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Viendo entradas en la categoría: RELATOS EN PROSA

  • Eratalia
    Hoy es Miércoles Santo. Esta noche sale a recorrer las calles de la ciudad la procesión de los "coloraos", una de las más antiguas de la región. La Archicofradía de la Sangre nació ni más ni menos que en 1411. Allá por los albores de la historia, y su procesión sale en tal día como el de hoy, desde 1689.
    Y tras este apunte didáctico histórico, rindámosle homenaje al evento con una pequeña narración (no tan pequeña para el que no tenga ganas de leer) que he publicado en el apartado de ficción, fantástico y terrorífico, porque tiene algo de las tres cosas.
    O sea, que si alguno de los que aquí vinieren se hubiere pasado por allá, cosa bastante improbable, que no se la lea otra vez, porque es la misma. O que se la lea otra vez si le apetece, a ver quién soy yo, aparte de la autora, para decirle a la gente lo que tiene o no tiene que leer.
    Y si ya la hubiese comentado y me hubiese dicho que le gusta, pues por mí me lo puede decir otra vez, que la vanidad humana no conoce límites.

    Aquí va la historia.




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    La procesión avanzaba solemnemente por el centro de la ciudad, iluminada tan sólo por los cirios que portaban los penitentes y los candelabros que adornaban los tronos. Todas las miradas se centraban en el nuevo manto de la Virgen Dolorosa, obra de las más insignes bordadoras de la región, en cuyo centro sobresalía, matizado y a realce, un hermoso y esplendente tucán cuyo plumaje, en negro, anaranjado y escarlata destacaba enormemente del entramado de hilos de oro que formaban su base.
    La comitiva la cerraba el Cristo del Perdón, de la Cofradía del mismo nombre y, tras él, cuatro nazarenos redoblaban sus tambores entelados, cuyos sonidos monocordes y letárgicos rasgaban el aire de la noche primaveral, impregnándolo de tristeza.
    Una multitud abigarrada asistía al desfile que, al girar por la emblemática calle de la Frenería, en el mismo corazón del casco antiguo, necesitaba aplastarse contra las paredes de los edificios, dado lo angosto del pasaje. Al desembocar en la placeta, no sin dificultad, los costaleros, casi al unísono, emitieron un suspiro de alivio…
    En un balcón, una mujer menuda y enjuta, envuelta en negra mantilla rompió a cantar una sentida saeta. La algarabía cesó, el paso se detuvo y en un instante la mayoría de rostros expresaban la emoción del momento, serios, concentrados en la escucha… El silencio resultaba sobrecogedor.
    De pronto, un relámpago abrió el cielo. Todo el mundo volvió sus ojos hacia lo alto, sorprendidos, como si una llamada de atención les acabase de iluminar. De algún lugar partieron los comentarios sobre aquel juego de luces puesto en marcha, sin duda, desde alguna azotea, para dar vistosidad al cortejo… los murmullos, maravillados ante la magnificencia de tal evento, no cesaban de preguntarse de dónde exactamente habían partido los resplandores que estaban convirtiendo en claro amanecer aquella noche de pasión.
    El malentendido se deshizo por sí sólo cuando, instantes después, un sinfín de rayos, como enormes culebras de luz, empezaron a romper el firmamento, cruzándolo de lado a lado. No llovía. Sólo el espectáculo escalofriante de una tormenta seca en todo su esplendor acompañado ahora por el retumbar encolerizado de los truenos.
    La saeta murió en la garganta de la mujer, que quedó paralizada por el terror: el trono, ante su balcón, envuelto en llamas, hendido probablemente por uno de los rayos, que nadie sabía si era caído del cielo o había partido de la propia imagen doliente.
    La muchedumbre, expectante, mantenía ahora un silencio sepulcral, mientras algunos se dejaban caer de rodillas, anonadados y confundidos, intentando buscar en su memoria aquellas plegarias olvidadas de la niñez.
    El fuego formaba una enorme pira, pero en medio, la imagen del Cristo, incombustible, permanecía incólume.
    Los rezos empezaron a surgir susurrantes y apenas balbucientes, para transformarse, de modo paulatino, en voces que oraban a pleno pulmón, arrebatadas y poseídas por un entusiasmo tal que parecían rayar el éxtasis.
    Pasados unos minutos, el fuego desapareció, dejando a la vista un trono tan espléndido como lo era antes del suceso: Las flores, reverdecidas, el brillo de los candelabros que lo flanqueaban, deslumbrante.
    El mayordomo de la cofradía, como si acabase de salir de un trance hipnótico, golpeó con fuerza el frontal del paso, y los costaleros, todos a una, se pusieron en marcha con aquel andar acompasado que confería a la imagen su cadencioso caminar…
    Cuando la comitiva desapareció en la lejanía, y el repiqueteo de los tambores era sólo un eco, nadie osaba preguntarse si lo visto había sucedido en realidad o habían sido víctimas de un fenómeno de alucinación colectiva. La plaza se tornó desierta, pero el desasosiego de la duda quedó anidando para siempre bajo aquellos balcones, que se ahora se mostraban ligeramente calcinados.


    ************

    A ti, a Maramin, a Maygemay y a 5 otros les gusta esto.
  • Eratalia

    Ha llegado el estío, el calor, las vacaciones, y el buen tiempo invita más a estar fuera que a sentarse a teclear, pero a lo mejor hay ratos de todo.
    Dejemos un rato de lado la poesía y acudamos a la prosa con un relato que os ofrezco como punto de partida para lo que puede ser una cadena de pequeños relatos que vosotros podéis dejarme aquí y que yo cuidaré como grandes tesoros.
    ¿Tenéis algún recuerdo de infancia que queráis compartir? ¿Un historieta real o inventada? Algo que fue o que podría haber sido así, de ser vosotros otros diferentes a los que sois o vuestra familia otra familia...?
    Mejor dejo de desbarrar y os presento mi primera historia, no la dejéis solita, porfaplís.
    Espero que os guste. O no. Decídmelo sin ambages...



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    Caminaba por la calle tan alegre que sus pequeños pies parecían no tocar el suelo. Ajena a todo e inmersa en la felicidad que rebosaba, el camino a casa le parecía más largo que otros días, tantas eran las ganas que tenía de llegar.
    De vez en cuando bajaba la mirada hacia la bella banda roja que cruzaba su pecho, había conseguido aquel galardón por sus méritos, aplicación y buen comportamiento, y su nombre ahora estaba escrito en el cuadro de honor en el pasillo del colegio, con aquella caligrafía esmerada e impecable que sólo las monjas sabían hacer.
    Giró la última esquina y su pulso se aceleró aún más… al llegar al portal de su casa, una vivienda antigua justo en el centro de la ciudad, se empinó de puntillas como cada día para alcanzar el timbre, y acto seguido comprobó de nuevo que la banda seguía en su sitio, se retocó el lazo que reposaba sobre su cadera izquierda, cuidadosamente, casi acariciándolo, y se dispuso a hacer su entrada majestuosa y triunfante.

    La casa, que estaba compuesta de tres pisos, tenía al entrar un pequeño patio, revestido con alegres azulejos de estilo andaluz, patio que era necesario cruzar a toda prisa si no quería que mamá, que se había asomado para abrir la puerta, la viese desde la galería y pudiese advertir el adorno que ostentaba, lo que hubiese restado efecto a la aparición que pretendía efectuar.
    Corrió pues escaleras arriba, tan alborozada, que casi no podía respirar. Al entrar en la vivienda se dirigió derecha a la cocina, donde su madre, vuelta de espaldas, estaba entregada a sus labores domésticas.

    - ¡Mamá, mírame!

    La madre se volvió parsimoniosa y al ver la banda roja sobre el pecho de su hija, le preguntó extrañada de dónde había sacado aquello que llevaba puesto.

    - ¡Es la banda de honor del colegio, mamá, me la he ganado por haber sido este mes la mejor! ¡Me la ha puesto Sor Paz, la directora!

    Siguió un momento de silencio que le pareció eterno, ansiosa como estaba de recibir felicitaciones y alabanzas.

    - ¿En el colegio te han puesto una banda de honor, por ser la mejor, después de dos años? ¿En todo este tiempo, nunca has sido la mejor? ¡Vergüenza debería darte de no haber traído esta banda cada mes…! ¿Y estás tan orgullosa sólo porque la has conseguido en una ocasión?

    E ignorándola, después de decir esto, se dio la vuelta y siguió ocupada en sus quehaceres.


    La pequeña marchó con paso cansino hasta su cuarto, casi arrastrando los pies. Cerró la puerta, depositó con cuidado su bonita banda roja sobre la cama, la alisó una vez más mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas y, sintiéndose miserable, se acurrucó en un rincón y lloró tristemente el resto de la tarde.
    A ti, a M.B.Ibáñez., a Carlets y a 5 otros les gusta esto.
  • Eratalia
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    Sobre la mesa, las cuartillas inútiles de un blanco lechoso emitían destellos de luz propia. Los lápices de afiladísimas puntas denotaban sus ansias de entregarse a la acción. Una goma inerte yacía junto a ellos; pero todo era quietud dentro de la mente del escritor.
    Las ideas, otrora bullentes en su cabeza, se habían desvanecido como por ensalmo, dando paso a una extraña laxitud, un hueco, un vacío.
    Se esforzaba por pensar, pero era inútil, sólo conseguía percibir ecos de sombras de antiguos pensamientos. Buscaba su proverbial creatividad agazapada en algún oscuro rincón de la oquedad de su cabeza, pero no estaba.
    Simplemente había desaparecido.
    El escritor se quedó ensimismado, los ojos muy abiertos, alerta a cualquier cambio que se produjese en el agujero negro que era ahora su cerebro. Nada.
    Así transcurrieron los minutos, que se trasformaron en horas, y luego en días. Al sol siguió la oscuridad de la noche y de nuevo amaneció. El escritor seguía erguido en su silla, ajeno al paso del tiempo, escudriñando hacia dentro, por si percibía un cambio o un atisbo de pensamiento.
    Las cuartillas languidecían, su delicada celulosa se iba tornando amarillenta y los lápices habían abandonado ya toda esperanza. La goma se deprimía ante su inutilidad manifiesta.
    El escritor, impasible, esperaba que sucediese el milagro, pero el milagro se demoraba. Su rostro se demacraba por momentos, la tez le amarilleaba. Los ojos, ligeramente hundidos, estaban circundados por leves arrugas de color violeta.
    Y pasaron más días.
    De pronto un pequeño chispazo en el iris reveló indicios de actividad neuronal, era un atisbo, una leve esperanza.
    Con esfuerzo y parsimonia alargó una mano entumecida a causa de tan larga inactividad, e intentó asir uno de los lápices. Lo acercó a la cuartilla, casi apoyándose sobre él y comenzó a garabatear con torpes movimientos.

    Capítulo primero:

    Sobre la mesa las cuartillas inútiles de un blanco lechoso emitían destellos de luz propia. Los lápices de afiladísimas puntas denotaban sus ansias de entregarse a la acción...



  • Eratalia

    Elena vestía y desvestía a sus muñecas, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor; inmersa en su mundo imaginario, su atención se veía totalmente acaparada por la difícil tarea de colocar diminutas ropitas sobre los inertes cuerpos de las que ella consideraba sus hijas y sobre las que tantos cuidados vertía con auténtico amor de madre.
    Le gustaba jugar allí en la galería, porque a través de las amplias cristaleras que la circundaban, entraba luz a raudales y a ella le parecía el sitio más alegre de la casa.
    Elena vivía en una gran casa, tan grande como antigua, que aunaba la belleza de sus espacios vetustos con la incomodidad de las austeras casas de antaño; en realidad eran tres pisos unidos por una ondulante escalera de mármol, pero en aquel tiempo sólo el suyo estaba habitado; el de abajo, vacío desde hacía décadas, se usaba como almacén de cajas apiladas y maniquíes en desuso, pertenecientes a una tienda de confección que abría sus puertas en los bajos de edificio, situado en pleno corazón de la ciudad; el de arriba, mitad azotea, mitad buhardilla, era un espacio mágico donde se podían hallar objetos de la más diversa índole.
    Al caer la noche, sin embargo, la galería cambiaba de aspecto… la luna proyectaba haces de luz sobre la prístina blancura de las losas, y en aquel húmedo y caluroso verano del sur, amparadas en la clandestinidad de las sombras, una negras figuras aparecían, deambulando a su antojo, deslizándose junto a la pared en silenciosa comitiva.
    Si la niña, en la mitad de la noche, decidía salir al baño o a la cocina, movida por alguna necesidad perentoria, la mera visión del lúgubre cortejo le hacía volver sobre sus pasos, presa de pánico a cobijarse bajo las sábanas olvidando su sed o cualquier cosa que no fuera ponerse a salvo y lejos del alcance de tan ingratos huéspedes.
    El asco y la angustia que la atenazaban al solo imaginar que una cucaracha podía acercarse a sus pies descalzos eran desorbitados, pero no podía hacer nada por remediarlo, era superior a sus fuerzas, su madre siempre se lo decía:
    - No hacen nada, son inofensivas. No tienes que tenerles miedo.
    -¡Pero son horribles! -protestó la pequeña.
    -¡No seas boba, que esas tonterías te las quito yo!¡Vaya si te las quito!...

    Aquella tarde, mientras jugaba, oyó la voz de su madre que la llamaba:
    - Elenita, ven, mira… tengo una cosa para ti.
    - ¿Para mí? –contestó levantándose aprisa- ¡Mi madre me va a dar un regalo!- pensó alborozada.
    Elena no estaba acostumbrada a excesivos mimos y mucho menos a regalos a destiempo, por eso no salía de su asombro mientras corría al encuentro de su madre, que bajaba de la azotea, trayendo en la mano un extraño paquete, improvisado con un papel marrón arrugado y cerrado, como un cartucho…
    - Toma, ábrelo tú, es para ti – le dijo su madre mientras se lo alargaba con una sonrisa enigmática pintada en el rostro .
    Elena lo cogió con manos trémulas, el envoltorio no parecía pr
    esagiar nada excesivamente atractivo, pero al fin y al cabo era un regalo para ella y estaba feliz.
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    Comenzó a abrirlo con sumo cuidado y al momento algo inesperado asomó entre los pliegues del papel: eran dos largas antenas en movimiento seguidas de un repugnante caparazón negro que se aprestaba a salir buscando la libertad por el pequeño orificio que ella misma había destapado.
    Quedó paralizada por el horror y el asco, mientras el papel caía al suelo y dos gruesas y repulsivas cucarachas salían huyendo a toda velocidad.
    Cuando por fin pudo reaccionar, la pequeña salió despavo
    rida, en medio de un torrente de gritos histéricos y lágrimas desenfrenadas, no sabiendo dónde ocultarse de tantísima angustia…
    Los años pasaron, pero no así la desazón y el espanto de aquel momento, causa de terribles pesadillas de las que despertaba a media noche, una y otra vez, temblando de pánico mientras una legión de horribles insectos trepaban sobre su cuerpo cubriéndola de pies a cabeza…


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