tras vagabundear por los bordes sin límite

    de un universo sin estrellas conjuntivas.

    Muero por un cáncer linfático la piedra rota

    del calvario insomne o soñoliento, donde el frío

    penetra las rocas con sonidos de agua en su interior.

    En sus esferas interminables, las tardías olas

    rompen contra el muro de los órganos, matizados

    por combates de un cuerpo que expropió su lucha.

    La piedra inerte, la clemátide insolente, el luchador

    cuerpo a cuerpo que inventa su erosión de flores leonadas

    y cabelleras cortantes.





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  • BEN.
    Hay un movimiento imperceptible,

    entre hojarascas y nubess, entre líquenes

    y silencios, entre líneas despojadas

    de dientes y encías. Una voz alzada

    entorno a los pozos subterráneos.

    Un puño que yergue su solitario destino

    entre metálicas alambradas y sucintas

    emanaciones de gas azul. Pueden

    quebrar los hilos del silencio: esa multitud

    de frágiles pozos subterráneos, donde

    circula sola, la voz. Hay un entintado

    de sangre, una frecuencia de sonidos

    desgastados, una inmensidad de impías

    ocasiones derrochadas, entre esta multitud

    de convalecencias: alas destronadas, instauraciones

    de ídolos y señales, y un apetito de olas

    que forman los arenales perdidos.



    ©
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  • BEN.
    Mientras, es poderoso el fósil que acuno en mi recipiente de plástico. Reclino mi ortografía en tu ignorancia, pequeño animal de sonrisa radiante. De huellas y golpes de rocas siempre vivas, que auguraban un futuro mayor que aquel antiguo incidente de momias. Y voy, viendo, viéndote. Te veo cuando recuestas tu mirada en el foso esencial del calor, ese espíritu que todavía te mantiene erguido y sin metralla; reclino mi ignorancia en tus errores sintácticos, estremecido cual hoja de sombra llana. En los lagos de los ojos, imbuido de ciertas caricias, mendicidades o imágenes arcaicas, mi carne vacila y ofrece su espectáculo de luces y calcinaciones fétidas, de aire cálido. Siempre circulante de vías estrechas, quemando, la piel que contiene mi cerebro, el aliento que magnifica la cruz de los delantales opuestos a nuestras energías sintomáticas. Como veo el fondo de tus ojos pálidos; en las cenizas de un cigarro recientemente oscurecido, o en las palmas de las manos que ametrallaron los vehículos espaciales. Tú no verás la luna., ni con ella, los planetas, los astros, o a los atroces mendicantes que piden y exigen a las puertas de los templos. No verás la ciencia entorpecerse y enlodarse de tributos, encadenarse de misterios insípidos y moribundos, en angelical anuencia con los monarcas del siglo.



    Veo también a mi carne tropezar, consigo misma tropezarse, inútilmente, casi invisiblemente, desligarse de las leyes corporales, ser toda eremita, apiadarse de cada hijo infecto que cruza las calles con ambiciones de poeta, pidiendo limosna. Veo mi carne fétida colocarse en posición de vestido, de atuendo desolador, de castigo y pijama, de sombría erudición sin planteamiento. Y es hermoso golpear las ramas que descienden de los árboles bajos. Veo mi cuerpo desnudarse, volver a vestirse, causarse en la piel del aire, tomar placebos, sanarse con pastillas y con terapias. Repentinamente, retorno a los rocíos duros de entonces, dentro de los romeros y las manzanillas, aquellas flores antiguas de luz impresionante, de las poleas y de los terrores, abrumándonos de sonidos y de serrines variopintos. Esto es lo que tengo. Recuerdos y más recuerdos, horrores de la galaxia. Siempre me pregunto, qué hice yo para hacer esto.





    ©
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  • BEN.
    Necesito respirar
    un trago de mala cerveza
    dispensada en cualquier bar,
    tirada con mala prensa
    por alguna camarera
    de un pub de carretera.
    Y que esas luces envolventes
    me suenen liberadoras.
    Necesito respirar
    y alzar las torres caídas,
    que, donde supo a gloria
    la vida, se mantenga cuerda,
    todavía.
  • BEN.
    Trigos y manteles descompuestos

    y azucenas variadas y exámenes anatómicos

    brillantes, reinados de católicos monarcas,

    sucesivos estratos de pazguatas indolencias.

    Oh, lóbrego lobo, cómo destilas la vida

    entre mis medias de azul acetileno! Oh,

    cómo desbocas el perfume de tus harapientos

    sedimentos! Pensabas en un lugar predilecto;

    en una mayoría huracanada, los vientos glaciares,

    el ocaso de una nación malograda. Tu fracaso

    te enorgullece, ciego de piedras, monedas de papel

    en el cenicero escondido. Y esa matanza

    de los relámpagos reducidos a escombros, a marmitas

    indolentes, a sacos vestidos de bruma ineficaz.

    Disfraces, máscaras, apoyos de un subterfugio

    que dura demasiado, que enmascara escasamente.

    Y luces y albornoces de claridad esencial, y duchas

    correderas de puertas estridentes, y materiales indigeribles

    decomisados a los polis. Son marcas, extravíos,

    sustentos apenas de un neumático aproximado y voraz-.



    ©
  • BEN.
    De tu pecho lactante

    de tu gloria infamante

    de la razón inexacta

    que promueven tus labios

    de la tierra, equidistantes.

    De tu sueño incesante,

    necesario cordón umbilical,

    promesa tierna de la uva

    pisada y coloquial.

    De tu ausencia sonora

    a la tragedia de tu vida,

    donde se aproximan

    como cálidos panes,

    tus besos de mediodía.

    Esqueleto, firme, de tantos

    hijos entrañables-.



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  • BEN.
    Del vientre de la ballena

    Job solitario, Job hundido,

    los lazos permanecen cerrados

    desechos los antiguos ritos

    calmas, las algas irrisorias.

    En el vientre de la ballena, sus eternidades apenas

    mienten, mienten con la lengua llena de fósforo o yedra,

    con las ladillas propias y ajenas

    de tanto vástago misterioso.

    Flotan en su mundo multicolor

    clamores de óxido nitroso, de hidrógeno

    volcánico, donde apenas

    llagan los atributos de dios en su archipiélago

    hediondo.

    Allá diezman vectores insolubles,

    sangres de estirpes lejanas y mediocres,

    llaman sus realidades de neutra insatisfacción-

    su despreciable confort, y su leñera aventajada-

    nos quiebran las rótulas con canales y cucharas.

    Y son negros los ánades de la desdicha-.



    ©
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  • BEN.
    Derriba los órganos

    son atropellos instintivos,

    las velocidades muertas

    anteriores a obesidades,

    las neutralizadas mezclas

    de avaricia sostenida, donde,

    luego, se mezclan las fragancias

    y las galaxias concurridas.

    Desafina el gallo. Come

    de sus praderas, destila

    los órganos, sumerge los

    dadivosos muertos con sus manos

    dulcemente amarillas. La tenue

    hojarasca, que posa su vientre,

    cerca de las nubes, cerca del subsuelo,

    llevará su nombre entre flores,

    como si quisieran derribar sus apellidos.

    Conseguirán lagos de azul tiniebla,

    nebulosas de órganos sostenidos,

    cuando la avaricia acabe y el mundo sea

    un feo diapasón olvidado en tu chaqueta.

    Cantas como si tuvieras el ojo lleno de legañas,

    es tiempo de ordeñar la vaca, sacrificar los órganos

    restantes que acarician las navajas de doble filo

    y los niños que amansan sus piedras tenues

    mientras al lado del agua se besan las arañas.

    No tienes tiempo, desanda lo caminado,

    busca el interior de las rosas, aplastadas

    lejos del olivo, murmura cada vez, más

    acabado.

    Conquistarán las nubes azules llenas de hidrógeno,

    los elementales campos de magnesio, las verdades

    sin corazón del llano compungido, y fabricarán

    entorno verdades de corazón, el llano siempre

    tiene sus esqueletos.
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  • BEN.
    Odio al venerable anciano

    de tan vetusta longevidad

    hastiado del vértigo celebrado,

    antes, cansado de la vulgaridad.

    Desprecio al decrépito juez,

    con lentitud de algoritmo ilógico,

    hasta quebrar las rodillas atónitas,

    dispuestas a rebelarse contra la humedad.

    Es aquí el silencio, la marmita oriunda,

    donde se proyectan las sombras del agua

    ante del fin de los pálidos planetas.

    Es aquí lo elemental, el frío de las raíces,

    la dentadura bellamente acorralada, el cáliz

    contradictorio de ausentes testimonios.



    ©
  • BEN.
    Te preguntarán, los de siempre,

    dónde vas, a dónde diriges

    tus pasos, te preguntarán los de abajo,

    sin voz, apenas hombres rígidos

    cuya sabiduría se muestra sólo ante la luna,

    dónde irás, con quién te juntarás,

    a quiénes asombrará tu falta de juicio.

    A ti, que muestras tu boca desdentada,

    tu saliva profética, tu espumarajo sin sal.

    A ti, cuya sombra es tan endeble, cuyo

    nudo de árboles medita bajo el dosel de sus ramas.

    En cuya debilidad Dios puso su fe y su triste

    esperanza aunadas. En quien Dios puso

    erguida la sombra de su esperanza, en cuyo

    advenimiento, sombras de tumba, bocas de lápida,

    todavía preguntan e inquieren.

    Te preguntan ya, los incinerados, los muertos

    boca abajo, las salivas de los odios apenas

    atestiguados, dónde, o cómo, o quién,

    o porqué, el caminar lento de tus pasos.

    Tú sobrevienes, dejas caer la capa de olvido,

    con sumo tesón de analfabeto en sus cuarteles,

    donde olvidas la mayoría de tus palabras,

    donde trituras los conceptos y las viejas glorias

    de tu vida.

    Donde se apaciguan los labios y juntan herméticamente

    los placeres castigados, las asesinas del vértigo,

    los aullidos de unas cárceles bien pobladas.

    Te inquieren, vociferan, protestan, honda

    y largamente, con su crujido hermafrodita

    los cansancios del vértigo, las protuberancias

    del norte, los que buscan lugares de recreo y de ocio.

    A ti, tan cansado como ellos, con lupanares

    y desiertos y ojos tristes en mitad de la frente;

    a ti, tan cansado y obvio como la mitad de ellos.

    Cuya sombra repite su igual contraparte.

    Cuyo sigilo de nube pudre los estandartes dorados.

    Cuyo laconismo medita bajo los árboles enramados.

    Cuya vivencia podría despoblar un camión de hombres,

    entero.

    Cuya experiencia sobrevuela los estanques con presidio

    de agua y de infamia.

    Cuya volubilidad es el agente del mal, enmascarado.

    Cuya agonía deja abiertas las venas para un mapa

    mal disparado, cuya ceja entreabre los pétalos de una flor

    asesinada, cuyo eje frontal lapida los enseres inmolados,

    cuyo vértigo renueva las cadencias del siglo,

    cuyo triste pie ha desguazado las leyendas sin origen

    los dardos sin pestilencia, las avenidas del espanto.

    Te preguntarán, cómo o por qué vienes, ahora,

    tras largos años abatido, en tu trono de hojas putrefactas,

    con helechos mojados de agua, con troncos partidos

    y con rostros partidos, con monedas en los labios.

    Dejarás un rostro, una moneda, unos labios

    en su aposento dorado, la larga crucifixión

    de un diente que torna amarillo los árboles caducos.

    Y tú medirás con insistencia la larga ornamentación

    de los árboles, los largos dientes del pozo, las hojas

    y las acequias despobladas de parásitos.

    Pero no estarás triste, será tu venida

    la larga avenida en contraste, el parte de un rey

    que organiza sus batallas, sus combates

    retenido en la amanecida.

    Vendrás con osamentas partidas

    con pulmones partidos y órganos ratificados

    con obsidianas y flores y pétalos secos

    y pistilos y estambres de otras estaciones.

    A ti cuya experiencia es el mundo en su conjunto.



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  • BEN.
    Dice la luna

    canta el pájaro en su bruma,

    inquieto perturbado o ebrio

    de fama celebridad o desacierto;

    familias completas te veneran

    oh, pájaro de las indecisiones,

    tu terrible pronóstico alberga

    mi venganza con su patético anillo

    tirado al fondo de un pozo de agua

    amarilla. La incertidumbre

    maneja sus depósitos de angustia

    lejos de los manantiales de recreo

    de mi infancia. Oh, eternidad, tan

    distante, ¿cuánto cuesta meterse

    en tus telas de doncella?

    ©
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  • BEN.
    Desnudo los ecos de tu voz.

    Frágil amazona despierta lejos

    de las áreas de los instintos dormidos.

    Despojo los ecos de la luz.

    Lejos, en cartesianas amistades,

    en ambientes distinguidos, cerrados

    sobre materias viles de cuerpos

    acariciados y apergaminados.

    Lejos, como la tremenda voz

    del agua sobre los delgados tejados

    sin eco. Lejos, como la materia

    insistente de la luz. De esta frágil

    luz de estrella que firman mis versos,

    esta noche, apaciguado, como siempre.







    II-.







    Llevo el cuerpo con orificios.

    El sacrificio oriundo de las serpientes

    válidas para el goce o el apasionamiento

    nocturno. Llevo los ecos de la voz,

    gastados, entarimados, prometidos,

    sobre las gárgolas adormecidas

    de los pétreos golpes de luz del agua.

    Llevo el cuerpo en sacrificio, más

    allá de las estrellas, más acá de los

    rincones. Escucho tu voz. En los hospitales,

    en las memorias disuasorias

    de los elementos constitutivos de la arena.

    Llevo el cuerpo lleno de martirios.

    Y tu voz se me revela como una porción

    mínima de sol y de agua, de luz y de arenisca

    cálida.





    III-.





    Entonces, los ritmos se acompasaron,

    fluyeron los sueños atroces, las despedidas

    los adioses; se otorgaron miles de fibras

    conquistadas a los dioses, tabernas frecuentaron

    tu espacio de leyenda. Las cartas,

    empapadas de arena, de agua y sol,

    de sólidas materias de cuerpos vírgenes.

    Es entonces, mientras los papagayos

    enuncian sus cometidos bárbaros, cuando

    los latidos buscan sus asperezas por los líquenes

    apaciguados, en tanto los libros se cuelgan

    de los árboles nocturnos. Las ramas bostezan,

    los cables se extasían, y en mayúsculas,

    el hombro llora su protección indefensa.

    Cuando las miradas se buscan, y encuentran

    su propio sólido desecho, es cuando

    los aspersores hallan líquido el cuerpo

    devastado por los goces. Y es entonces,

    en las multitudes apasionadas, en los latidos

    enajenados por las bestias conyugales,

    se miran, y se encuentran

    las carreteras aturdidas de oscuros vencejos.





    IIII-.





    Los latidos siempre me encuentran,

    y hallan su ínfimo cometido, lejos

    de sangres obstruidas, de remansos

    de piel suave y añadida. Siempre

    me encuentro en esta encrucijada,

    voces, ecos calcinados, suspendidas

    materias vírgenes, lociones capilares,

    y ese torpe ensueño de las matemáticas

    y de los vagones de tren vacíos.

    Hallo el margen de silencio propiciatorio,

    la incandescente llama de azules pilas,

    las lámparas ardiendo de insectos o de

    contenidos deseos confusos. Hallo

    la glacial mirada del profesor, su sutil

    amaneramiento, la letanía suicida

    de sus lentes inclinadas.



    ©
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