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Yo, la delincuente (Obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Alicia12, 1 de Septiembre de 2023. Respuestas: 74 | Visitas: 2613

  1. Alicia12

    Alicia12 Poeta fiel al portal

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    Yo, la delincuente





    En la primera recogida de cañas, las caras se olían de lejos. Cuanto antes se hace antes se acaba, ¿no? ¿No trabajábamos por un salario? ¿No teníamos un horario común? Lo único que nos restaba méritos era el uniforme. Pero el concepto de echarnos una mano ya daba mal olor. Ahora, en la semana de camiones, cada vez que se unían a nosotros por la acumulación de poda, el segundo grupo se asentaban en que nos venían a ayudar. ¿De quién fue la gran idea? La rivalidad entre los dos equipos era más que palpable. Ir al lugar de recogidas para trabajar conjuntamente era como si nos hicieran un favor. De qué. ¿Por dónde? Como si yo, por sus faltas de asistencias, no hubiese trabajado con ellos. Que si estuvieran solos metían las cañas de una en una en el camión. Alargando la jornada toda la semana.

    En la incómoda recogida de las cañas, los expertos de boquilla ponían su empeño en cómo se debía de hacer. Entre las discordias del momento las verborreas estaban de más. Les costaba arrancar, claro. En los inconvenientes de la labor, mientras hacía equilibrios por no caer me agachaba e iba retirando algunas cañas que caían a nuestros pies, las que se iban de los brazos antes de entrar en la caja del camión. Que en sus tubulares formas me hacían resbalar. Pero Valentín se quejó de mí, que no a mí. Diciendo al resto de la cuadrilla que yo no tenía por qué recoger las cañas del suelo, que debía dejarlas para el final. Hecho que hacía por necesidad, no por otro motivo, por el peligro que veía si se acumulaban en demasía. Pero Narco, que estaba en la caja del camión, secundó a Valentín, acusándome de estar siempre en medio. Como el jueves, me afirmé. Muy original por su parte. Sumándose Ángel al jolgorio. Lloviéndome a tres bandas las críticas. Y alguna que otra voz más; reiteraciones propias del capataz. Sin cambiar lo más mínimo las frases que me dedicaba. Parafraseando sus burlas. Vamos, solo les faltó levantar sus manos en posición de juramento: Palabra de Malababa.

    ¡Cansinos!, los espeté. Y continué, ahora resulta que me pueden hacerme daño, Ya me cuido muy mucho de que eso no suceda. ¿No está a la vista? Sin contenerme. Porque después de ir en mi contra, Valentín intentó dulcificarlo indicando que era por mi bien. Que me podrían herir. Que aún escuche entre en sus burlas con el consabido interrogante: ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¡La mugre!, respondí en alto; sin que me preguntasen, claro. A fin de cuentas, como si no nos lo dijera el propio abecedario, ¿No está la eme antes que narices? Debe ser así, ya que cuando nos interesa somos todos del mismo saco. Que lo somos. ¿La locura individual nos define? ¿La que nos motiva? ¿Nos hacemos a nosotros mismos?

    Al día siguiente, en el punto de encuentro Valentín intenta volver a lo mismo. Gusto que no le iba dar, por supuesto. Aunque no sea de mucho cumplir en cuestiones del lenguaje. La verdad, no sé por qué me extrañaba oír que compraban y vendían en chatarras. Será que los descuidos se prestan por sí solos o están para hacerse cumplir. Y es que no hay hechos sin que un capellán esté para verlos. —¿No es así?—. Eran capaces de hipotecarse por el hecho de salirse con la suya, ¿con la razón por delante? Con los días me enteré de que Valentín buscaba dañarse, es decir, accidentarse con las cañas. Vamos, que fui el obstáculo de quedar ileso. ¿Por que no lo dijo? Por cobarde. Con lo fácil que hubiera sido dañarse. Como que Valentín, Tuco y Narco, los tres hombres del segundo grupo, buscaban provocarse un accidente laboral. Como para no dormir.



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    #31
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  2. Alicia12

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    Yo, la delincuente




    En el par de semanas alternas que lidiamos con el bendito solar no faltó que Narco, como buen profesional, me cobrara la laboriosa tarde en la zanja. Al norte de la ciudad. Estaría bueno. Junto a Ángel, era el otro latin lover de la cuadrilla. Oficial. No en vano dejó caer que se había beneficiado a dos mil y pico mujeres. Admitiendo que tal hazaña no fue en su cama, por carecer de ella, ¿cómo de pico? Chiquito ejemplar. O menuda pieza, ¿cómo llamaban antes a los pañitos menstruales?

    Ambos ostentaban con matrícula el título de piropeantes. Además, por elección propia, Ángel y Narco eran los amos de las carrocerías. De las cajas de los camiones. En el solar no fueron menos. Turnándose entre ellos los de recogidas en el solar. Por necesidad de obra, camiones de mayor envergadura. De la misma manera más altos a la hora de depositar, de hacer llegar todo tipo de residuos o cargar restos en cubos hasta lo alto. Cubos que yo no entregaba en mano, al igual que con Ángel, los depositaba en la base de los camiones. Tarde en la que Narco, tras vaciar el cubo en el fondo del camión, sin molestarse en entregarlo a la parte delantera de la caja, lo arrojó directamente a la carretera. Calle que manteníamos cerrada al tráfico. Hecho que me hizo mover negativamente la cabeza e ir en busca del cubo al centro de la calle. Mientras me alejaba, escuché al capataz; no hombre, así no, déjele el cubo donde ella lo ha colocado, donde pueda volver a cogerlo. De risa.

    No estaba para más, desde luego. Al menos en palabras, le salvó la indisposición en la que me encontraba. Tarde en la que me cuidaba con más esmero. Dado que las intermitentes lluvias me tenía los pies empapados, temía quedar descalza en cualquier instante. No sabían lo que me esforzaba por no quedar desnuda por los pies. A punto de que reventaran las suelas de las botas. ¿Para qué más? En otro momento quizá la cosa hubiera sido diferente —¿tú qué dices?—. Lo que me pasaba era todo un reto. ¿Más de lo que me embargaba? Pobre, pensé. ¿Qué podía esperar de aquello?

    Aunque como cosacas, las botas aguantaron lo suficiente el áspero suelo del solar y las lluvias. Eso sí, esa noche acabaron como jareas en el momento de entrar en casa. Botas que me había ofrecido el chófer con el que trabajamos en los inicios del contrato. Al cual destinaron a ejercer de capataz de barrenderos en un barrio. Quien al verme padecer por los pies me trajo unas de su mujer. Usadas unos años atrás. Sin dejar de señalar que tenían fecha de caducidad, desconocer el aguante de las mismas. Que me remediara, recomendándome que solicitara unas especiales. ¿Acaso importaba? Botas que me quedaron estupendas y que agradecí enorme. Salvando los pies por esos días. Aunque sin solicitar otras, hice el intento de comprarlas, de hacerme con unas botas por mi cuenta. De preguntar por los comercios especializados, antes o a la salida de las jornadas laborales. Pero sin éxito.

    Forma en la que volví a las botas reglamentarias. A las que me entregaron con el uniforme en un principio. Vez que no pasaron más de tres jornadas en adaptarse a mis pies. Perfectas. Si me preguntaran si lo calzado, aparte de guardar relación con lo que hacemos, tiene algún efecto más en nosotros, sin dudarlo contestaría que sí. O quizá por la falta de carácter, a veces, inconscientemente, me parecía que me proporcionaban, no sé si valor, pero me hacían ver cosillas que desconocía de mí.



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  3. Alicia12

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    Yo, la delincuente




    De vuelta a la faena de campo, de nuevo la inseguridad del transporte. Y aunque el equipo del licenciado dio por concluida la limpieza del solar, aún teníamos que acondicionar los alrededores de la urbanización.

    El capataz nos había comunicado el viernes anterior que, el lunes próximo, Berta llevaría a sus compañeros en coche. Semana en la que el chófer de la camioneta solo se haría cargo del personal de su grupo. Lo único que pudo conseguir del encargado, decía cargante. ¿Para qué estaban las ordenanzas? Que incluso el otro capataz, el licenciado, lo hacía de esa manera, pues tenían un compañero con furgón. Esto último sabido por todos. Y lo de Berta también yo. A quien le pedí que no lo hiciera, que no empleara su vehículo para el transporte del personal. Que nos podría perjudicar o por lo que les pudiera pasar en la carretera. Hasta que no escuché al capataz no supe que Berta accedió a su petición.

    El lunes siguiente, el capataz también subió con el segundo grupo. En el furgón de Berta. En el interior de la lujosa zona residencial, igualmente podábamos, quitábamos la hierba de las aceras, más los barridos y recogidas. Ahora, la prioridad del capataz era la cantidad de calles acondicionadas al término de cada jornada. Ya que no se molestaba en colocar los conos ni las señales de seguridad. La bendita seguridad había pasado a mejor vida. Dedicándose con más ahínco a nosotros. Más la obligación de tener que compartir la labor con la carretera. Sin apartar del todo la vista de la circulación. Lo mismo pasaba cuando usaba la fucha en los bordes de la aceras o donde, simplemente, no las había. Al cortar la hierba los golpes anulaba el ruido del tráfico. Obligando a los vehículos a detenerse sin previo aviso.

    Vamos, vamos, no se pare, me decía por la espalda. ¿Igual que en las películas? Pero sin rifle, claro. En la bajeza de sentirme observada mientras trabajaba. Denigrante. Palabras que de igual manera gritaba de lejos. Hasta el punto de contestarle con el mismo tono a las órdenes que me daba de nada. Solo por sus prisas. No tuve otra que levantar la voz y preguntarle cual era mi delito. Que no había necesidad de gritarme tanto, que no era sorda. Estaba en lo que estaba, claro. No podía trabajar y mirar a la carretera al mismo tiempo, o sí. Pero no al ritmo que pretendía. Ni se me perdía nada en la carretera, desde luego. Pero si no cuido de mí, ¿quién lo va hacer? Vamos, como que un compañero me vino con el chisme de que el capataz había llamado la atención a Sócrates y Cándido por hablar entre ellos. ¿Además a los hombres? Pues pintaba bien la cosa. Sin dejar de generar más problemas entre los dos grupos de la cuadrilla. ¿Su principal objetivo?

    A pie de calle igualmente nos separaba a conveniencia. Marcando los espacios con diferencia. Como que iba a poder conmigo. ¿Por hombre? Ni mujer que se precie. Íbamos listos. Sola o con compañero no iba a dejar que el capataz me montase. Y menos porque a Berta y a Reina no las separaba ni en carreteras, las mantenía juntas. ¿Qué me decían con eso? Como si fuera de mi incumbencia. ¿De qué ¿Por dónde?



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  4. Eloy Ayer

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    ...ah, interesante narración heteróclita joder, de que sí, joder, por cualquier lado. me voy que llega la rubia y no dejé señal en el guatir.
     
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  5. Alicia12

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    El jueves en curso, poco antes de acabar la jornada, Berta dejó caer que la próxima vez que volviésemos a carreteras no traería el furgón. ¿Aprovechó que yo estaba delante? Dejando entrever que el grupo del capataz se estaba beneficiado de la camioneta de las herramientas. Que la siguiente semana les tocaba el turno. Qué linda la muchacha, pensé. Pero le dije, nadie te mando hacerlo. ¿No fue de tu gusto? Pues a rascarse. ¿Quién le ordenó hacer lo que no debía? Ya le había dicho que no estaba bien poner su vehículo para el transporte del personal. ¿De cuándo a dónde? Que los demás no teníamos por qué estar con esa inseguridad. Que sin transporte público no nos podían hacer llegar hasta allí. Para lo necesario no eran incapaces de decir nada. Claro, que no había que no dijeran por detrás. ¿Hasta las copas que bebía el capataz? A quien Berta acercaba en el furgón al pueblo. ¿En busca su letrero favorito? Cómo para tener dificultad en imaginar la escena, ¿a luz cabal del pensamiento?

    Lo mismo sucedía con el tiempo de descanso. La labor en carreteras no tenía nada que ver con la de camiones. Donde pasábamos más de la mitad del horario sentados. La carretera se había vuelto agotadora. Más la presión a la que se brindó el capataz. En rivalidad con el licenciado solo tenía ojos por la cantidad de calles qué pudiéramos abarcar en cada jornada. Me tenía exhausta. Así que en una, no sin antes comentarlo con los demás compañeros, le pedí por favor cambiar el tiempo de descanso, de no dejarlo para la última hora de la tarde. Noche en horario de invierno. Aunque me contesta que a él nadie le tenía que decir lo que debía de hacer, aparte de no haber escuchado una sola queja. ¿No lo estaba haciendo? ¿Qué era yo? Sí, hombre, delante de él, pensé. Aparte de delincuente, ¿también quejica? Por motivos válidos, no más. Sin embargo los compañeros hicieron oídos sordos. Ninguno fue capaz de abrir la boca. ¿No estábamos en lo mismo? ¿Era mucho pedir? Ni siquiera se podía llamar así. ¿Su deber no era ser más ecuánime? Tuve que ser yo la que lo expusiera. Con quien me limitaba a lo justo y necesario, ¿para qué más? Con él hasta el tono de mi voz era distinto. Quien se niega, por supuesto. Poniendo la hora de camiones de ejemplo, en los que, para ser claros, entre otros beneplácitos hacíamos más de un descanso. Sobre todo cuando los camiones iban al vertedero. O las vueltas que dábamos dentro de él sin hacer nada de nada. Al final, después de preguntarle a los demás compañeros, admitiéndolo la mayoría. Sin dejar de poner un par de trabas más, el capataz cedió a lo que le pedía. Aceptó descansar a mitad de la jornada. Qué menos.

    En la semana de camiones, antes de llegar a la de carreteras, en la que Berta se negaba a subir en su vehículo a la zona residencial. Y de tener el horario de descanso de la banda acá, el capataz nos llegó con la sorpresa de que solo trabajaríamos en camiones. Que para nosotros había concluido el trabajo en carreteras. Que el encargado les comunicó a los capataces que se pusieran de acuerdo para elegir una de las dos tareas. Que tenían que escoger entre camiones o carreteras, porque no se volverían a alternarse las semanas. Hasta fin de contrato. El capataz nos relataba ufano la forma en la que había engañado al licenciado. Haciéndole ver que él era quien tenía el personal adecuado para trabajar en carreteras, en particular la poda. Muy buenos, por cierto, concluyó con sorna. Haciéndoles burla. Estaba que se salía. Con lo que nos echaron de comer nos hartamos. ¿Un claro entre oscuros hábitos?



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  6. Alicia12

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    En panorámica



    El hecho de apartarse para hablar por el móvil fue suficiente para que Ángel se pusiera al acecho. Dándose la oportunidad de echársele encima desde lo alto del camión. De puro bestia. Como para no saber por qué lo hizo. Y como para dejar que se saliese con la suya. De eso nada. ¿El inmejorable? Para no ver que fue intencionado, cobarde. ¿No se lo había hecho resaber el capataz? ¿No la censuraba su grupo? A Reina y su móvil. ¿Por no darle bola a ninguno de ellos? ¿Qué le importaba a nadie sus cosas? ¿No cumplía? ¿Qué más se nos podía pedir? Con los dos camiones casi pegados, la cuadrilla trabajaba codo con codo. Le alcanzábamos los sacos de plástico al camión para que Ángel, sobre la carga, desprendiera el contenido mezclándolo con la poda de mayor grosor. Camión al que se arrimó Reina hablando por el móvil. ¿Carecía alguno de él? Donde le cuadró. A la vista de todos, ¿y él no la vio? Que estaba en lo alto del camión. ¡Como Dios! ¿No lo era? ¿No se lo concedió el capataz? Cuando desde el fondo de la carrocería voló una bolsa con poda y otros restos inorgánicos. En dirección a Reina. ¿A cuento de qué? ¿Era para salir volando hacia un costado? Menos aún, dar en suelo después de chocar en el hombro de Reina. ¿En la diana? Agazapado se había venido arriba. Dándose el gusto de salir del cajón triunfante, después de hacer la gracia de dar a Reina. Por lo visto, pensó que se la iban a reír. ¿Por ser cosas de hombres?

    ¿Por qué lo hizo? Por exceso de confianza, claro. Con la soltura de cómo chocó el saco de plástico en Reina —ya me dirás—. Pero ella estaba cerrada a cuanto sucedía allí. Cumplía con su contrato y punto. ¿Por qué la tiró hacia ella? Por estar hablando por el móvil, por supuesto. ¿Y por mujer? No había otra. Ni siquiera le valía intentar justificar el hecho. ¡Eso no es poda! ¡Solo las bolsas con poda!, vocifera después como un energúmeno. Sin que le bastara gritarnos a nosotros, a quienes les entregábamos las bolsas. De pregonero lo hacía para todo el vecindario, señalando a la bolsa que yacía a los pies de Reina. Una Reina que nos miraba interrogante sin dejar de atender el móvil. Suficiente con lo que tenía al otro lado del mismo.

    Restos a los que no se daba importancia, ya que el grosor de la poda los anulaba. ¿No lo hacíamos así? De meter otras materias inorgánicas bajo las podas y al revés, las podas debajo de las bolsas de los residuos sólidos. ¿No era lo mismo? ¿A quién íbamos a engañar? Lo que no se podía hacer era dañarnos por gusto. ¿No estamos? Como si no tuviésemos conocimiento de tener cuidado con los residuos, de no pegarlos al cuerpo, algo tan nuestro, ¿o no? Solo se trataba de deshacernos de las bolsas de plástico. ¿Era tan difícil? De que no hubiera ningún saco de plástico a la hora de ir al vertedero. Para no hacer dos viajes, como otras veces, pues en el vertedero solo admiten un tipo de residuo por carga. Por motivos de reciclaje, dicen. Algo no muy cierto, claro. De escaparate. No con vistas al mar, por supuesto, ¿al pueblo?

    No contento con eso, Ángel nos culpa de hacer lo que no debíamos. ¿Acusaba a los demás de sus hechos? ¿Dijo algo el capataz? ¿Resopló algún compañero? Al menos Valentín, que era muy voluntarioso para esos menesteres. ¿No hacía Tuco las veces de capataz en su grupo? Aparte de sordomudos, se hacían los ciegos, claro. ¿Por qué iban a lo suyo? Igual que ella. Tampoco fue para echarse a correr, desde luego. Reina era Reina.



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    ¿No tienes ojos en la cara? ¿De cuándo a donde te importan los restos inorgánicos?, le increpé. Además de reprocharle la falta de respeto. ¿Por qué no? Añadiéndose los compañeros del grupo, criticando el hecho. Que devolviera las bolsas de basura a quienes se las alcanzábamos, a ser posible vacías. Como hasta ese momento. ¿No lo estábamos haciendo así? Lo hizo por darle el gusto al capataz y porque Reina era una mujer, claro. ¿Qué otra cosa podía haber?

    Vamos, como si estuviésemos allí para mirarle. Esperando a su antojo en la puerta trasera del camión, haciendo cola para completar el espacio que ocupaba él con los restos que había en los sacos de plástico. ¿De qué estamos hechos? No se trata de educación donde no cabe. Si cuando no se quiere no hay vendaval que suene. Ya, alguna vez, Sócrates me mantuvo la puerta del camión al bajar. ¿Por caballerosidad? ¡Por mujer! ¿Allí? ¡De qué! ¿Por dónde? Cuando se estaba en lo que se estaba, ¿no era igual a ellos? Hasta que se lo censuré. ¡Por favor! Si no hay sensibilidad donde se requiere, de qué sirven los modales, las cortesías y sus estandartes. Para qué los queremos. ¿Viven los hombres fuera de su elemento? ¿Y si lo hicieran los peces? Qué lo van a hacer. Porque el agua está muy por debajo de los hombres. Si no les sirve el agua cómo lo va hacer el aire. En cambio, ¡pisaron la Luna! ¿Para creencia de los mortales? Por echarle de comer al rebaño. Si la cultura verbal es que el hombre tiene mujer y la mujer consume marido, razonablemente, en este sentido desde los cimientos, ¿la idea de los elementos hombre mujer confirman que son incompatibles? De instinto. ¿De qué sirven los elementos si no nos damos lugar?

    Se transformaba cada vez que se subía a la carrocería. Cómo para enumerarlas. Me contestó señalándose con el dedo índice las sienes gritando no tener ojos por los lados. Glorificándose más violento. ¿No estaba a la vista? ¿A qué dejarlo pasar? Asunto de qué. En la imposición de cómo debíamos entregarle a él los residuos. Seguro que yo no era nadie para decirle nada, pero era imposible callarse. En realidad, poco nos molestamos poco por lo que importa. ¿Nosotros? Sabiendo que en ascendencia, nada es importante. ¿Es así o la ignorancia me justifica? A saber. El capataz no evitaba que tropezáramos. Al contrario. Abusaba de su mando y Ángel lo intentaba con el físico. Del que presumía. ¿Las armas de los hombres contra las mujeres? Ya le decía yo a Benjamín que la única forma de erradicar los abusos de poder y físicos era sacarlos a luz, pero claro, ellos son los dueños de la luz. ¿Cómo eliminarlos? Ángel no tenía ojos en las sienes ni en lugar alguno en la cara. Era un inconsciente. Aún seguía berreando cuanto se le venía a la boca. Fuera de su órbita. Gritando que guardara el respeto para mí, acusándome de reírme de él cuándo íbamos en el camión. Sorprendiéndome. ¿Acusándome de sus miserias? Enterrándose de nuevo en la caja sin dejar de vociferar.


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    Agachado dentro de la carrocería se oía cuánto escupía por la boca. Mientras que a diestro y siniestro lanzaba latas, plásticos, botellas, tetrabriks y demás residuos por fuera del camión. En voladura incontrolada. Restos que dio por válidos. Obligándonos a retirarnos, a alejarnos de su alcance. Dejándole en su desatino, el mismo que negábamos con la mirada unos y otros. De traca. ¿Igual que los fuegos artificiales? De Apocalipsis. Desde lo alto, ¿Ángel, era el sol? Imagen que inconscientemente se me repetía. La cual desvanecía al Sol como astro. En la forma cómo me enseñaron, por supuesto. Modo en que también se deshacía, uno tras otro, los planetas de su sistema. ¿Cómo la imagen de Dios? A nuestra imagen y semejanza. En mi caos. Sin excepción. La diversión más inverosímil que vi jamás. ¿La bestia echaba a la divinidad a los pies de los caballos? Debajo de unas ruedas ―como lo oyes―, ¿Acaso hay otra? No fue para menos. Así se las gasta la inventiva. Vamos, se deshicieron el lunes, Marte, miércoles, Júpiter, viernes, Saturno. ¡Hasta el domingo! ¿Incluidos los festivos? No quedó otro planeta en pie. ¿Qué digo en pie? ¡Ni en el espacio! A excepción de la Tierra, claro. ¿Por hembra? ¿En una caja de basura sobre ruedas? ¿La de Pandora? ¡Y las de ahorro!

    ¿Conocemos otro espacio que no sea el nuestro? Si no nos damos a valer, ¿por qué lo voy a dar por válido? ¿El papel lo aguanta todo? Las fotografías también. Ángel echó abajo hasta el más sabio de los consuelos. Suyo era, desde luego. ¿Por hombre? De ellos y para ellos. ¿No es así? Cómo que hacemos culto de lo oculto. ¿Lo mejor de nuestra cosecha? Como si nos lleváramos algo de aquí. ¿Y a la inversa? Quizás el ocultarnos es lo mejor que sepamos hacer. ¿Por instinto de supervivencia? Con la disculpa de presencia, por supuesto. ¿Qué no hay a la vista?, me pregunté. En cuanto a la vida, por supuesto. En cuanto al mundo no hay más que ver detrás de cada umbral solo está la salida, aunque se llame ventana.

    Y encima se permite bajar del camión, abandonar la labor, enfurecido. Exhibicionista como pocos, desde luego. Aunque se perdió que le prestara la atención debida. Porque solo me pronuncié después de atacar a Reina. Sin dar pie a discusión alguna. El resto, por parte Ángel, fue abusar y perder el tiempo con su espectáculo. De principio a fin se lo guisó y comió el solito. Suyo era. No todos los oídos están preparados o dispuestos a escuchar y aún menos a entrar por aro alguno, por supuesto. ¿Cómo los míos? Seguro. ¿Qué nos debemos? Al igual que los residuos que desperdigó por el entorno. Para qué decir más de lo debido. Ya se valía él por los dos. Y por lo demás y por todos...

    Como si los elementos nacieran de la nada o se formaran a fe de montañas. Ni los vegetación ni los animales llegaron aquí a la postre. ¿Al igual que nosotros? ¿Nos formamos parte del conjunto? Desde el hueso de la Tierra, en su naturaleza, digo. Desde la desnudez más absoluta del planeta. ¿En su verticalidad y horizontalidad? ¿De qué la redondez? Figura que moldea las aguas. De ellos, de quienes miran desde arriba; desde su lejos y cerca. De los que viven del pasado mirando hacia el futuro sin degustar el presente. Desde el pensamiento. Y Ángel carecía hasta de eso. De él y para él, pero sin adentro. ¿Hombre tenías que ser? En sus vacíos.



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    Ante la negativa de Ángel, de rematar la faena, Cándido se hizo con la caja del camión. Instante en el que las imágenes que me revoloteaban se deshicieron, viéndome de vuelta en el escenario de trabajo. Poniendo de nuevo las manos en faena. En la realidad. ¿La caja del tesoro? De las miserias. Algo más tarde la consolidó Ángel; recogiendo los residuos que había sembrado. Como si los elementos no tuvieran su propia demarcación física, me dije. Su espacio. ¿No lo tenemos cada uno? En propiedad. Pero si no se respeta el espacio ajeno imposible conocer el propio, faltaría más. Como para no pasar del mundo, ¿junto a su peculiar universo? ¡En papel pintado! De ellos y para ellos. ¿Con sus miras de altura? Como si cada presente no fuera digno de ver, de observar o admirar. ¿Cuántas piezas tiene la mente? Por qué limitarme al pensamiento. ¿En un verbo de andar por casa? No sé para qué arrastrar y arrastrar tantas herencias vanas. ¿Cosas de hombres? ¡Muy hombres! Porque sin escoba son ellos los dueños del barrido, ¿de afuera hacia adentro? Institucionales que son los muchachos, ¿por miedo a nosotras? ¿La energía que nos circunda?

    Entre bromas y veras, al principio más de una vez le dije a Ángel que no gritara tanto en las recogidas, que los vecinos no tenían por qué enterarse de que estábamos por los alrededores. Otras que no los despertase de la siesta. Que nuestra función era pasar desapercibidos, invisibles si fuera necesario. Por no mencionar las absurdas discusiones entre Cándido y él. Había que correr. Cándido era bastante comedido y sensato, aunque por diversión acababa haciendo lo mismo que Ángel. Tampoco era para pedir peras al olmo, desde luego. Allí, ni el horario en común los unía. ¿Es la hora dueña y señora del ser humano? El reloj. ¿El invento más viejo del mundo? Porque, según el hombre, el oficio más viejo pertenece a la mujer. Inconcebible. ¿Filosofía y física? De nosotros y para nosotros, ¿al margen de la vida?

    Ángel era incapaz de retener algo en la cabeza. El roto más roto de los rotos con los que había tropezado. Algo que no llega más allá de encauzar nombres, por supuesto. O de la absurdez de mercado de lo bueno o malo. Como si no nos enfrentásemos a la dualidad del precinto. Con todo lo que conlleva, desde luego. ¿No nos hacemos por nosotros mismos? Mayormente viendo y dejando cómo estáticos mapas. Sí. Válido para las necesidades dependientes, para las arengas de cada cual. Pero, aparte del propio sudor, ¿por qué debía de cargar con ninguna cruz ajena? Y tanto. No nos importamos. ¿Por eso escapa a nuestros ojos el espacio donde nacemos? ¿Por cargar más de lo que podemos abarcar? Pues si no lo sabemos nosotros… Y yo no estaba allí para aguantar inconsciencias de nadie. Ni pensaba dirigirle una palabra más desde el momento en que me acusó de reírme de él. Así que pasé de tener más comunicación con aquel desdichado. ¡Ni saludarle! ¿De qué? ¿Por dónde? Que no volví hacer, desde luego. Trabajar es lo de menos, en verdad, algo hay que hacer sin dar margen a la duda de ganarse la vida. Lo inconveniente somos nosotros. Con lo saludable que es el movimiento. No a cualquier precio, claro, de aquella forma no.​



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  10. Alicia12

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    ¿Me lo dice a mí? Sí. Mientras esperábamos la guagua. El capataz. Que no volvería a suceder una cosa así. ¿Y? Que no se repetiría. ¿No era de su conocimiento? No, claro, nosotros éramos unos delincuentes. Había que tirar con lo que nos echasen que para eso estábamos. ¿Para qué contestarle? De nosotros se podía esperar cualquier cosa. ¿Y al revés? Incluso así, continúa con que él le ordenó recoger los residuos que lanzó desde el camión. ¿No era su deber? Como si alguien le hubiese ayudado hacer el desaguisado. Que en privado le dijo que debía controlar sus nervios. Porque Ángel, en su disculpa, se le quejó del segundo grupo. Que lo ponía nervioso. Vamos, que atacó a Reina con toda la intención del mundo. ¿No lo sabíamos? ¿La riqueza del hombre? La intención, digo. Sin que yo articulase palabra alguna, por supuesto. No abrí la boca en nada de lo que palabreó. ¿Qué lo iba hacer? Como con cualquier guerra, supongo. ¿No dicen de ellas que no hay una igual? Aunque sirvan a lo mismo. ¿Quiénes las llevan a cabo? ¿Es lo que el hombre llama movimiento?

    No sabía cómo disculparlo. ¿Qué me tenía que decir? Ni tan siquiera contar. ¿No lo había hecho por él? Por darle el gusto a su jefe. Aunque cada uno es dueño de sus actos. Y yo no estaba por la labor de soportar a ninguno de los dos. Se me hacía imposible. Y eran, precisamente, con quienes cogía la primera línea de guagua para ir a casa. Dado que a Ángel lo trasladaron de centro. Así que desde ese momento decidí hacer otro itinerario. Irme a otra estación de transporte y coger el autobús de largo recorrido para volver a casa ―mira tú por dónde―. ¿El solar fue la antesala de lo por vivir con aquellos insensatos? Modo en que maté dos pájaros de un tiro, pues el capataz tampoco volvería a pedirme disculpas ni por él ni por nadie. De eso sí estaba segura.

    ¿No pensaban los demás lo mismo? Ángel era ruin de entrañas, a quien había que echar de comer aparte. Una bestia, lo mismo que decían los compañeros, por supuesto. Sócrates hacia los honores de domesticarlo —como lo oyes—. En persona. Facilitándole alguna que otra lección de urbanidad. ¿Por caridad? Servía a la causa. Con sonrisa en cara, desde luego. La contaminante, por supuesto, ella no deja de ser un cultivo más de nuestros sentidos. ¿De ahí sus mil caras? No entendía por qué no lo daba por inútil. ¿Por la imposibilidad de entrarlo en razón? No sabía si por la razón o por obra y gracia de Dios, que la tenía, ¿Como todos? Espirituales que eran los chicos. De qué. ¿Por dónde? Total, al día siguiente, Ángel se comportaba igual o peor. Crecía o mermaba según le daba. No tiene remedio, se corroboraba Sócrates. ¿Me lo decía o me lo contaba? Al final de cada jornada. Y tanto.

    Empezaba a incomodarme tanto sinsentido. El hecho de no saludarle era lo bastante para que Ángel se arrebatara. No por mí, en particular. Sino por ser merecedor de ello, como hombre, en relación a las mujeres. Así de sencillo. ¿Incompatibles como dios y el diablo? ¿Hay uno sin el otro? Los hombres nunca hacen nada que no sea por ellos. Porque son ellos los merecedores de cuanto hay a la vista. ¿Por méritos propios? Porque de ellos es el reino de los cielos, así de simple. Y negarles es acusarles. Pues si había que hacerlo, se hacía, ¿o no? De risa.



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    Y todo para que Valentín me dijera la tarde siguiente que se corría la voz de que Ángel me tiró del camión. Lo que faltaba. ¿De qué iba? ¿Qué me agarró por detrás? Sí. Pero de ahí a tirarme del camión había un abismo. En el que no caí, por supuesto. Me empujó hacía el sillón para bajar antes que yo, le respondí. Lo suficiente. ¿Debió matarme? ¿Por qué lo exageraban? Ah, claro, el incremento atendía a que el segundo grupo estaba conmigo. Qué él, personalmente, me acompañaba a denunciarle. Un gesto muy de agradecer, desde luego. Como que si hubiera sido otra cosa iba a estar allí ―¿Tú qué dices?―. Porque si hubiese sido como dijo Valentín no iría al encargado ni con él a parte alguna. Vamos, iba a saber nadie que para esas cosas yo usaba la escoba. ¡Qué iba a saber! ¿Para qué me necesitaba? ¿Qué le podía ofrecer yo? Ni a él ni a nadie. No hay más sordo que el que no desea ver. Es de sentir. El sentido en uno mismo. ¿No es como cobramos fuerza? ¡Hasta de provocar nuestra propia atmósfera! ¿Lo que provocó la Tierra con respecto al Sol? De qué nos valemos para seguir. ¿De los demás? ¡Por uno mismo! Pésimo. Por escapar de allí era capaz de ofrecerse para lo que fuera. Pensando en él, claro, como todos, ¿o no?

    Otro mandarín más, me dije. En su afán de que le prestase la atención debida. En el punto de encuentro, donde nos encontrábamos. Donde me había gritado en más de una ocasión con la impertinencia propia de hacerme callar cuando él hablaba. En su superioridad. Como si allí tuviéramos algo qué decir. Ninguno. Incluida yo, por supuesto. ¿Qué me iba a contar? Si no pasaba de lobo. El de Caperucita Roja, por supuesto, no conocí otro, ¿o sí? ¿Que el capataz tenía miedo de Ángel? Que era el único culpable. ¿Y él? Yo no les temía a ellos. ¿Por qué motivo? No eran más que unos metemiedos, de lo único que se valían, incluso entre ellos. ¡De qué! ¿Por dónde?

    Valentín tenía algunas cosillas pendientes con el capataz, pero solo no se atrevía. Por no mencionar que tampoco se lo permitía Tuco. ¿Por qué recordar que el capataz perdió un parte de asistencia semanal? Como si no supiéramos cómo se las gastaba el capataz. ¿Que culpó a Próspero? Hasta ahí íbamos bien. ¿Qué repetimos las firmas de la asistencia? También. Que a él no le dejó firmar todos los días porque faltó uno de ellos. ¿Y? Era su deber, no había nada personal en ello. ¿Qué pintaba yo? Que mentía, que fue por baja médica y lo podía justificar. Que quedó en pasar por la oficina, que por eso deberíamos ir juntos. ¿Qué tenía que ver el capataz en todo eso? ¿A qué tanto enredo?

    Los hombres no pasaban de sus propias jaquecas. De cada cual. ¿Quién no se la tenía a quién? ¿No se iba a recrudecer la relación laboral? A pesar del entorno, en los tropiezos, intentaba permanecer intacta. Fueran cuales fueran los hechos. ¿No forma parte del cultivo? A pie de tierra, sin buscar más allá de donde nace la vida. Una cosa era estar bajo las órdenes del capataz y otra bien distinta estar a su disposición que no aceptaba. Por mucho que lo intentaran no estaba para antojos de nadie, me sentía a buen recaudo. Lo triste es seguirnos moviendo en base a un ser superior. ¿Había algo en él más meritorio que la bajeza? ¿En qué nos representamos? Incautos. Eran incapaces de ver su propia naturaleza. Infelices.​


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    Pero no se rendía. El correveidile de Valentín volvió a la carga insistiendo en denunciar al capataz. Ahora con una nómina. ¿La madre de todas las patrias? ¿Por qué no lo hablaba directamente con él? El capataz se ocupaba del papeleo de cualquier documentación de la cuadrilla. Qué le íbamos hacer. ¿Dónde manda capitán no manda marinero? Que nos había dicho, en nuestro grupo, con una nómina suya en las manos, lo poco que le descontaban de sueldo con las veces que faltaba a trabajar, insistía Valentín. ¿Qué lo puso en boca de nosotros? Vaya, las que se me escapaban a mí, digo a Valentín. Algo que ni sabía ni tenía interés. Por lo visto desconocía que el capataz no hablaba de las cosas de los hombres conmigo delante, que solo berreaba, una lástima. Si fuera así debería estar contento, ¿o no? Que lo pusiera en conocimiento de la subcontrata si era de su gusto, ¿qué podía hacer yo? Que eso no se hace y menos un responsable, fue mi respuesta. Ah, claro, que su amigo Tuco se lo desaconsejó, ¿y?

    La negación de Valentín en trabajar, bajo su interés, pasó por creerse, entre los bulos a los que se prestaba el uniforme, que las faltas de asistencia las regalaban. Que recibiría el sueldo íntegro acudiera o no a trabajar. Hasta que con orquesta incluida le cantó la nómina. Ya no se lo tomó tan en broma, no. Las faltas de asistencia las reguló, vaya si las reguló. Justificándose con que no tenía por qué estar allí, según sus palabras. ¿A qué esperaba? Yo, desde luego, hubiera salido a escape. ¿No era dueño de sí? A qué tantos partos sin dolor. Había que estar atenta a los tormentos y templanzas de los demás. ¿Qué iba a escuchar a Valentín? En cualquier caso oír. Si cuando él iba yo estaba de recogida. Qué importancia tenía quién acudía y quién no a trabajar. Al margen de las obligaciones, había que hacerse la distraída con lo que me echaran los compañeros y con lo que no también. ¡Qué aguante! Para al final, sin quedarle otra recurrió en denunciar al capataz con el encargado. La biblia. ¿Qué lo denunciara con el encargado? Con él de testigo, por supuesto. Qué solucionaba yo con eso, ¿qué me cambiaran de cuadrilla? ¿Lo que querían ellos? Como para soportar al licenciado. ¡A cuál más pecado! ¿Incluidos los capitales? Lo que no hacían mis compañeros de grupo, desde luego. ¿No tenía algo mejor que hacer? Como que yo estaba allí para cuidar niños. Que para niña ya me tenía yo. ¿No lo sabía él? Qué facilidad de hacerse al paño. Ya ni se acordaba cuando me pedía cigarrillos. Al principio, allí en aquel punto de encuentro, porque estaba dejando de fumar, me decía Valentín. ¿Dejando de fumar? ¡Porque se los fumaba Tuco! Por eso cada tarde venía sin tabaco, el muy tonto. ¿Y ahora? Los dejaba sí, por fuera de la expendedora. No subía al camión sin cigarrillos, de rigurosa necesidad, ya que Tuco no podía estar sin fumar. ¿A quién se la iba a dar? ¿Necesitaba de alguien que no fuera de él? ¿Por qué no se lo hacía mirar?

    Benjamín y yo éramos los comodines del capataz. El resto de los compañeros eran intercambiables. Quienes en sus bajas, remplazábamos a la gente del segundo grupo. El segundo grupo era intocable. Cada uno tenía su lugar asignado, que aunque duran lo que duran lo hacen fijo, ¿los de toda la vida? O para toda la vida, a cuál más impostura. Como para perderme. ¿No trabajaba con ellos también? Sus ausencias y bajas eran continúas. Siendo como eran; entes con almas, cada uno acarreaba con el puesto que se asignaba así mismo. Sedentarios. Vamos, como que Tuco levantaba un solo dedo para pedirme cigarrillos, los que al igual que yo acabaron por darle dolor de cabeza. Y gracias.​



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    ¡Qué lujo! ¿De cuándo a dónde? En carreteras, por falta de transportes hacían dos viajes para el traslado del personal; tardes que fueron un suplicio y mi voz la ofensa. ¿Y ahora trabajaba con dos unidades de transporte un solo grupo? ¿Por qué la llegada de la camioneta? Por qué los hombres se habían enzarzado en una gresca. Absurdo e irrisorio. Para extrañarse oír lo contrario. Gracias que no estuve presente, dado que los pleitos me asquean. Tarde en la que substituía a Reina en el segundo grupo y aunque tardé días en enterarme, se inició en la carrocería del camión; con Ángel y su caja. ¿En sus veinticinco años de experiencia? Vaya con la caja…, de alucine. Claro que, sin comerlo ni beberlo, a la única que le afectó la guerra de los hombres fue a mí. No podía ser menos. ¿Por mujer?

    Jarana que promovieron el combinado de Ángel y Cándido. En lo habitual. Sin embargo el capataz solo se enfrentó a Cándido, en tanto Ángel se ocultó detrás de su protector. A salvo. En la libertad que le concedió. Era más de lo mismo, las bestialidades propias de sus caprichos. Discusión que prolongaron dentro del camión entre el capataz y Cándido. En el cual, siendo competencia de Próspero, se vio en la obligación de intervenir. A quien el capataz, hasta donde podía, procuraba mantener a distancia. Oportunidad que aprovechó Cándido de no cejar ante las amenazas del capataz. Según decían; señalándole que era el único que debía callar por las libertades que se tomaba; aparte de ser el menos indicado para darle órdenes de lo que debía decir o hacer, por su proceder con la cuadrilla. Entre otras cosillas y lindezas. Manera en que evitó que el malababa del capataz diera parte de él, de la desobediencia con la que lo amenazó.

    Y todo para acabar yo pegada al capataz. No fue una ni dos ni tres veces en las que pensé en el uniforme de presidiaria. ¿Lo que me pasó la factura? Cayó por su peso ―¿No crees?―. Sin negar que sus abanderados colores también se prestaban a ello. Estos últimos, en sus pasiones, guerra a la que se daban los hombres. ¡Muy hombres! ¿Se esperaba algo de sus conflictos? En los que la mujer no deja de ser un mero paisaje. ¿Cómo iban a tener un mínimo de sensibilidad para enfrentarse a la violencia soterrada? ¿El sistema no lo fundamentaron ellos? ¡Para qué más! Me aburría, en verdad, hasta los asuntos de violencia los utilizan para disputas, no para sanearlos, ¿la lógica del pensamiento? Es lo habitual, lo cotidiano del día a día. ¡En todos sus órdenes! En cualquier sentido y en toda regla, ¿violentar no es violar? Simple. En el hecho de vida, con la que se nace y nos hacemos, y no con el sentimentalismo propio de las moralinas, ¿para nuestras rencillas?


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    Incluso en aquel hueco, el malababa del capataz se empeñó en que me sentara en la parte delantera de la camioneta. Sin otra que hacer el esfuerzo de ocupar el asiento. Que por muy chata y ancha que la viera, al subir él, ya no supe si tenía los pies en la cabeza o la cabeza me quedaba por los pies. Aparte de quedar encajada entre Próspero y el capataz. Tarde que no capté el silencio que se vivía dentro de ella. En la que con Próspero solo llegó Sócrates de copiloto. Más tarde escuché que Cándido se había ido en una segunda unidad, en uno de los camiones con los que trabajamos en el solar. En respuesta a que el capataz había preguntado por él. Dando a valer la importancia de firmar en el parte de asistencia antes de iniciar el trabajo. Cambio que por lo visto descolocó también al capataz por ser obra de Próspero, quien sí había dado parte de los hechos. ¿Pensaron que el capataz se conformaría? No tardó en poner impedimentos.

    La ira del capataz pasó por que Cándido debía llegar al punto de encuentro como había hecho hasta ese momento. A primera hora de la jornada, al igual que el resto de la cuadrilla y firmar en el control de asistencia. No ir directamente con el camión adonde nos llegaríamos más tarde el resto del personal para hacer la labor de recogidas. El capataz no estaba dispuesto a volver a la carpeta del personal solo para que Cándido garabatera su firma. Era mucho pedir. Recado que no tardó en dar dentro de la camioneta, haciéndonos partícipes al grupo y, en particular, a Próspero. La guerra que mantenía el capataz apuntaba en varias direcciones. Sin hacer mella en ellos, la tarde siguiente pensando que con el capataz no le pondría impedimento alguno, tomó el relevo Sócrates. Lo hicieron a la inversa; Próspero recogía a Cándido en la camioneta y, desde la cochera, Sócrates se iba con el chófer Facundo en el camión. Ni con esas. El capataz tampoco estuvo por la labor de atender el intercambio. No tardó en dar su disconformidad, hacer ver a Sócrates que el deber de ambos era de estar en el punto de encuentro, como el resto de la cuadrilla. De no hacerse responsable si tuvieran algún percance por el camino. Que el parte de asistencia tenía que estar firmado por todos los peones antes de empezar la jornada laboral. Insistiendo en la obligación de estar a primera hora en el punto de encuentro; que el medio que utilizaran no era su problema, como si cogían el transporte público, al igual que el resto del personal.

    Los hombres estaban en guerra. Al igual que antes, de razón pensar que una mujer estaba de más. ¿Fue lo que capté con la encerrona de Sócrates? La misma de todos los hombres; calladita estás más guapa ―¿a que sí?―. Obligada a medir las palabras a tener cuidado con lo que dijera. ¿Por lo sensible del asunto o por la flora?, me pregunté, pues recién despertábamos a la primavera. Mientras, en la creencia de ser mi carcelero, por muy difícil que me lo ponía el capataz no me achicaba, porque siempre hay quien no se deja cortar las alas.


    Olvidé la lección a la vuelta de un coma profundo
    Nunca pude cantar de un tirón


    La canción de las babas del mar, del relámpago en pena
    De las lágrimas para llorar cuando valga la pena
    De la página encinta en el vientre de un Bloc Trotamundos
    De la gota de tinta en el himno de los iracundos




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    Esta vez, por orden del capataz, irme con la unidad del segundo grupo pasó por que Tuco se hiciera el nuevo conmigo. Ni lavada con agua celestial, me dije. Como si no les hubiese suplido a ellos en alguna que otra jornada. Aunque ahora no sabía cuánto podía durar la baja de Berta. A quien remplazaba. ¿Qué me iba a decir en cuanto a su forma de trabajo? En su disposición de darme un pequeña clase en modo y forma. Que ellos tenían otro ritmo, me dice Tuco. ¿Lo tenían? ―ritmo, te pregunto―. Un mes atrás, aproximadamente, supliendo a Valentín, nos vimos en la tesitura de esperar que aquel hombre, grande como un Goliat, se colocara a los pies del camión, apoyara el brazo izquierdo en la base del camión para comenzar la labor. Lugar del que no se movió. Para luego darnos la orden; a las tres mujeres, de entregarle las bolsas plásticas en mano. Bolsas que con la misma él entregaba a Narco. Quien permanecía en la cima de la carrocería del camión. Cómo dioses. ¿La cultura del pensamiento? Y del amor también. ¿Acaso hay más? ¿Hay algún hombre que no se lo crea? Pobre de nosotras si le dábamos dos bolsas a la vez, como hacíamos Reina y yo cuando la bolsa apenas contenía peso. ¡Solo una!, gritaba reprendiéndonos. ¿A qué ojos se les pierde que el espacio es nuestro? De las mujeres, por supuesto. En aquel momento y lugar; de Berta, Reina, y mío, las únicas que nos manteníamos en movimiento. ¿Cómo dueñas del mismo? Ellos, sin embargo, en cámara lenta no alteraban sus charlas. En tanto que nosotras como borregas hacíamos cola para entregarle las bolsas a Tuco. ¿Lo mejor de la casa? Como el darse en gusto de enojarse cuando el saco de plástico pesaba más de la cuenta, ya que teníamos que avisar al caballero. ¿No veía nuestro esfuerzo? ¡Qué iba a ver! Nada más allá de obligarse a soltar el codo izquierdo de la base del camión. Escultural que era el hombre. Pésimo.

    Quizás Tuco me vio de estreno por la imposibilidad de criticar al capataz y su grupo dentro del camión. Incluida yo, por supuesto. Según Valentín, Tuco le decía que a él le ponía nervioso oír hablar del capataz ¿tanto cómo recordar su falso accidente? ―vete tú a saber―. Que aún lloraba, claro. Si bien, se interesaba en preguntarme por los compañeros del grupo del capataz cosas que no le incumbían, sin molestarse en hacerlo bajo sus nombres, por supuesto. Ni yo a sus ojos lo tenía. Favor que me hacía, ¿o no? Más allá de la labor, a mí no me dirigía, desde luego. Por muy difícil que me lo pusiera en cuanto al poder que no poseía pero ejercía. En mí se terminaba. De qué. ¿Por dónde? De todos modos de ir trincada e inmovilizada con en la camioneta esto era azúcar. El capataz pasó a ser el fantasma que era. Solo me limitaba a firmarle el control de asistencia al inicio de la jornada, ya que hacíamos conjuntamente la entrada y la salida.

    Antes de que Rubén ubicara el camión sopesaban a desgana la carga que tenían delante. En sus quejas. ¡Y tanto! Que si primero las bolsas, luego los trastos, o las hojas de palmas, que si las podas. ¡Un sin vivir! Pobres. Vamos que, siendo dos las manos, para verse entre ellas se pedían permiso. La pachorra era inaguantable, de desquiciar a cualquiera. Con Narco en la caja, hablando entre ellos, ya que Tuco y él se habían criado en el mismo barrio. Como si tuvieran algo que decirse. ¿Después de treinta y tantos años?


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    Por supuesto que no hay nada de anormal adaptarse al ritmo de los demás. Las cosas como son. Pero estos desconocían el sentido del oído. Si para ellos no había más, para mí tampoco. Además del espacio en sí, me daban en tiempo de volar y estar de regreso antes de acabar con las recogidas de cada punto. No había basura que no pasara por las manos de Tuco, porque el hombre no cambiaba de postura, y de él a Narco. Todo un ritual. Sin mover los pies del camión. De galeras. Como para sorprenderme el día que Cándido me dijo cerca del famoso solar, trabajando en carreteras, que lo vio cortando la hierba de las aceras dándole a la fucha con una sola mano. En tanto que la izquierda la mantenía apoyaba en el muro que cubría el jardín de un palacete. ¿Podría ser?

    En la novedad de mi continuidad, conmigo delante, la actitud de Tuco hacia Reina era bochornosa. Y más. En cuanto se daba un claro se quejaba de ella; que si llevaba la casa a cuestas, de pasar mucho tiempo al móvil o el hecho de ser extranjera. ¿Qué mal había en ello? ¿Se cubría de él? ¿Qué otra cosa se podía hacer en el camión? Ellos degustaban que Narco se inflara con el título de seductor de féminas. Con penosas historietas del año de la reconquista. Que a él ya le quedaban lejos. Batallas típicas del don juan de utilizar a las mujeres en beneficio propio. Incluyendo a la hija de un famoso como estrella de la casa, digo del camión. Lo que hablaban durante las recogidas, y después retransmitían a dúo dentro de camión, que se les viera y oyera de protagonistas. Imberbes. ¿Por qué Narco intentaba camelarse a Reina? No más allá del que la puede meter dentro no la deja fuera. ¿Lo de todos?, y de los demás también. ¿Se puede estar todo el día con la picha entre las manos? Sí, ya sé que solo es de boquilla, ¿por eso lo dejo de mencionar yo? ¿De qué? ¿Por Dónde?

    ¿A quién molestaba Reina? Si allí no había nadie con su saber estar. Que le daba dolor de cabeza, decía Tuco. ¿Igual que mis cigarrillos o los nervios de Valentín? Entre otros complejos. Tuco no salía de ella, sin exponerla, claro. ¿Había algo en aquel hombre que no le diera dolor? ¿Para qué estaban los calmantes? Porque Reina encima de mujer, era extranjera, no más. ¿A quién perjudicaba que hablara en su idioma materno por el móvil? ¿Y? ¿No lo hacíamos nosotros? Como si el mundo no lo formáramos entre todos. Igual hablaba él, ¿o era mudo? Y tanto, como que criticaba su extranjería con el resto de los hombres, incluido el chófer Rubén. Según ellos, por el hecho que tener más beneficios sociales que ellos. Inaudito. ¿Qué le importaban sus cosas? El hecho de tener el tema de Reina más que gasto entre ellos, Tuco lo intentaba conmigo. ¿Creyó que podría interferir en mí? De memoria iba a la par que los gusanos. La bestia de Ángel no retenía nada en la cabeza, pero este se hacía el olvidadizo. Claro que, menos la inocencia, el resto es presunción. De qué. ¿Por dónde? A quien no presté la menor atención, que ya fue, por supuesto. Ahora se deshacía en hacerme señas con los ojos y la boca del enojo que sentía por ella. ¿Más de lo mismo? Cansino. Si pensó por un solo por un instante que iba a ponerme a su favor, solo quedó en su pensamiento. Si le valía para algo, que lo dudaba. ¿Tenía que estar con él o en su contra? Pues ya sabía el resultado. No solo por el hecho de ser mujer, que no, eso se lo dejé más que claro, sino como persona. ¿Qué daño les hacía? Vergonzoso.

    Reina era Reina.



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    Entre verdes y maduras un viernes noche el capataz me llama por el móvil. ¿A cuento de qué?, me pregunté. Sin responder, desde luego. Hecho que repitió el sábado al mediodía. Vamos, hombre, lo que me faltaba. Si se creía con derecho a hablar conmigo fuera de la jornada laboral estaba de atar. De qué. ¿Por Dónde? No quedó que, el lunes siguiente, se me plantara delante, en el parque, donde esperábamos por los transportes. Frente al punto de encuentro. Molesto por no haber contestado a sus llamadas el fin de semana. Al que me encaré respondiéndole que mi tiempo era exclusivamente mío ―como lo oyes―, que podía hacer con él lo que me diera en gana. Como que me dio la oportunidad de enfrentarme a él. ¿La iba a desaprovechar? Aunque no conforme me responde que no era para hablar de trabajo. De mayores veras para no atender a sus llamadas, le reproché. Que no tenía por qué llamarme bajo ningún concepto. Nunca. Esperando que no se volviera a repetir, que se deshiciera de mi número de móvil. Que allí no nos hacía falta. ¿No estábamos? Y menos a la hora en que lo hizo el viernes. ¿Quién creía ser? Porque ellos, los hombres se creen, pero no se saben. De los del ave maría, por lo visto. ¿Con su santísima purísima? ¿No era para hablar de trabajo? No sabía que para ejercer un oficio había que hablar de algo ¿Asunto de qué? De mayores veras.

    Que fue para ofrecerme el día libre en el próximo puente, me insiste. ¿No era cosa de trabajo? ¿En razón de qué? ¿Se lo pedí yo? Además, si lo hubiera hecho, estaba en mi derecho. ¡A qué la privacidad! Ni lo había pedido ni tenía intención de hacerlo. Forma en que corté cualquier otro tipo de comunicación con él, que ya no tenía, por supuesto. A excepción de los asuntos de su cargo, que era nada. Él tampoco volvió a acercarse más a nosotros en el punto de encuentro. Excepto el día de la amenaza. Más tarde me dijeron que le desagradó que le plantara cara delante de los compañeros. ¿A quién sí? ¿Lo podía hacer él? Hecho que envalentonó a Valentín en los próximos días.

    El capataz era de un ejemplo encomiable. Un mes antes del puente de Semana Santa dejó claro que era exclusivamente suyo. Sin dar oportunidad a ningún otro peón. Pues no podían faltar dos operarios a la vez respecto a los asuntos propios. Falso por su parte. Pero no, puente que solo disfrutó él. Porque ya tenía el billete de viaje para ir de pesca con unos amigos. Reiterándolo cuantas veces le vino en gana y las que no también. Y todo porque la semana anterior Valentín la había pedido delante de nosotros, allí, en el parque, un día de asuntos propios para final del mes en curso, el que recién iniciábamos después de Semana Santa. Un lunes, para ser más exactos, ya que el martes, como festivo, tenía opción de su deseado puente. A quien el capataz se lo niega, respondiendo que ya lo tenían Ángel y él. Queriéndole hacer la misma jugada. Pero Valentín le insistió, que él también tenía derecho si solo eran dos personas, pues podían acceder más operarios, siempre y cuando no faltara más de la mitad de la cuadrilla, según su información. Reprochándole el puente de Semana Santa, poniendo como ejemplo a la cuadrilla del licenciado.

    El capataz tenía los números de nuestros móviles desde el primer día de trabajo. Con bolígrafo y folio en mano nos pidió que pusiéramos nuestros nombres y números. Con algún reacio que otro que a la vez lo hizo por privado. No fue de mi interés ni el uso que no hice. Para cosas propias del trabajo, con el grupo que formó de WhatsApp, según él. Del que se servía para dejar tonteras de vídeos sociales y subir fotos personales de copas con amiguetes los fines de semana. Solo hombres, puntualizaba. O sea, para estupideces, tirando por lo bajo. Aunque por prudencia lo mantuve escasamente un mes, pero en vista del éxito lo había eliminado. Simple.



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    #47
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  18. Eloy Ayer

    Eloy Ayer Poeta recién llegado

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    Hombre
    .......ahora eres la capataza, ¿qué hay? ¿quién pone?

    divertido indemostrable escrito.
     
    #48
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    Por gusto y no, Sócrates comenzó a llegar al punto de encuentro en el autobús de largo recorrido. Cosa que podía seguir haciendo con Próspero y Cándido, pero llegar en la camioneta le era imposible hablar con nosotros. Cuando esperábamos en el parque, los que fuéramos, y a la hora de subir a los camiones estábamos los que estábamos. Nos quería pedir al segundo grupo que a primera hora, en el parte de asistencia, solo firmásemos la entrada. Y la salida, al final de la jornada. Para que el capataz se viera en la obligación de estar de vuelta a última hora en el punto de encuentro; igual al comportamiento del capataz hacia Cándido y él, es decir, tomarse la revancha. Donde yo estaba de acuerdo, considerando que si solo firmaban ellos, el grupo del capataz, se quedaban en las mismas. No habría cambio alguno. Por eso no me negué, al igual que Valentín. Y según éste último, los únicos que lo haríamos del segundo grupo. Dado que Tuco se negaba a que los demás firmaran como pedía Sócrates. Pero sin llegar a un acuerdo posible. Porque ni Cándido ni Sócrates en el momento de firmar lo hacían solo en la casilla de entrada. Vamos, ¿quién le ponía el cascabel al gato? Quedándonos igual o en lo mismo, porque yo no iba a ser la primera en ceder, desde luego. ¿Entre delincuentes? Según los hechos, no lo hacía ni por mí.

    Momentos en los que el capataz estaba en su salsa. El trabajo escaseaba. Con alguna excepción que le montaba la cuadrilla del licenciado, donde a veces les hacía acudir a retirar podas a última hora. Pues mantenía con el capataz su propio desquite. La situación era inmejorable para él. No nos íbamos más temprano porque se suponía que aquello era un trabajo al uso. Si bien patrullábamos la ciudad para hacer algo más de tiempo, pero cada grupo en su unidad y por su lado, desde luego. En los que el capataz aprovechaba para que Próspero le dejase en el punto limpio que estaba cerca de su domicilio. Así que en cuanto se acababa la labor de la jornada, en vez de hacer tiempo recorriendo las calles, el capataz mandaba meter algún trasto que hubiera fuera de los contenedores urbanos en la parte de atrás de la camioneta. Y tras hacerle una foto y mandarla al encargado. Quedando mejor que bien. Forzaba a Próspero a llevarle al punto limpio que él quería. Mandándose a mudar. De otra manera, al igual que el resto de la cuadrilla, lo dejaba en el punto de encuentro.

    Días en los que Sócrates aprovechó para decirme que no pensó que me fuera a doler su intervención en el tema de Ángel, y el haber callado el tema de la camioneta. ¿Doler? ¿Por Ángel o por ellos?, me pregunté. ¿Qué no sabían cómo era el capataz? ¿Ahora? Vamos, que la reyerta entre ellos fue lo de menos, que lo acordaron para no echar más leña al fuego, o sea, que me ardieron. ¿Y? En cuanto a Ángel, pues no, no iba con él solo fue un simple recadero. ¿Cosas de hombres? ¡Muy hombres! Como si no estuviera en mí dejar que no se me suban más de dos veces a la grupa, y fueron unas cuantas, le dije. No es fácil encontrar las palabras adecuadas con las mujeres, siendo tan distintas, apunta. Al igual que ustedes. ¿De qué nos vale? Eso a ustedes les da igual, ya que nos tratan a todas iguales, o sea, para lo mismo... Como si no supiera que es una disculpa vaga, el decirnos que somos distintas, claro, para ellos cuantas más, mejor, ¿o no? ¿No somos meros patrones o formulismos? Recuerdo que en el cuartel, en el pabellón de los soldados, ya dentro de las literas, al primer resuello o jadeo de un recluta, acabábamos masturbándonos. Todos. Eso somos los hombres, concluyó Sócrates. ¿El segundo hombre que me lo confesaba? Cómo para caérseme los ojos al suelo.


    Dando clases en una academia de cantos de cisne
    Con Simón de Cirene hice un tour por el monte Calvario
    ¿Qué harías tú si Adelita se fuera con un comisario?


    Frente al Cabo de Poca Esperanza arrié mi bandera
    Si me pierdo de vista, esperadme en la lista de espera





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    La masa



    Incluso sin acabar de hablar Sócrates, Valentín salió a escape a la cafetería de la izquierda del parque. Tanto fue el cántaro, digo Sócrates, al parque que al final Valentín se rompió. Tarde en la que Valentín no se lo pensó dos veces, sin dejar pasar su oportunidad se fue directamente a por el capataz. De profeta. Sabiendo que tomaba el primer café de la tarde con Tuco. Tuvo claro que era su momento y no lo desaprovechó. Encima, según él, llevaba unos días desilusionado con Tuco. Como si allí o en parte alguna tengamos que esperar algo de los demás. ¿Y por su parte? Tanto como de nosotros, desde luego.

    Motivo que llevó a Valentín a enfrentarse al capataz. Quien le puso a la empresa por medio, a la cual había tenido que ir por su mala cabeza, acusándole de su pésimo control con la documentación del personal. Donde le dijeron que el parte de asistencia se firmaba en arreglo al horario, que para eso estaba y no para que hiciera él lo que le viniera en gana. Sacándole a relucir el resto de asuntillos pendientes, despachándose a gusto. De un solo golpe. Tarde en la que el capataz nos mandó firmar en el parte de asistencia solo la entrada. Al final de la jornada firmaríamos la salida. Última hora en que nos trató de malos modos, no solo por el hecho de encontrarse a esa hora aún por el punto de encuentro, también porque un accidente de circulación nos retrasó. Hecho que no se produjo la jornada siguiente, donde nos vimos igual o en las mismas, como hacíamos desde un principio. Esa misma noche, Tuco medió con Valentín a favor del capataz a través del móvil. Inconveniente que dejaron solucionado para el día siguiente.

    No quedó que a los pocos días el capataz nos hace entrega de una nómina. Momento que aproveché para reclamarle una copia de un documento que le firmé una quincena atrás. En relación a los asuntos propios y el periodo vacacional. Eso no es asunto mío, son cosas de la oficina, chavala, me responde despectivo. Hasta ahí sabía yo, pero el documento se lo firmé a usted, le insistí. Además que se ahorrara lo de chavala que yo no le había dado confianza para que me llamara como a él le viniera en gana. Pues no me hubiese molestado en preguntarle si no supiese que era él quien debía devolverme una copia del documento. Pero lo volvió a repetir con regodeo, claro que yo tampoco me quedé con las ganas y le dije machista (con el perdón de los animales). Asimismo, que lo que pensase o dejase de pensar sobre mí, que se lo reservase para sí, que era asunto suyo y de nadie más. No acabó de repartir las nóminas cuando mencionó a Valentín, ya que no acudió a trabajar, mientras guardaba su nómina en la carpeta. Mira éste, después se queja si digo cuanto le descuentan de la nómina con lo que viene a trabajar. Sin miramientos sin dar la menor importancia a los que estábamos delante. Que no teníamos, por supuesto.




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    Con la incorporación de Berta al trabajo, me sabía de vuelta en el grupo del capataz. Debido que ese día no faltaba ningún operario en la cuadrilla. Sin pronunciar palabra con el capataz o con los compañeros, directamente me senté en el asiento trasero de la camioneta. Sin que hubiera objeción alguna. Aunque si me hubiese mandado sentar junto a él no lo hubiese hecho, ya no, desde luego. En modo alguno. Tarde incómoda en la que solo se oía el vozarrón de Ángel. Su voz sonaba más atronadora o ya la había dejado atrás. En su rutina de repetir lo que decían los demás, sobre todo de Próspero y el capataz. Hasta la hora ―para que te hagas una idea―. Sin embargo, su relación con las alturas había mermado. Había dejado de ser el amo de la carrocería. De la caja. ¿Se guardó a buen recaudo? Tampoco el chófer Facundo le reía sus gracias. No podía negar, que a pesar de nuestras diferencias y dejando al margen a Ángel, con Benjamín, Cándido y Sócrates en los momentos de recogidas éramos una piña. No había quien se echara a atrás. Rebajábamos la tensión o lo que fuera con un poco de humor o alguna que otra broma. Sin perder la armonía de estar en lo que estábamos. El segundo grupo era inexplicable la necesidad que tenían de ser tan inútiles. Madre mía. La lentitud era inaguantable, les costaba cuerpo y mente. Sedentarios hasta decir basta. Por no mencionar que era un grupo de ásperos y secos a rabiar. Qué le íbamos hacer.

    La tarde siguiente nos llevamos la sorpresa de ver llegar la unidad con la que iniciamos el contrato. No así la camioneta. Un día con otro no eran más que cambios. Los hechos sucedían deprisa. El camión lo conducía Facundo, con Próspero de copiloto. Unidad que, por cierto, ya habíamos visto en carretera con otros chóferes. Camión que ya nos había dicho Próspero que el encargado no le dejaba conducir. Quien mandó al capataz con el segundo grupo, diciéndole que él ocuparía su lugar. ¿Mandar Próspero al capataz? Por orden del encargado, le dijo. Algo que al capataz le desagradó bastante, por supuesto. Para quien todo se le hacían peros, aunque Próspero se cuidó muy mucho en decirle que no había cambio posible, ya que pretendió que Próspero se fuera con la unidad de Rubén. Que ejerciera de capataz con el segundo grupo. Segunda y última vez que el capataz se fue con el segundo grupo, forzoso desde luego.

    Jornada que hicimos la faena de los dos grupos. La salida de Rubén, desde el mismo punto de encuentro, fue para ir directamente a la mutua. Como lo oyes ―¿Sabes lo que pasó?―. Efectivamente, el tercer hombre del segundo grupo. El accidente de Narco. ¿Qué otra cosa podría ser? Antes de entrar en el camión se le enganchó un pie entre los dos peldaños de la puerta trasera. ¿Tan accidental como la idea misma? A este no se le hizo tarde para que corrieran con él, no. ¿A la tercera fue la vencida? Como para pensar en utilizar otro medio, cuando nosotros viajábamos con las putas incluidas. Y él desconocía cualquier otra conexión con las mujeres. Por lo tanto, una más en su biografía, ¿qué importancia tenía? Desde luego. Quizá lo digo porque como putas solo sé de las escaleras. Incluso con dos peldaños.




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    Más temprano que tarde, en vista del éxito que tuvo conmigo el tema de Reina, Tuco lo retomó con Berta. En la gran ausente. Su regreso fue sin anunciarse y sin auriculares. De vuelta, después de pasar apenas dos jornadas en el grupo del capataz. Teniendo en cuenta que a Tuco, Rubén no le llegaba y Valentín se pasaba. Con la baja de Narco, el hombre quedó algo desprotegido. Pobre. No fue de extrañar que encontrara en Berta su salvavidas. O quizá le puso la mosca detrás de la oreja para resaltar sus virtudes, que las tenía. ¿Se echaron de menos o se ocultaba de sí? A saber. Nunca tuve interés por las alucinaciones ajenas. ¡De qué! ¿Por dónde?

    Ahora, Berta era la que tenía en boca a Reina y su móvil. A ella no solo le provocaba dolor de cabeza, ella iba aún más lejos: le producía jaqueca. ¿Y antes no? Por la falta de los auriculares sería. Además, padecía de migraña. ¡Jesús! Es verdad, Tuco, decía de continuo, echándose manos a la cabeza. Comunicándose entre muecas el desagrado que le producían oírla al móvil. ¡Válgame Dios! ―Entre nosotras―. Nada peor que una mujer que imita a un hombre, de seguirle en sus absurdas tramas y enredos. La única que le seguía la jerga, comprándole todas las papeletas. ¿Después de haber pasado unos meses juntas? Cuando el capataz no las separaba ni en carreteras. Y al primer guiño de Tuco, ¿se hace la nueva? Inaudito.

    Pero, Berta se definía como una mujer buena, según sus palabras, y quería lo mejor para Reina. No, no son palabras mías, por supuesto. ¿Cómo podría decir yo que una mujer es buena? Tendría que ser muy corta ―¿no crees?―. Berta tenía planes para Reina. Se daba en tiempo de hacer de casamentera, en tanto que Narco estuviera de baja médica. Puro contagio. ¿Cosas de familia?, o de dobles parejas, según se mire. El caso era que cuando volviera Narco no acaparara de nuevo a Tuco. En su misión de aduladora decía bien poco de ella. ¿En representación de sin pecado concebida? Qué de aberraciones ha cometido el hombre con la mujer. ¿Por no vernos? Ni siquiera mirarnos. Lo más cruel es que todavía lo sigan haciendo. ¿Por falta de confianza? Por sobrealimentarse, supongo, en sus aburrimientos no dejan de ser deprimentes. ¿Nuestra universal historia?

    Estos más que de calle padecían de sofá; eran de reality. Como de esperar, con los días Valentín los ofició pareja; a Tuco y a Berta, por supuesto. Los consagró en el santo matrimonio. ¿Lo que hace la distancia lo destroza la cercanía? Para que después digan que no es bonito el amor. El de puertas adentro. Como si no estuviera en correlación con la Santa Moralidad. El de todos. «Y a ella el hombre la otorgó de pensamiento neto: un sucedáneo de lo masculino». ¿La alianza? Y Dios vio que era bueno… Prácticas, no más. De las que se pasan más tiempo haciendo y deshaciendo la cama que de disfrutarla. ¿Cómo en las mejores familias?, estaría bueno. Por hacerle el gusto a su hombre Berta desbarataba hasta la conciencia y la volvía a restaurar a conveniencia, desde luego. Según el anhelo. ¿Del amor y sus principios? Tantas patologías juntas eran de abrumar. ¿Además las mías? ―ya me dirás… ―. Aunque estos no me asfixiaban el movimiento ni la expresión verbal, por supuesto. Que lo intentaban. Con ellos decir una palabra más alta que otra era motivo de castigo, pero no me iban a limitar como el malababa del capataz y no porque no lo ansiaran en cada hueco. Sus guiños ahora corrían sobre mi persona. Aunque los viera, siendo ajena a ellos no les prestaba la menor atención, por supuesto. Al igual que Reina, no tenía el mínimo interés por el color sus rosarios. Así que pronto pasé a ser en exclusiva la fuente de inspiración de aquellas bestias.


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    Con el alta de Narco, el clima se volvió más quejumbroso. En el regreso del hijo pródigo. Lo que fue echarse de menos estos también, mis niños. Fuera de casa, Tuco se había encontrado desolado, solo deseaba estar con Reina. Lo que es sentirse nadie. Aunque el matrimonio lo tomó en adopción. ¿Sin pecado concebida? Como para entretenerme en algo más que no fuera cuidar de mí, que ya era. Jornada en la que de nuevo tenía que irme con el grupo del capataz, pero me fue imposible. No estaba en mí volver atrás. Sin esperar las órdenes del capataz, que no llego, después de firmar en el parte de asistencia, me fui derecha al camión de Rubén. Invisible. A salvo de sus improperios o de volver a ser su presa ni de aguantar al bestia de Ángel, por supuesto. Aunque no dejaron de traerme el recado Tuco y Berta, quienes al interesarse por mi futuro más inmediato, me trajeron de obsequio que el capataz no quería verme ni en pintura. Pobres.

    Tarde que con el grupo al completo se consolidaron; Berta, se sentó en la parte delantera del camión, entre Rubén y Tuco. Después de haberlo hecho yo cuando se incorporó Narco. A quien de entrada, imitándoles le hice ver a Berta que ese era mi asiento, en razón de la tarde anterior. Asiento que ocupé yo. Estrategia que no falló, agarrándose al asiento con más fuerza. Sin desprenderse del lado de Tuco. ¿Un pequeño chance? Mi salvación. La tarde antes la había pasado más tiesa que un regalo al recordar los días entre Próspero y el capataz. Por ser la última del grupo no tenía un lugar asignado y menos después de hacerlo por cuenta propia. Y dado que estábamos al completo, aun sabiendo que a Tuco le gustaba ir a pierna suelta, como decía Valentín, de gastar los galones que carecía a sus anchas. Forma en que pasé a ser tan extrajera o más que Reina. Volví a ocupar el mismo lugar que en la unidad del capataz, pegada a la puerta de la derecha, con Valentín a mi izquierda. Única puerta del asiento trasero del copiloto del camión. ¿El espacio de la perdición? Seguro.

    El capataz tampoco se implicaba en ellos. ¿Motivo por el cual me sabía a salvo? Porque estos no iban a mangonearme que para eso ya me tenía yo, y era muy ducha en hacerlo. Como para ponerme frenos estaban ellos, y como para no saber yo cómo se las gastaban. ¡De qué! ¿Por dónde? Más cuando se sustentaron como familia con la intención de hacerme el vacío que calzaban ellos. Así somos de infames, digo las familias. ¿Tenía que lidiar con ellos? ¿Les decía algo yo? Como que me iban a silenciar, aun sin pronunciar palabra. Igual me daba por cantar mentalmente, que también lo hacía, ¿y? ¿No es la soledad propietaria de aquellos que se creen acompañados? Y ahora menos, no estaba allí para seguirle la corriente a nadie. ¿Y lo iba hacer con hombre que solo se medía por lo grande? Menudos ejemplares, a cual más estereotipado; planos como el corte de un melón, desabridos como la gloria en la que se culminaban Y éste, por no saber, no sabía ni hacerse el tonto que se sabía que era.



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    Después de cargar el camión de un segundo viaje en un pueblo al sur de la ciudad, y sin más labor por hacer, Rubén nos comunica que acabaríamos la jornada con la cuadrilla. Nos reuniríamos con el grupo del capataz para retirar podas en un barrio cercano del vertedero. Podas de la faena de la otra cuadrilla de la tarde, de las voluminosas, de las reyertas sordas que le preparaba el licenciado al capataz. Lugar al que nos dirigíamos, sin vaciar la escasa carga del camión. Barrio que cuando llegamos los compañeros estaban concluyendo el primer punto de recogida. De los tres por hacer. Situándose en paralelo al camión en el qué Próspero estaba al volante. El que normalmente conducía Facundo. Poniéndose ambos de acuerdo para distribuirse las cargas. Quien dijo a Rubén que recogiésemos el punto que estaba en dirección contraria a la carretera donde estábamos parados. Que él se iba a vaciar al vertedero, que a su regreso haríamos la parte alta toda la cuadrilla. Por ser la carga de mayor envergadura se transportaría en el camión que circulaba él. En tanto que Rubén descargaba la suya en el vertedero.

    Al instante de irse Próspero, se nos para delante la camioneta con un chófer que desconocíamos, el capataz y tres compañeros. Al alcance de nuestra vista y oído. Dándole la orden a Rubén de subirnos al tercer punto de recogida cuando acabásemos de hacer el trabajo que estábamos haciendo. Diciéndole que ellos daban la jornada por acabada. No sin antes advertirle de que no nos dejásemos nada por hacer. A lo que Rubén le responde que eso no fue lo que acordó con Próspero. El cual solo había ido a vaciar al vertedero. Sin embargo el capataz le insiste, que ya lo había hablado con él, que estaba todo solucionado, despidiéndose socarrón.

    Al igual que en Rubén, el descontento entre nosotros fue evidente. Donde no me corté a la hora de decir que si el capataz dio por finalizado el trabajo, nosotros deberíamos hacer lo propio. Situación que no era nueva con respecto al capataz. Ya en varias ocasiones nos había dejado tirado al primer grupo. Por eso me di la confianza en decir lo que dije, vamos, hasta por esos días, según los compañeros, que se mandase a mudar antes que ellos era un hecho. ¿Pero con la cuadrilla al completo? Era un golfo de cuidado. Rubén optó por ponerse en contacto con el encargado. Palabras que luego me recriminó Tuco. Hombre, claro, con los brazos cruzados en posición de capataz con Rubén también lo sabía hacer yo. Más que verlo venir lo veía llegar. No fue ninguna sorpresa ni de marcarle distancia, desde luego. No me cortaba a la hora de hablar ni de moverme por mucho que intentara otra cosa, no me podía. Con capacidad de expandir mi atmósfera, de alejarlo aun estando pegado a mí. Por más que se empeñase o despeñase en hacer de mandatario solo era otro más. Que por muy puesto que se viera o se creyera el único que podía hablar con Rubén, no dejaba de lucir el mismo uniforme de mamarracho que yo. Que si era por poder, al igual que él, lo teníamos el resto de los peones. O sea, ninguno. Faltaría más.



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    En la espera por el encargado lanzaba las palmas al camión de una en una. Lo equivalente al grupo y, a media voz, decía lo que me venía en boca. No necesitaba de nadie más ni me dejaba nada dentro. ¿Era para que me mandaran callar? ¿Por qué no lo hacía él?, callarse, por supuesto. Anda, después a Berta no se le ocurre otra que decir que ella aún no había dicho nada, que si dijera lo que pensaba…, en defensa de Tuco. No haría arder Troya, le dije, si lo hizo alguna vez, desde luego. ¿Importaba? Estos creen que la sal es solo para las comidas, por lo visto. Pues dilo, chica, la censuré. Vamos, como si cada uno no pudiese expresarse como quiere o le dejan, en este caso. ¿Hay más realidad que el momento dado? No me callaba, al contrario, me daban más fuerzas para seguir. Que el capataz se pusiera delante de nosotros una hora y media antes de acabar, de despedirse dejándonos en plena faena, ¿me iba a callar? Como si la vida no me regalase mejores momentos para callarme. ¿Y a ellos?

    Menos aún en su ataque, que si a él no le parecía un abuso, a mí sí, le solté a Tuco. Desde luego. ¿No estaba a la vista? ¿Por qué callar donde no debo hacerlo? Que si no le gustaba que tapase sus oídos, fue mi última respuesta, yo también me hacía la sorda con sus impertinencias en el camión. ¿No las aguantaba? Que ahora hiciera él lo propio, que con hacerse el ciego tenía, ¿o no? Para después soltarme que allí no solo estaba yo que había más personas y que se ponían nerviosas. Sí, para lo que les concierne. ¿Se ponen nerviosos por mí o por ti? Son los mismos que oigo yo, donde tampoco me gusta lo que dicen, ¿Me has oído mandar a callar a alguien? ¿No sería por su apatía? Pero bueno, ¿quién se creía allí? ¿Que se ponen nerviosos? Que yo sepa aquí no hay niños, le increpé, que si los hubiera tampoco estaría de más saber lo que hay, ¿o no? ¿A qué la protección? Para ti todo son nervios, concluí. Valentín también trinaba, pero temía a Tuco, y solo me lo expresaba con miradas. Vamos, como si tuvieran lazos de sangre, ¿la de los dioses? Para al final hacerse el chulo y ponerlos sobre aviso de lo que le iba a decir el próximo lunes; ya verán lo que le voy a decir el lunes al capataz, ya verán, se jactaba. Y tanto, en su frustración, de gracioso, le pidió un cigarrillo.

    Era insoportable el comportamiento hostil en el que se vertían, ¿no iban a necesitar de la confianza? En quienes menos hay que confiar, sin que la confianza tenga mucha validez cuando se es, ¿o no? ¿Importa la susodicha? Cuando lo natural es fluir. Normal que no tuvieran nada propio, de su pertenencia. En las familias lo que se lleva la palma son las creencias. ¿Por dejar para mañana lo que se puede hacer hoy? En sus quejas se confiesan. Al margen de la idioteces mundanas vivir hay que vivir, y estos solo eran un subproducto de las insidiosas moralinas. ¿La unión familiar genera impersonalidad? Eran unos incapaces, ¿qué iban a saber nada? Eran de toma pan y moja, ¿su alimento primordial? Menuda panda de ingratos. En sus desidias, más que ganas de comer tenían hambre. Lo bueno, si se puede decir así, es que no llegaban a la hambruna. El comportamiento de Berta era tan bajo como el de las halagadoras, el de las mujeres que acampan a la sombra de los hombres. Porque nosotras tenemos nuestras prácticas, por supuesto, ¿por qué no las íbamos a tener? Sin duda. Ni tenemos porque faltar a ellas, por supuesto. ¿No las arrastramos todos? Como para negarlo. Vamos, como que entre nosotras, a la inversa que el hombre, somos más dañinas si cabe el serlo, y lo somos. ¿Producida por las moralinas? ¿Profesando unas por buenas para dejar por malas a otras? De qué. ¿Por dónde? ¿Secuela de las escuelas?




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    Antes de llegar el encargado de zona, Próspero ya estaba de vuelta del vertedero con Sócrates de copiloto; único superviviente del grupo del capataz. Quienes tropezándose con el marrón desmintieron al capataz. Al que Próspero puso patas arriba por haberlo utilizado para tal fin. Él, mejor que ninguno sabía cómo se las gastaba el capataz, aunque por no ser de su competencia no intervenía. Sin dejar de insinuar que su actitud no era ajena en la empresa. El indeseable ya se daba el volteo no más acabar las faenas, antes de llegar hasta el punto de encuentro, ya que no se le dejaba donde él deseaba. Apenas terminaban con las recogidas, sin dar explicaciones se mandaba a mudar, dejando a Próspero y al personal bajo su cargo sin responsable.

    Después de hablar con el capataz Malababa a través del móvil. El encargado escuchó a los chóferes Próspero y Rubén. Sin dejar de decirnos unas palabras a los peones. Quien reconoció que un capataz no debía abandonar su responsabilidad antes que los subordinados, pero en esos momentos no se podía hacer nada. Aparte de reconocer la labor quedó con que saldríamos una hora antes del horario la próxima jornada. Que por ser viernes, sería el lunes, pensé. Claro que el capataz, por aquella fecha lo hacía todos los días. Era lo que decían los compañeros, pues yo ya no trabajaba con ellos y, hacía nada, Próspero lo había confirmado. A mí no me fue suficiente, desde luego, estaba contrariada, faltaría más. Al final el encargado no hizo más que política, y sabiendo que sus formas son el fondo ya no sabía quiénes eran los delincuentes; los que daban las órdenes o nosotros. Pues el lunes siguiente, en el parte de asistencia, al comienzo de la jornada solo le firmaría la entrada, que se viera en la obligación de esperar para firmarle al final de la jornada. Hasta donde pudiera el capataz no me hacía una más. De qué. ¿Por Dónde?

    La falta de responsabilidad del capataz era un hecho, pero el abuso de poder era insostenible. La primera vez que se marchó antes que nosotros fue el miércoles, la víspera del puente de Semana Santa. Tarde que Facundo sustituyó a Próspero. Nuestra labor consistía en recoger el volumen de residuos que recopilaban las cuadrillas del turno de la mañana, más la cuadrilla del licenciado. Tarde en la que el capataz se rebajó ante Facundo poniendo dentro del camión en entredicho a Próspero. Todo porque le diera el gusto de vaciar los residuos en el punto limpio, y no en el vertedero como decía Facundo. Lugar donde al fin y al cabo acababan todos los residuos. Antes de desprendernos de la carga desapareció de los alrededores, según nos dijo más tarde Sócrates. Cuando acabamos de descargar; que le había recogido un amigo en su vehículo, donde le esperaba, en la misma puerta del punto limpio. ¿Se podía ser tan miserable? Al único que puso sobre aviso de su marcha, después de añadirle que cuando acabásemos hiciéramos algo más de tiempo por la zona, ya que los turnos de la mañana, por ser la fecha que era, trabajaron bajo mínimos ese día. Dejando a Facundo al margen, a quien debió de informar, que cuando se enteró de que el capataz se había ido nos mandó subir al camión. De inmediato. Arrancando sobre la marcha hacia el punto de encuentro. Dando la jornada por acabada. Con la explicación de que si el patrón como responsable del personal había desaparecido, nosotros estábamos de más.​



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    El lunes siguiente el capataz ya sabía que solo firmaríamos el inicio de la jornada en el parte de asistencia. La salida, al final de la tarde, por supuesto. En mí era un hecho, por propia cuenta y riesgo. No pensaba ceder, dijeran lo que me dijeran, pues hablaba con voz propia. Motivo que llevó al capataz a dejarse ver por el parque ese lunes, y aunque no dijo una palabra a los que ya estábamos allí, llamó aparte a Narco. Trasmitiéndonos después a Benjamín y a mí la amenaza del capataz. Sin llegar más allá de hacer cambios del personal entre los grupos. Valiente idiota, como que yo era exenta de cambios. La que más. Si él sabía lo que se hacía, yo también, pensé. Después de todo yo no encontraba los cambios desagradables, al contrario. ¿Llegaba a algo más? Aun sabiendo que nos va la vida en ello, porque es así. Como si los propios cambios no fueran dueños de sí. ¿Según el clima? Estaría bueno. ¿De qué la diversidad? ¿El mercadeo del mundo no es el sedentarismo?

    Narco no tardó en correr hacia la cafetería en busca de Tuco, ya que el capataz se lo dijo de regreso de la misma. No todos los días recibía él un cuento de aquel calibre, el imbécil. Aunque solo regresó con Berta, pues Tuco no había llegado. Ahora sabe que lo dije yo, se queja el hombre, porque Benjamín y yo lo comentábamos con Valentín. Dejando caer que me fui de la lengua, vaya, como si tú no supieras callarte lo que te interesa. Y todos, me dije. Como si se le pasase por alto que el capataz lo cogió de recadero. Hombre, pues claro, te utilizó para que nos lo transmitieras, para que le firmásemos. ¿Por qué otra cosa se acercó a nosotros? Además, ¿de cuándo a dónde hablábamos? Será tonto. ¿No fue él quien corrió la voz? ¿Dónde estaban las pertenencias allí? ¿De qué éramos dueños? Ah, no, fue porque le quitamos la exclusiva, ¿por qué seré tan boba? Aparte de las vanas culpas, ¿qué tipo de existencia tienen los grupos? Claro, había que esperar por el juicio de Tuco. Los temerosos de los cambios, en sus creencias de que el tiempo existe. Imberbes. El iluso se pone cabizbajo. Entre tantos, otro payaso más, ¿el diagnóstico de los serviles?

    Menos la familia compuesta por Tuco, Berta y Narco, Reina y Ángel, el resto le firmamos solo la entrada en el parte de asistencia. Tuco, quien les reiteró cuanto le iba a decir, como que no sabía que quedaría en aguas gruesas. Llegó en el último momento junto a Berta y Narco, quienes se retrasaron para firmar juntos en el parte de asistencia. Le pide un cigarrillo al capataz mientras le firmaba, ¿por no verse en ninguna situación?, estaría bueno. Él llevaba el grupo con mucho recato. El diplomático. Gracias que mis cigarrillos le dan dolor de cabeza, le soplé a Valentín. Por una vez el capataz hizo un cambio que no fuésemos Benjamín o yo, sin excluirme a mí, por supuesto. Con la firma de la jornada asegurada. Mandó a Ángel con el segundo grupo, a subirse en el camión de Rubén. A Valentín y a mí nos mandó subir en la camioneta con el resto del personal que no le había firmado el final de la jornada. Para no volver al punto de encuentro. Sin embargo, Valentín se negó en rotundo a cambiar de grupo, a subir en la camioneta, pues según él estaba haciendo lo correcto. A quien bajo amenaza, el capataz se pone en contacto con el encargado sin movernos del punto de encuentro por un largo rato. Sin que Valentín cediera. Al final, por estar ya Ángel dentro del camión de Rubén, por falta de otra plaza en el mismo, me vi obligada a subir en la camioneta.



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    El martes le tocó el turno a Tuco. Fue el que acercó al parque, dejando caer que se tropezó con el encargado, diciendo que teníamos tres tardes más de salir antes del horario establecido. Insinuándonos indirectamente que cediéramos con el capataz. ¿Se podía ser tan necio? Como si me mandara quedar en casa, con el sueldo incluido. Que por pedir no fuera, desde luego. No esperaba menos. Incluso así se repitieron las mismas firmas que el lunes. Vamos, más de lo mismo. Cada cual por su lado, por supuesto.

    La tarde anterior el capataz lo sobrellevó como pudo, ya nos lo había hecho él una vez a nosotros. ¿Pensó que íbamos a hacer la misma gracia? Que no pasaríamos de ahí. Pobre. Acabadas las firmas no sabía qué decir. Aunque antes de que llegaran los transportes se lamenta, y pregunta si pensábamos continuar en la misma postura. Cuando Benjamín, Sócrates y Cándido le habían escuchado decir, en su habitual socarronería, del motín que padecía con ellos. Que la cuadrilla se le había sublevado. Porque usted solo vela por sus intereses, resuelve Sócrates. Benjamín era Benjamín. Entonces nos hace el reproche, al segundo grupo, de haber llegado tarde al punto de recogida el pasado viernes. ¿Por eso nos dejó tirados? me hice la ofendida, y no. ¿Por estar trabajando? ¿No tiene usted el cuadrante de las recogidas? ¿Qué hacemos aquí? ¿No llegamos a la misma hora? ¿No firmamos en el parte de asistencia por igual? Si firmásemos como se debe no pasarían esas cosas. ¿No lo hacemos ahora? Los interrogantes me salían a tropezones, sentía asco por aquel individuo. Imposible pronunciarse sin que el desprecio saliera a flote. Sinvergüenza.

    Con los transportes, como alma que lleva el diablo Ángel se metió en la camioneta. Con la misma, aprovechando el claro, me fui directamente a la unidad de Rubén. Estábamos por salir cuando el capataz se acercó al camión de Rubén y me mandó bajar solo a mí. Sin negarme le pedí por favor a Rubén que esperase, ya que no pensaba subirme en la camioneta ni tenía la necesidad de hacer ningún número donde no debía. Cosa que hice. Después de acercarme a la ventanilla de la camioneta, y decirle con la misma que no me volvería a violentar más ni a trabajar con un acosador laboral, aludiendo a Ángel. Me di media vuelta. ¡Qué coño hablas!, tronó detrás de mí. Que sepas que tienes un parte, hora mismo doy parte de ti, entre otras gracias, vociferaba como un energúmeno, siguiendo mis pasos. Mientras me subía al camión. Salida que volvió a retener.

    En el momento que Rubén puso la unidad en marcha le volví a pedir ponerse en contacto con el encargado por la emisora del camión. El cual se personó en el primer punto de recogida. Al que le conté el inconveniente que acaba de suceder; de negarme a firmar la salida de la jornada en el parte de asistencia, al comienzo de la misma. Respondiéndome era mi deber, que había hecho lo correcto. Contándole por arriba los hechos pasados, y el motivo por el que me encontraba en la unidad de Rubén. Él no solo no se extrañó, además, hizo medio chiste por haber ido incrustada entre Próspero y el capataz en la camioneta; entre dos cuerpos pesados, se sonrió. Me preguntó si quería denunciar los hechos, cosa que negué. Interesándose de cómo me iba con el segundo grupo, e insistió en que si quería denunciar los hechos. Ante mi negativa me mandó con los compañeros, a continuar con la labor en espera del capataz. Al llegar el capataz me volvió a sacar de la faena. Ahora hablaba con el capataz delante. Donde repetí lo dicho anteriormente, en espera de que el capataz expusiera su queja sobre mí. Su cara era de neón, los colores le iban y venían sin abrir la boca en ningún momento. El encargado reiteró el asunto de la denuncia, y que continuaría en el puesto que ocupaba en ese momento. Dando por zanjado el tema. La tarde siguiente el capataz no acudió a trabajar. Ni ninguna otra. Con él también se dio de baja la camioneta de las herramientas.




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    A la sombra



    No hay que no se reduzca en interés de lo que está en curso. Con la marcha del capataz se inició mi desalojo. Aunque no tenía capacidad ni para un ave maría, Tuco se volvió imprescindible, pues no se movía un dedo sin consultarle. ¿El qué?, me preguntaba. Después de todo, en cualquier época los delincuentes encuentran secuaces para sus fines, o sea, sandeces. Los miembros de la familia se sujetaban en razón de sus acomodos. ¿No tenían bastante con sus tretas?, suyas eran. Como para intimidarme en lo más mínimo. Aquí ninguno se permitía el lujo de ser sobre otro o en mí no, por supuesto. No estaba yo para sus antojos, iban listos. Si Tuco les prometió la renovación inexistente del contrato, lo mismo que mandarme de regreso al grupo que capitaneó el capataz. Solo quedó en su honorable cabeza. ¿Se enorgullecía de lo pésimo que era? ¿Cosas de hombres? ¡Muy Hombres! La que en sus fines se forma de modo piramidal. Como dioses o la propia palabra. ¿A título de qué? ¿Por dónde? Como si el lenguaje no tuviera la capacidad de darles la vuelta. Si cuando las ideas adquieren la cualidad de sistema, ciencia, disciplina o escuela dejan de ser, caen en decadencia. ¿Qué me iban a contar? Ni tan siquiera decir.

    Los chóferes se hicieron cargo de cada grupo de trabajo. De hacer valer los servicios. Próspero lo hizo de la documentación, quién ahora conducía un camión cerrado. Durante las firmas del inicio de la jornada, no se le ocurre otra que escogerme como mano inocente para que le dijera un número del uno al diez. Dado que con Sócrates en su día libre, al quedarse con solo tres operarios, para nivelar las manos, tenía que escoger a alguien más del segundo grupo. De añadir a su unidad un peón más, dado que el resto se sentía propietario de la asignación de los puestos de trabajo. A quien le respondí el ocho. Número que en el cuadrante figuraba el nombre de Tuco; al que le dijo que trabajaría con él. Cosa que rechazó de inmediato. En su empeño de que era yo la que debía ir, sin dejar de hacer presión en Próspero. Lo cual, por el encargado estaba exenta de hacerlo. Claro que, entre tantos males, tampoco me perdonaban que no dijera una sola palabra de la conversación que mantuve con el encargado el último día que trabajó el capataz.

    Pero salvándole la vida, digo la tarde, Berta se aventuró a ir en su lugar. Normal. ¿Para qué son las mujeres? ¿Las sacrificadas? Tuco sentía rechazo por el grupo del capataz. Incluida yo, por supuesto. Ellos se premiaban a sí mismos como los mejores. Más desde que añadió a su diplomacia a una auténtica señora como Berta. ¿Lo demostraba su sacrificio? Yo que pensé en el ocho por mágico, me dije. ¿Por la unión familiar? Menudo chasco. Pobrecita mía, muy voluntariosa ella. Aun más en lo humana. En su continua dedicación a dar consejos a Narco, a quien recomendaba buscar una mujer buena, que él solo había estado con mujeres malas, le decía. ¿Igual que ella? Quién lo diría. ¿Nada es lo que parece? ¿No era para tomar ejemplo? Cuánto más se abre una semilla menos ausencia sufre el postigo, desde luego. ¿Hay algo más frustrante que la familia? Como suena. ¿En ellas se forjan los fracasos? No en balde dicen que son la cuna ―lo que te digo―, unos acomodados. ¿La herencia en estado puro? Unos nocivos, porque si les llamase jauría ofendería a los perros. ¿Las manadas son las dueñas de la sabiduría? ¡Y de las jaulas la simetría! Por supuesto. Una pena, ¿cómo generadora de las miserias?



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    Como dueños de sus pensamientos, en sus naturalezas, digo altezas, creían que me hacían el vacío. Sin que yo tuviera inconveniente alguno. En el camión iba a pierna suelta. ¿No teníamos una remuneración? Como si allí fuéramos algo más que números; en este caso cifras. Tarde en la que, haciéndoles la competencia a Reina, no paraban de ponerse en contacto por el móvil con Berta. ¿Qué le estarían haciendo aquellos cafres? Lo que debía de estar pasando la pobrecita… La tensión en el camión cortaba. Sin embargo por una vez, el momento me divertía.


    Mi escondite, mi clave de sol, mi reloj de pulsera
    Una lámpara de Alí Babá dentro de una chistera
    No sabía que la primavera duraba un segundo
    Yo quería escribir la canción más hermosa del mundo


    Por los tres mosqueteros con los que estaba mano a mano también me enteré de que la tarde siguiente nos quedaríamos en tierra. Que haríamos el servicio de barrenderos en la ciudad. Notificación que me llegó al final de la jornada. Fijándonos el lugar y el horario para la tarde siguiente. Al margen de Sócrates y Valentín. Forma en que se repitió el número ocho, los peones que restábamos en la cuadrilla.

    Y cómo no, tarde en la que Tuco volvió a encontrar un hueco para decidir mi destino. Lo que tenía de altura y ancho lo crió en idiota. ¿Cómo cualquier líder? No quería darse por enterado de que no se me cambiaba. ¿Que pasé a ser intocable e intransferible? ¿Igual que los sustantivos abstractos? Ocho peones que el encargado de zona no tardó en asignarnos el recorrido del barrido. De mantenernos ocupados en una de las calles más largas y céntricas de la ciudad. Dónde se nos viera, como mero entretenimiento, en multitud de cuatro peones por acera. Tomando el mando del reparto del equipo Tuco, ¿he dicho equipo? En su empeño de volver a deshacerse de mí, fijó los grupos como no debía. ¿Hombre tenía que ser? ¡Muy hombre! A lo que me negué, por supuesto. Que al oírnos el encargado preguntó si había algo que no habíamos entendido. Encargado al qué le indiqué que estaba exenta de trabajar con Ángel. Sin dilación y sin hacerse esperar, se dirigió a Tuco señalándole no tener inconveniente alguno; usted mismo, le dijo. No se habló más. Le mandó con los hombres del primer grupo. ¿Fue a por la lana y salió trasquilado? O por compensar la tarde anterior. A saber.

    Con los bártulos en mano, saliendo del recinto, en su consuelo; le decía Berta, pero tú quedaste como un caballero. Con la intención de que la oyésemos, por supuesto. ¡Y tanto! Grupo que acabó por formarse con Reina, Berta, Narco y yo. Mientras que Reina y yo hacíamos la labor de barrer y recoger delante; rezagados, en sus ofuscaciones, Narco y Berta se lo tomaron como un descanso. Él, de palanganero no soltó el cubo de las manos en ningún momento. Para quienes, en tanto y más, Tuco cruzaba la acera. Pobres.

    Desde luego que prefería ir por libre. ¿No era mi mejor compañía? Cuando se está bien sobra cualquier cosa; cumplir y punto. No les iba a dar la espalda solo por sentir desagrado, ¿o sí? Con estos no me salvaba ni la campana, por supuesto, pero no iba a ser la hierba en la que pastaran. De qué. ¿Por Dónde? Con los años que llevaba sola, que no en soledad, no me iban a manejar unos chiflados. ¿Con lo que me restaba por estar allí? De qué eran propietarios. ¿En qué materializaban sus herencias? Qué razones había para apropiarse de lo ajeno. Eran un vómito de gente. Como si alguno quisiera estar allí, desde luego ¿A qué la rivalidad? ¿A quién vive con la sonrisa en los ojos? ¿Nadie es capaz de situarse en su espacio? ¿No somos habitantes del mismo? Pertenecerme era mi custodia. Aunque estos estaban lejos de conocerse entre ellos.



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