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Viendo entradas en la categoría: Poesía de origen oracular-.
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Yo diré en voz alta
aquello que me persigue
y apenas deja tregua mientras,
su llama infernal, conquista
cada gota impura de mi oasis.
Es este original baile de disfraces
continuo
el que arremete contra mí y mi pecho
otrora
indiferente. Son los puentes
destinados al comienzo de la vida,
los que peligran, los que están en juego.
Son los sagrados hilos de los que pende
la vida
los que aparentan ruina.
Diré de la vida y su apariencia siniestra.
Diré de la voz que surge de mi propia voz, enamorada,
celestina.
Matrimonio más alto no se ha visto sobre la tierra.
Almohada contra almohada desalojo con desalojo.
Y llanto tras llanto, rodar de dientes en eterna disputa.
Oh consuélame, buen hombre, dígnate a mostrar
tu figura errante y errática por las noches oscuras y dinámicas.
Yo diré que sangre me insta a palidecer ante los colores.
Hermosos ángeles tropezadores que veis mis pies desde los llanos.
Contratadores de manos de cal y viento.
Rosales ardiendo en mitad del desierto, incombustibles.
Este sereno arder de las lecciones de la violencia.
Esta cosecha inmemorial de los cereales vomitivos.
Yo diré por qué mi pecho arde y se lastima
como un enebro solitario que buscara compañía.
Yo diré por qué arde mi voz en clara contradicción.
Y los vientos conquistados, y las secretas calmas
de la noche embrujada.
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Tributo con mis pies despojados
de herramientas y tristes utensilios
las maderas obsequiosas donde
trituré mi adolescencia y mi infancia.
Son sacrilegios que me permito:
sangres indolentes de vidas pretéritas,
consecuencias insomnes de rostros ausentes.
Mi vida resplandece casi tristemente:
fuera del exterior de un cuerpo iluminado,
en la verticalidad del día inmenso e infinito.
Los verbos delicados imaginan sus preferentes
ideas, y lastimeramente, exigen sus perfecciones
al dios de la saliva. Infantes de muslos delicados,
guadañas de fiereza dormida, ausentes, tus ídolos
de inventiva desgraciada. Duermes con la ropa
encima, los lazos nocturnos escancian su pelo,
sobre largas cabelleras de vino. En la partida del mundo
tu cuerpo busca su esencia-.
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Pulo como en un laúd
los resortes internos de
mis armas poéticas. Son
breves insinuaciones de agua,
suspendida a kilómetros
sobre la tierra herida y vieja.
Soy derrumbe sobre el cielo.
Pinto las acuarelas magnéticas
y derribo los altos entresuelos
matemáticos. Finjo estar ausente,
como un esqueleto, en las escuelas
divinas y obsoletas. Mi espíritu
suelta una procesión lenta de blasfemias
hasta saciarse. Luego, acoge en su seno
las benditas obsesiones de la tierra.
Dedos proféticos, malformaciones exiliadas,
canciones agoreras, límpidas nebulosas
del cielo radiante.
©A Zapala le gusta esto. -
Es febril en su anarquía.
Tristes, los gatos meriendan valentía.
La agonía pretendida salió de sus zarpas
como un dolmen o una odalisca.
Tristes, los ánades fabrican melancolía.
A altas horas de la madrugada, un cansancio
de ideas visita los hornos preferidos de las panaderías.
Tristes, los gatos emulan su cuello impávido, de cisne.
Las merendolas, los altos chopos altivos, de la ribera
y de los ríos que flotan, con sus aguas protegidas.
Tristes, los gatos lloran su próspera mancebía.
Las algarabías y los pescuezos rumiantes
celebran su aproximación a la inmortalidad.
Un cesto de insectos produce la eternidad de una mosca.
El sensato oligarca transmuta los peces en ríos fluviales.
Bajo palio se esconden los rosáceos animales vertebrados.
Tristes, los gallos aúllan tras el graznido del último lagarto.
Las consejeras del alba, apoyan los latidos con grandes alharacas.
Laúdes herméticos forman arrecifes de recuerdos y memorias.
Lúgubres matemáticos asesinan la última posibilidad de los idiomas.
Ahora, los poetas comen del imperio, hay un paseo por las rondas
con macetas de cansancio.
Antes, había muros con polvo blancuzco orinado con leche de galaxias.
Tristes mármoles inundan los armarios con sus muslos y esqueletos de sangre.
Dormitan a la orilla, patos grávidos de atmósferas ideales.
Tristes, las aves mueren para que sus madres les den trocitos de cuarzo y ron.
(Algunos cadáveres murmuran muerte para los urogallos.
La saliva que gastan en meditar junto a la eterna calavera,
les da para dar limosna o propina.
Alguien tan esbelta como usted, no debería pisar
una sola hoja de hierba.
Las tráqueas están para ser solicitadas por correo)
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Hay un lamento soterrado
una cicatriz impuesta por ídolos nocivos,
una vieja cartografía de nubes cuyo color
se condensa, en estaciones de vapor, con
líneas ferrocarriles estridentes y sumisas.
Hay algún cuerpo exhausto
un perfil de luna inexacta,
un carbón incendiado que irradia el cielo,
minerales de cartón piedra, que evocan
una estampida de niños en su mayoría de edad reciente.
Y un obsoleto cincel esperando el desgaste
de los días. Un cinematógrafo compulsivo
mostrando internas imágenes exteriores,
unas trenzas dispersas sobre montones de heno,
sobre montículos de arena empapada.
La escultura insólita del aire con la avena,
de la chica que llora su tristeza en mitad del desierto, en medio de una báscula abandonada.
Eriales de dominio público, contagios de sangre,
vómitos deseosos de mezclarse, confabulados dones
de aves irredentas que suplen el hastío de sus cuerpos indomables. La yugular seccionada de un toro.
Y hay una vieja tristeza insostenible, donde el luto
de las avenidas silentes, cumple con ulular todavía
adolescente. La materia degradante de un sexo humedecido por el viento húmedo, un saco de almendras.
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