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Yo debí de nacer a mazazos.
Mazazos que van y vienen.
Hombres sepultados bajo
grandes nevadas de pies a cabeza.
Hombres insultados que manejan
su coche y pronuncian improperios
en bandejas de plata y porcelana china.
Debieron de darme con el trallazo
de la culata de una escopeta. Tras, tris, algo así.
Y entonces, nací. Bajo múltiples
silencios, decidí meterme. Y escondí
mi voz de sol al viento. Escuché
demasiadas penumbras, vi demasiadas
lluvias, como para permanecer sin olerlas.
Y prorrumpí en abrazos, aplausos sostenidos,
como banderas o estandartes, sucios y embalados.
Así hablaban mis mayores. Mis amigos también:
recelosos de todo, y enquistados en sus corazones.
La palabra necio no me iba mal. Yo nací
a martillazos, como las viejas brujas horizontales.
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Tras esa apariencia nefasta
cúspide indeterminada de falsos
retrocesos, verías, intercalando
tus célebres dedos, en mi cráneo,
áspero y violento, una centésima
parte del cielo que ocupan mis vestigios
deshonrados. Furia titánica, galope
rendido, extrañeza en los labios sin voz,
eco retorcido, desecho. Una enumeración
de solsticios invernales, una ecuación
de prodigios. Un intervalo de tierras austeras
y definidas por su polvo material y concreto.
Lástima que tras mi cerebro sólo veas
lo que tu propia alma refleja, lector: compañero-.
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Acudo en masa
a los hospitales.
Los hipogeos
no me son ajenos.
Tampoco las tumbas
y lápidas. Las memorias
de las víctimas; los secretos
de los sacerdotes.
Llevo pantalones, atuendos voladores,
sayos, y menstruadas leches
ordeñadas: desayuno con ellos:
los propietarios del comercio.
En este lupanar insensato,
cabe todo: esputos, sangres,
ascos. Y una cantidad insurgente
de orinas, placentas, y fetos.
Todo se produce en esta ribera
mágica, donde habitamos
los indolentes pacientes, y los
tentáculos que aseguramos
las redes sociales. Minamos
desde dentro, el buen oficio
del político; ese que dicta
lo que habrá de ser el futuro
con una sonrisa monocorde.
Sin contar con el presente,
descontando el pasado.
©A Alecctriplem le gusta esto. -
Qué infames tus palabras,
y qué escasas tus ambiciones,
esto lo sé. Hija y heredera,
de un cierto imperio acosado
desde las ramas: cómo advertías
en mí, celo y pasión de enamorado.
Qué asequibles y perdidas
las palabras de tu mirada.
Yo apenas asciendo por los labios,
sin ellas, sin las desastrosas,
consternadas palabras.
Fui sólo el armazón de tus esqueletos.
No había en ti, sino arañazo tierno o palazo
de tierra, sin humedad ni tristeza.
Y tus lágrimas, qué bien
se mantenían en tus mejillas, tan falsas.
Tan fraudulentas como cada una de tus palabras.
Fui sólo, el cuerpo de tu alma.
Habito el tiempo, como quien habitara
el clima, con labios de muchedumbre,
sin sonoridad de guitarra.
Ya rotos los espacios,
los huesos sonoros,
los espartanos huesos
tienden a descifrar
el pasado del tiempo.
En tu cuerpo, hallé
momentánea felicidad,
que inundaba mi alma,
tanto sol eras. Rotas
las vértebras, los tendones,
queda pues, ignorar sólo el alma.
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De pequeño ya apuntaba maneras.
Fiscalizaba tanto actitudes como aptitudes,
envidiando torpemente a los que en ello
se pulían y destacaban.
Falsos modales de campesino, manos curtidas
en los más elementales y sucios juegos.
Mirada vidriosa, de observar lento;
de caminar pausado, exiguo, austero.
Su pedantería obvia, su sentido común,
repulsivo; su sensatez, estrecha y desapacible.
Elegía invariablemente lugares comunes,
dinteles que ofrecían una repugnante muestra
de la calidad de su pensamiento.
Escoba de ciertos temperamentos disolutos,
que en poco o en nada se le asemejaban,
ninguna duda ni cavilación extrema perturbaron
jamás sus días.
Fue fraudulento hasta en la profesión elegida:
falto de coraje, de tesón y de disciplina,
pronto sintió la llamada a filas
de la benemérita. Poco más puedo añadir,
sólo que, a Dios gracias, ya no le veo:
ni me estimó en lo que era, ni yo
devalúe un ápice su fútil discurso. Más, no
nos podemos pedir.
©