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Yo, la delincuente (Obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Alicia12, 1 de Septiembre de 2023. Respuestas: 74 | Visitas: 2617

  1. Alicia12

    Alicia12 Poeta fiel al portal

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    Yo, la delincuente​





    Sobre ruedas



    No estaba allí para verlos, aunque ellos se empeñaron en hacerlo. Fue bajarme de la camioneta y en el ambiente se pronunció la imagen de la Santa Inquisición. En ellos, en quienes bajaron detrás de mí: en los hombres. ¿Qué otra cosa podría ser? Al margen de ellos, en relación con nosotras, las mujeres, ¿existe algo más? “Te lo tenía que contar”, me dije.

    Si hubiera nacido en otro tiempo estos tipos me queman por bruja. Bien es verdad que siempre quise serlo, pero de las de escoba. ¿Acaso no es una herramienta más? Como lo es Dios, supongo. ¿Para qué decir lo contrario? ¿Y el Hombre? En su idea, ¿deja de serlo? En realidad no dejamos de ser ideales por el concepto que tienen sobre sí mismos. ¿Lo son también? En esos momentos, ¿no lo era yo para ellos? Más cuando, como Ser, solo se da cabida al hombre, ¿o no? Como creador, supongo. En su endogamia. Hoy por hoy, en su ayer. ¿De quién?

    En cuestión de ideas no hay lo que no pueda darse, desde luego. De por sí, con escoba o sin ella, muchas veces me veo allá arriba o acá abajo, que para mí y en cualquier caso es lo mismo. Porque soy un espacio dentro del espacio que ocupo, en el espacio en que habito. Lo trasmite mi movimiento, el espacio que soy, en el que me muevo. ¿De qué mi existencia? Si por naturaleza no hay mejor ciencia que la propia, ¿qué me puede decir nadie que yo no sepa? De lo que veo, y de lo que no veo también, ¿quién? Como si no deseo saber. ¿No nací para vivir? ¿Para qué creer o no creer? ¿No es mío mi sentir? Ni siquiera en el tiempo, el propio del hombre, claro. Ni de sus intereses creados, que para eso también me tengo y basto. Cuestión de autorreflejo. Puro reflejo. El movimiento de mi cuerpo, en su centro de vida. No se puede deber a otra cosa.

    Por qué me iba a extrañar que Sócrates se prestara al circo. ¿Por qué no hacerlo? ¿No era un hombre? En su espíritu fueron de risa, o son de risa, todos, con su dichoso espíritu, el de sus incapacidades. Los muy legítimos. Con sus mirlos y contubernios: de sinfonía. ¿Qué se puede esperar de ellos? En grupo incluso menos. Qué les importó el trato que me dio Ángel. ¿No era una mujer? Algo habrás hecho, me pareció escucharlos en sus solemnidades e insolencias. En cuanto a nosotras, por supuesto. Ellos se creen lo suficiente para decidir por nuestra cuenta. El común de los mortales, que ya es decir. Ni me rebelé, ¿para qué?

    Había que estar. Y como para no saber que todo corría por cuenta de la baba del capataz, pero solo a través de su pensamiento, ni siquiera por los hechos. Donde para colmo de bienes yo era la única mujer del grupo. De mayores veras. Ni qué decir. Como si tuviera alguna importancia, me dije.

    El pensamiento del hombre ya es inherente a su cerebro; su invento. Consagrados, por supuesto. Como para escuchar lo que Ángel les había dicho al resto de los hombres sobre mí. ¿Importaba? Que era bueno lo que les dijo de mí, me dice Sócrates. Lo bueno en mi tierra se come, fueron las palabras con las que yo les brindé a ellos. Tampoco fue como para dejar que Sócrates me siguiera hablando sobre eso. Menuda encerrona. ¿Acaso tenía interés por lo que dijera o dejara de decir Ángel sobre mí? ¡De qué! Ni de ellos ni de nadie. Mi obligación era cumplir con un contrato de trabajo que era mi protección. Pues, ¿no es cuestión de ganarse la vida? Aunque sea trabajando para el mundo. Mundo que es propio de los hombres. Donde se acata lo que ellos dicen. ¿Cómo maestros? ¡De qué! ¿Por dónde? En el hazmerreír de haz lo que digo, no lo que hago. Como para no hacerme gracia oír fechas y tropelías sobre “el fin del mundo”. Con el miedo de postre. ¡Ojalá! Pues siempre nos quedaría la vida… Y, sí, también entraba la última en el camión, pegada a la puerta de la derecha. Única puerta del asiento trasero, detrás del copiloto, desde el minuto uno. ¿Me iba a ofender por eso?



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    #1
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  2. goodlookingteenagevampire

    goodlookingteenagevampire Miembro del Jurado_____ Átomo somos o mota Miembro del Equipo Miembro del JURADO DE LA MUSA

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    Hombre
    Voy a esperar a que nos relates tu fechoría.
    Un saludo, Alicia.
     
    #2
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  3. Alicia12

    Alicia12 Poeta fiel al portal

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    Yo, la delincuente




    Sócrates solo me ofreció el asiento trasero de la camioneta para hablar conmigo. Exclusivamente. Cómo que aún no me senté detrás, ya que yo estaba custodiada, al igual que en el camión, por el capataz, quien me retenía en el asiento delantero, entre el conductor Próspero y él. Sócrates fue el portavoz, muy generoso por su parte y por el resto de los hombres. Muy hombres. Cuánto honor. Como que no les cabía en el pecho. Sobre todo al mando. ¿Para qué estaba el capataz? Habían mandado a Ángel con el camión, dijo Sócrates al inicio del relato. ¿Y? ¿Para el perdón de los pecados? ¿Por la rendición de los hombres? No, claro que no, cómo pude pensar eso, había que ser tonta. ¿Pensar? Eso no es para las mujeres, y gracias. Desde que el hombre es hombre, nosotras solo formamos parte de su ser. ¿Por qué? ¿Por qué lo debíamos hacer? ¿Por tener a la mujer de gremio? De pensamiento enclenque, según ellos. ¿Por miedo a nosotras? ¿Por estar por debajo? ¡De qué!

    Si los hombres no lo hacen entre sí. ¿Acaso no formamos parte de un todo? Como si no fuésemos ambos parte de ese todo. ¿Quién nos roba el Ser? ¿Por qué nos tenemos que identificar entre nosotras? Porque el mundo es propio de los hombres. Mundo que olvidó a las mujeres. En nuestras distinciones. Porque no estamos solo para que nos miren ni a salto de promiscuas. Rechazadas desde nuestras raíces. En nuestra diversidad. Solo para que acatar sus establecidas reglas, para servirles. ¿Se conocen ellos? ¿Acaso no formamos parte de su invento? Ellos tuvieron la osadía de mirar hacia arriba. ¡Eureka! ¿A la panacea de las estrellas?, ¡vacíos! ¿Escucharlos? ¿A quiénes niegan sus pies? Si aún hoy son incapaces de mirar de frente. Sí, claro, ellos siempre por arriba, que para eso son los creadores, los dueños del producto Dios en su semejanza. Los libres de todo pecado. ¿Nosotras?, ¡válgame el cielo! ¿Por qué no? Nosotras a acatar sus imposiciones, escogidas con arreglo y fin. ¿Cuál? ¿A la Santa Moralidad? ¡Estáticos!

    ¡Qué me iban a ningunear con sentimentalismos patriarcales! Como si no los conociera. ¡Qué me importaban! Con lo cruda que es la vida de por sí, para tener que tirar de ideales, y menos los suyos, que revierten hacia ellos. No hay quien los saque del vano pensamiento, vago de por sí. ¿Pensar no es ir de vacío? Como para darme lecciones moralidad estaba cada uno de ellos. ¿De qué sirven sus estúpidas moralinas? O quizá debería preguntarme, ¿a quiénes sirven? Estaría bueno. Ellos se habían comido los pasteles con que Ángel les obsequió de merienda, con los que les endulzó mientras les decía lo buena que era yo. ¡De qué! ¿Por dónde? No hay que no se sepa. Al final Ángel fue más listo que el resto. De risa. Cuánta pobreza. No les bastó ver los hechos, estar presentes en ellos, que con unas pocas palabras cambiaron de registro. ¿Por hombres? ¡Muy hombres!



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    #3
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    Yo, la delincuente




    Le disculpaban por bestia. Que Ángel solo era una bestia, decían. Qué bien, ¿y yo pagaba por ello? Ellos eran muy dueños de sus actos, sí señor, faltaría más. Él me había hecho gracia a veces, solo a veces, como que también reí con Ángel. ¿Por qué no? Al principio no les dije que no, cuando los hechos aún dormían, cuando se mantenían en sus lechos. Fue cuestión de que despertasen, porque no fue una ni dos veces las que escuché a Ángel, en su idiosincrasia, decirle a más de uno “miseriento”. Y bien que lo aprovechó, en cambio a mí, ¿a la hoguera?

    A él, sin embargo, no le bastó atacarme solo en la ausencia del capataz. No le fue suficiente. ¿Por qué no me rebelé? O quizá por hacerse notar. Yo no podía darle la espalda a un hombre, ¿asunto de qué? ¿Una mujer? Además el capataz debía de saber de lo que era capaz su protegido, pues tenía que hacerse el gallito en su presencia. Después de todo formaba parte de la siembra del capataz. ¿En esencia? En realidad, ¿hay por dónde coger a los hombres? Ellos siempre por arriba de su espacio o de nosotras, que para el caso es lo mismo. Ellos son hombres; nosotras el palo donde se agarran, su apoyo. Mientras que les servimos, claro. ¿Dónde queda el ser en el Nosotros? ¿Me lo puedes decir? Porque si no estuviésemos ahí para sus ataques, ¿qué sería de ellos? ¿Y de nosotras? No fue para menos. En su esclavitud es de lo que se sirven con respecto a nosotras, más la provocación del detenimiento, en su detrimento. ¿Por qué parar mi movimiento? El propio. ¿No lo quisieron así? El de ellos no, por supuesto, en el celo de su tiempo, quienes provocan que el espacio que somos se nos vuelva ajeno, ¿y el entorno añejo?

    Ángel era incansable; hasta aburrir. Ya había dejado de trabajar con él mano a mano. ¿Cómo no hacerlo? ¡Qué trauma! El suyo, por supuesto. ¿De qué iba? Al margen de donde me encontraba, en las horas de trabajo, no tenía más compromiso que conmigo, así que dejé de alzarle los residuos a lo alto del camión, ya no. No tenía por qué aguantar sus ataques ni estar a sus antojos. ¿Por qué tenía que estar tirando de mis brazos en el proceso de recogidas? ¿Asunto de qué? Hacia arriba, hacía él, mientras que la porquería me caía encima. La jardinería sobre todo. Ni en ofrenda. ¡De qué! No se lo consentí más. Estaría bueno. Sin mediar una sola palabra con él ni con nadie dejé de hacerlo. ¿De qué iba? ¡Se acabó! Terminé depositando las ramas o cualquier otro tipo de residuo en la caja del camión. En su base. —¿Tú escuchaste a alguien decir lo contrario?— Igual yo.



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    #4
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    Yo, la delincuente



    Antes de ser prisionera del capataz, el primer tropiezo que tuve con Ángel fue por piropear a una mujer desde lo alto del camión. Con carga incluida. A gritos, como si estuviera en una obra de construcción, de las de la época de la transición. ¿Iba a ser cómplice de algo así? Delante de mí no lo vuelvas hacer, le dije. Palabras que me salieron del alma, alma que no tengo, por supuesto, y si no la tengo yo no la tiene nadie, desde luego. Como si el sentir no nos fuera suficiente, ¿para qué enmascararlo? ¡De qué! ¿Por dónde? Que por mucho que nos empeñemos en otra cosa. ¿No nacemos de un roto? ¿Hay algo más accidental que eso? ¿Lo somos? Quiénes son los hombres para quitarnos el derecho de Ser si somos la materia en nuestro centro. ¿Quiénes parimos? ¿Acaso hay cuantía sin materia? ¿No es ella la base de cuánto somos? Si nuestro estado más puro es ser machos y hembras. El resto son solo ideas, mayormente nefastas por parte del hombre, ¿o no?

    ¿Por qué no iba a decir lo que le diera la gana? ¿No es bonito?, me interroga Ángel sin necesidad de respuesta, claro. ¿Una bestia? ¡Bonito, un mueble! En relación al movimiento, ¿no son ellos los bonitos? Para después, en su desquicio, enzarzarse en mi contra dentro del alboroto que armó. Con la originalidad de llamarme loca creyendo que me insultaba. Menuda gracia. Hasta ahí sabía yo. Como si dijera algo sobre mí que ya no les hubiese dicho antes yo a ellos. Como que me iba a decir algo peor de lo que me he dicho yo. No me hacían mella sus palabras. ¿Acaso soy ajena a ellas? ¿Y a la locura? Menos aún. ¿Qué creía? Siempre las utilizo. A las tres: a la tonta, a la boba y a la loca. Un recurso fácil; en teoría y en su práctica. Como si no supiera que lo que digo de mí a los demás no me viniese de vuelta, porque no hay coletilla que no nos regrese, ¿con cabeza incluida? ¿Para qué teníamos un capataz? Él ni se inmutaba, al contrario, le hacía gracia las cosas de quien pronto fue su protegido.

    Hoy, qué alcance puede tener lo que un hombre me diga en la calle, si de por sí ni los veo. ¿Cómo oírlos? Como para mencionar el escucharlos. ¡De qué! ¿Por dónde? Pero en mi presencia, trabajando juntos, él no molestaba a una mujer más. Por el simple hecho de llevar el mismo uniforme que yo, instantáneamente, las palabras se convirtieron en un hecho. Y yo no tenía por qué identificarme con aquella bestia, que lo era. ¿Quién era él para sacar a una mujer de donde estaba? A ninguna. Porque no es donde se nos ve, sino dónde estamos. ¿Tan difícil es de comprender? ¿Por qué le iba dejar gritar a una mujer? O no gritar, pero él no llegaba a más. Si se podía evitar, lo evitaba. Fue de lo que se trató. Que si no, ¿quién sería yo para decirle nada? Allá cada cual. ¿No era libre para pensar, imaginar o fantasear lo que le diera la gana? Pues lo mismo la persona a quien piropeó, lo era igual. Así de simple. ¿Por qué entorpecer su camino? No solo el lenguaje nos hace distintos. También el instinto. ¿No salta a la vista? ¿Y el uniforme? ¿No nos dijeron que nos debíamos a los ciudadanos? Que fuéramos respetuosos con ellos. Después de todo era a lo que nos dedicábamos en ese momento. ¿De qué pasta están hechos los hombres? ¿Dónde se metía el capataz para estos menesteres?

    En la historia del hombre, porque no existe otra, ¿qué relevancia ha tenido la mujer? Como mucho de segundonas o de teloneras, que conozca, claro. ¿Detrás de un gran hombre hay una gran mujer? Ni siquiera en el sentido de compartir. Cuando no se trata de más. ¿Por qué nos ocultan? No hay hallazgo posible sin una unión. Una fusión. La unidad es de dos. En sí misma. ¿Un creador? ¿El Sol? ¿La vida no la conforman la materia y la energía? ¿El movimiento de ambas no es lo que forja los elementos? ¿Acaso no somos su peso? ¿No está en nosotros? No hay más. El resto no son más que sandeces. Inventos. Son unos incapaces, incapaces hasta para comprenderse entre ellos. ¿Qué se van a comprometer? Si siempre han comercializado con la imbecilidad. Aquí les tenía danzando a mi alrededor. No para que hicieran algo por mí, para nada, ni a la inversa, yo hacia ellos, pues donde no hay reciprocidad, ya me dirás. No tenía el mínimo interés de cómo era o dejaba de ser un compañero. ¿Qué puede fluir del entierro que son los hombres? Lo suficiente para retratarnos por nosotros. Como que no hay marco que se resista a los baches. ¿Por qué hacerse una idea de nadie? ¿No lo hacen los hechos?


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    Yo, la delincuente



    Ni siquiera el entorno nos hace más fuertes: somos junto a él. ¿La fuente de la que bebemos? ¿Y en el mundo? Sí, quizá no somos donde estamos, sino cuando nos vemos… Pero estábamos en lo que estábamos. Suficiente. No fue para que Sócrates saliera en mi defensa. ¿De qué? Claro, que no por el hecho en sí ni por Ángel ni por piropear a una mujer donde no debía, no. En relación a las mujeres no hay tal cosa. ¿Qué pensó? ¿Qué iba de feminista?, andaba listo. ¡Ni mujerista! Venga ya, si no salimos del primer plato, no me confundas, fueron mis palabras. ¿Qué tenía que ver yo con eso? Si no prestó atención al hecho, el resto estaba de más. No fue como que más tarde me saliera con que el lobo no es tan fiero como lo pintan. ¿Estaba ahí la gracia? Por lo visto todos los animales tienen carencias, menos el hombre. Y precisamente era el único animal que conocía: ¡yo misma! Cuánta simpleza, en verdad. Y encima se interesa por el animal que podría ser yo. ¿No lo tenía delante? Vamos, que tuve que enumerarle como mínimo una veintena de ellos; de tierra, mar y aire. ¡Estaría bueno!

    Ángel era el sobresaliente del grupo del capataz. De matrícula. Y tanto. Cuántas veces no le escuché decir que a las mujeres solo les gustan los regalos. Perdí la cuenta. Como que acabó diciéndolo correctamente, pues al principio no gastaba más de tres palabras juntas. Como si yo fuera ajena a las prácticas que utilizan los hombres con nosotras. Por ahí no entraba. De qué. ¿Por dónde? A él se le veía de lejos. Sus primeros pinitos fueron a través de la ventana del camión, llamando la atención de los que estábamos dentro del mismo con sus comentarios fuera de lugar. No fue de extrañar que luego lo hiciera en la calle. Ya le había hablado respecto al uniforme en otros menesteres. Riéndose de lo que yo pudiera o no decirle. Ni me afectaba ni afecta el mundo de las palabras. ¿No forman parte de todos? Aun menos los tira y afloja entre hombres y mujeres; son estériles. En un trabajo, aún más. Inaguantable e inaceptable por mi parte. Y Ángel era muy inestable. Aunque peor fue que los compañeros me vinieran con sensiblerías porque él vivía en un centro protegido. Al contrario, ese hecho hizo que lo mantuviera a más distancia, pero sin miedo. ¿Se lo tenía alguno de ellos?

    Cuando el capataz le preguntó la causa por la que estaba ingresado en el centro alegó ser huérfano (a sus cincuenta y tantos años). Relató el accidente de la muerte de sus padres, los hijos que habían quedado huérfanos. Hasta la conmoción social que causó en su día el suceso. De su pasado, incluso el reciente, o de su situación en el centro, ni media palabra. Sócrates y yo nos miramos sin pronunciar palabra. Ya nos contaríamos más tarde que, aunque con los padres en vida, también fuimos criados en orfanatos. De hecho, con los días, recordamos nuestras meriendas de pan y chocolate. Qué menos.

    Y por mucho que se empeñó el capataz, en su obstinación, de sonsacarle algo más a Ángel de su pasado, delante de nosotros no lo consiguió. Sobre todo cuando íbamos a tomar algo durante el tiempo de descanso a algún bar. Invitándole a beber alcohol con él. Le respondía con negativas, porque en el centro le hacían toda clase de pruebas de drogas y de alcohol. Aunque él negaba la existencia de ambas cosas en su vida. El alcohol lo nombraba de pasada, de beber en algún de fin año y poco más. Y que las drogas las desconocía; que lo suyo era el gimnasio, que todos los días iba a ponerse en forma. Que si levantaba una cantidad u otra de kilos con las pesas. Y las mujeres, que sobre todo le gustaban las mujeres. Eso sí, de palabrero, que por su buena conducta dentro del programa de inserción estaba a unos meses de ser traslado a un piso compartido. Que lo estaba consiguiendo antes que otros internos. Que después era cuestión de meses. Que también le ayudarían a independizarse, a establecerse. Irrisorio.



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    A mí no me hables, no me hables, no me hables…, gritaba alejándose Ángel. Sin dejar de repetirse una y otra vez en su huida. Después empujarme hacia el asiento del camión, para bajar antes que yo; que, por muchas manos que se tiraba a la cabeza, en sus aspavientos, solo tenía dos. Sin que tuviera motivo ni tiempo para dirigirme a él. Aparte de que ya no lo hacía. ¡De qué! ¿Por dónde? Era su problema. De él y para él. Ángel era de reiteración continua: Las únicas malas son las mujeres. Y tanto, me decía para adentro, ¿no dicen que no hay mujer buena ni hombre que hacer no tenga? ¿Y mientras tanto? Faltaría más. Pues, sí, claro que había dejado de hablar a Ángel. ¿Por mala? ¿No es lo mínimo que despachan las moralinas? ¿De ahí sus ataques?

    A quién también dejé de saludar, por supuesto. Como para entretenerme con lo que es la palabra dada. ¿El peso del mecanismo? ¿El segundo Dios? Cuando estaba de más, cuando estaba en manos del capataz que no sucedieran esos contratiempos, o por lo menos no dar pie a que pasaran. Allí estábamos todos en el mismo saco, que por muchos agujeros que tuviera, no teníamos escapatoria. ¿Qué iban a saber aquellos hombres? Si ni siquiera tenían interés por ellos mismos. Cansinos.

    Motivo por el que el capataz me retuvo prisionera a su lado. Vez que no me callé, y por la que se me juzgó. Mi premio: de vuelta atrás. Ese fue el resultado; empujarme a un lado dentro del camión para bajar antes que yo fue miserable, y de miserables sabía un rato. ¿Uno más? Ni de anécdota. Como que me sonreí recordando la sesgada y pusilánime expresión de: “Las mujeres y los niños primero”. ¡De qué! ¿Se olvidó el mundo de nosotras? ¿Y de la niñez? En la religión, ¿no lo hace Dios? ¿Cuándo no son los hombres los primeros? ¡En todos sus órdenes! En los del mundo, por supuesto. ¿En qué otra cosa puede ser? Suyo es, de quién si no, porque a las cosas de la vida todavía son incapaces de asomarse.

    Y es que hoy, ¿de qué se puede hablar con un hombre? Qué tienen para decir. ¿De cuándo, a dónde? ¿En qué dan a valer su Ser? Cuando el equivalente es mera existencia. ¿Un ejemplo?

    Por ser la única mujer del grupo, ante la “protección” del capataz se me cortaron las alas. Ni me entretenía; de largo y sin puntadas. ¿Hubiera valido de algo? Los hechos eran palpables. El hombre siempre se ha inflado para decir que nos protege, que protege a la mujer. ¿De qué?, ¿por dónde? En sus temores no lo hacen más que de sí; de él y para él. De ellos y para ellos. ¿Hacia adentro? Como que nosotras no somos capaces de hacerlo sin ellos, ¿incluso más?

    ¿No es para hacerse por una misma?, desde luego. Nadie me enseñó a comer sola, ni siquiera a quien conocí como madre, que para el caso, a estas alturas de mi vida, se puede decir que fue accidental. ¿Igual que nacer? Como que de las familias, ni las llamadas encantadoras. De las que dicen querer lo mejor para sus hijos. ¿Existen? En arreglo a ellos, a costa de la tranquilidad de los progenitores. Verborrea. Los matrimonios fueron otra patraña entre Gobiernos e Iglesias. Encartonados. ¿Para la domesticación de la masa? ¿Para la tranquilidad de reyes y porcinos? ¿Lo conveniente al sistema? ¿De qué Universo? Como para no saberlo. Menudo querer institucional somos. Es lo que transmite el pensamiento. En su invento, que no mío, por supuesto. ¿Hay algo más vago que el pensamiento? Pues no me brinda poco quehacer la mente; sin pautas ni tiempo…



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    Para los hombres fui un blanco fácil, un punto, un plano yerto. ¿Por qué juzgarme al margen de mí? Entre nosotros, ¿existe algo más tonto que creer? Cómo no lo iban hacer. Total, para que el capataz me saliera con un “vaya por dios”. ¡Y por ti!, fue para replicarle yo. Como si no supiera que las mujeres formamos parte de sus caprichos. ¿A qué hacerse el inocente? ¿No era de su gusto? Pero no, las órdenes son las órdenes, cuando no le daba cabida al cargo que ostentaba; solo al hombre. En su abuso. Que para eso estás, mujer. ¿A quién se la iba a dar? No dijo ni una palabra más, para qué, con el “vaya por dios” dio el tema por solucionado. Expresión que sabemos todos y quienes no la saben, también. Amén del pensamiento. ¿Para qué más? Estaba todo dicho; nos debemos más a oír que a escuchar. Así, dicen que todos sabemos hablar, pero pocos saben lo que dicen. ¿Escuchar a una mujer? ¿Te suena de algo? Como mucho, oírlas. Para ellos todo es cuestión de oídos, claro. A ser posible, sin rechistar. ¿Cómo iba a quitarles el gusto de ser? Pues si no, ¿para qué están? ¿Dónde la superioridad? ¡De qué! ¿Por dónde?

    ¿De qué les valió? Ni los sucesos anteriores. Fue como ver pasar un tren donde no existe. Visto y no visto. Como cazador, el capataz se relamía, ya que era de su gusto. Como que yo estaba allí para seguir a Ángel cuando bajé del camión. Ya les hubiese gustado, ya, sobre todo un enfrentamiento con él. ¿Para qué? Yo me sabía mía, muy mía, así que me fui derecha al capataz, expresándole mi queja con buena voz. En alto. ¿Debía seguir aguantando a Ángel? Y menos aún después de sus anteriores ataques por detrás de mí. ¡Dos veces! ¿Por qué no le daba el gusto de reventar? Ni se lo iba a dar; ni me enfrentaba a él ni me achicaba, mientras pudiera no, faltaría más. Ni por altura ni de ir con Dios. ¿Para qué se necesita? Con ellos en distancia, y cuanta más mejor. Además, ¿dónde estaba escrito? Que si lo dejo por obra y gracia del pensamiento iba lista, como todo lo que se para, lo que se mantiene quieto, ¿de morir? En sus hermetismos. ¿Hacia qué deriva? A lo de siempre; por siempre y jamás. Como si las lenguas engendrasen. Que antes no le dijera nada al capataz no significó que ahora quisiera hacerlo, no. Para qué. ¿Por dónde? Y menos a él, que sabía cómo se las gastaba, que era aún peor que Ángel. Si lo sabía yo. Vaya que si lo sabía. Valiente provocador. Como para hacerle pereza. ¡De qué!

    Después de eso, en el camión iba pegada al capataz en su empeño de obligarme a sentarme junto a él. ¿Qué deber fue el suyo? Era una orden. ¿Por lo que cometió otro? Me ordenó que pasara al asiento delantero del camión. Pasó olímpicamente de lo que dije o dejé de decir. Ni por parte del compañero Benjamín que, aunque de pocas palabras, salió en mi defensa. Pero el capataz hizo oídos sordos. Ni un resoplo más por su parte. Donde, por así decirlo, iba algo suelta, pero la sensación de delincuente no me la quitó nadie. Se consolidó con el hecho. ¿Pasé a ser la maleante de la cuadrilla? ¿Por qué tenía que ser yo? Como si no tuviera que custodiar a Ángel y no a mí. No requirió de una palabra más, al contrario, se inflaba. Lo que son las cosas, pasé a ser presa de un barril de cerveza, puro calco. De su poder, que no de su cargo propiamente dicho. Oficial. ¿Por criminal? En su abuso, triste.

    Benjamín era Benjamín.

    En la camioneta fue a peor, pues quedaba incrustada entre el chófer Próspero y él, o entre sus corpulentos y pesados cuerpos. No fue para menos. Ya que, por momentos, mi cuerpo obstaculizaba la caja de cambios. Imposible, y sin embargo fue. Para los hombres sí hubo cambios. Por sus bestialidades. No me extrañó que, sin ser exacta en tiempo, ya le había dicho a Próspero que el próximo oficio que me tocara en el sorteo sería contorsionista. De hecho cargo a la espalda uno poco de muchos de ellos; de oficios, digo. ¿No estamos para eso? Qué me iban a enseñar o a mostrar que yo no supiera, ¿allí no me doblaba para ellos? El hueco que ocupaba de asiento en la camioneta no era más que un portavasos. Iba trincada, unida de pies y brazos, sometida y privada de movimiento y expresión verbal para que se sintieran, en lo imposible, cómodos. Inocente de mí. Postura que pasaba más de la mitad de jornada, porque todo era un ir y venir sobre la carretera. ¿Le supo a poco la encerrona del camión? Ahora, el capataz, se daba el gusto de decirme al bajar de la camioneta, con jocosa risa, que estirara los pies. Vamos, ponerse manos a la obra, el muy sucio.​


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    Le quedó lejos a Sócrates saber que yo no tenía interés, al margen de lo que me retenía allí, de nada de lo que ellos fueran partícipes. Y menos de los hombres. ¿A qué el acorralamiento? ¿Por ocultar el motivo por el cual ahora trabajábamos en camioneta? ¿No me iba a enterar igual? ¿Qué Ángel les habló bien de mí? Vamos, hombre, estos por lo visto pensaron que era cosa de dos. ¿A qué la insistencia? ¿Dónde la suma? Cuando el mismo Sócrates, precisamente, era de resta. ¿Por creyente? ¿Por seguir el patrón? ¿Por ser todos iguales? ¿Había que tomar recorte? Como si no supiésemos que el mundo, en sus opresiones, es de los manipuladores. ¿Son la medicación a la enfermedad que llaman pueblo? ¿Antídoto y veneno? Los serviles solo se reservan para echar culpas. ¿No era él un ejemplo? O no se enteraba. Inutilidades. Majaderías. Como que eso era nuevo para mí. Con respecto a los hombres de palabra. ¿Por qué hizo de orador? ¿Por reprimido? De los que ni se sabe ni se conocen. ¿Por qué debía estar? Con su nunca se sabe… De los de olla, no se puede ser menos. Los primeros que se venden. ¿No estaba en él acabar con eso? ¿Qué mejor respuesta? La de cualquier embrión, aunque tampoco fue de considerar. ¿Qué se podía esperar? Cuando no se espera nada. ¿El qué? Si la cuestión es hacer, si no hay que no esté en la misma obra. ¿Lo que dejamos de merecer?

    Que de los cinco hombres; tres compañeros, el capataz y el chófer Próspero, Sócrates hiciera de juez, no, no me extrañó. Sabían lo que se hacían o creyeron saber. ¿Con el creer bajo el brazo? Porque no nacemos con un pan bajo el brazo, no, ¡nacemos con el clero y todos sus santos! Y no es que lo diga yo, que no, ¿no los llevamos de cabecera? Llegaron con la lección aprendida. Incluso el capataz, que conmigo solo abría la boca para dar bocinazos, ahora ni eso. En todo momento se mantuvo callado. ¿Para qué estaba? ¿Por qué fue Sócrates quien tomó la palabra? ¿Quién era él para darme lección alguna, de decirme nada? ¿Por alguna conversación que mantuvimos ambos? ¿Por ser afín a mí? ¿Quién lo creía? ¿Las cabezas pensantes? ¿Él? ¿Por qué nos alejábamos de aquel espacio en cuanto podíamos? No de lugar, por supuesto, hermoso en sí. De las penosas competencias del hombre. ¿Por darme el gusto? ¿Por saber de mí? ¡De qué! ¿Por dónde?

    ¿Por qué no nos dedicábamos a lo que servíamos? ¿Existe el hombre? Desde su inventiva, sí, claro, desde su mundo. Porque desde la existencia, como seres dejan mucho que desear. ¿Debía definirles vanidosos? Y es que caprichosos, en su derecho sobre nosotras, ya lo son. ¿Y entre delincuentes, no lo éramos por igual? Vaya que lo había, el derecho no tiene más dueño que el hombre, porque sin discriminación no existiría derecho alguno. En los que en esos momentos me movía, como con todo, faltaría más. Dudoso de por sí. Mucho. El derecho, claro. Es lo que te digo, sobre la particular creación del hombre. ¿Por un Dios? Si en nuestra naturaleza no hay nada más estimulante que la imaginación, o como pasajera de esta nave o planeta que llamamos Tierra, es donde me miro yo. Ella, de por sí, no baila al son de ningún Dios ni revolotea alrededor de ningún astro llamado Sol. ¿De un papel rayado? Claro que pensar, a lo que llaman pensar, no da para mucho más... ¿Estamos solos? El hombre no es más que de él y para él, y hacia él, porque estar, están, vaya que si están, ni qué preguntar, porque todo y todos somos espacio. Y total, ¿por qué lo hizo Sócrates? Para acabar de portavoz. ¿Qué quería? ¿Subir al cielo? ¡Qué mejor cielo que lo nuestro! ¿Qué Ángel había hablado de mí? Como si me importase. ¿Qué me iba a decir él sobre nadie? ¿Era yo de preguntar? ¿Me importaba lo que pensasen sobre mí? Como si no fuera recíproco. Como si se me escapase que pensar sobre los demás es restarnos vida; ni me debía ni tenía por qué escucharlo. ¿De qué? ¿Por dónde?




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    Como para no pasar de largo de la familia de las moralinas. ¡Y de las comunes! Inventos, no más que inventos. ¿Lo que nos mueve? No daba un paso por ninguno de los hombres que había conocido. Estaría bueno —qué quieres que te diga—. Aunque a Sócrates le supo a poco, pues divaga por mi cuenta. Por lo que te conozco sé que no eres rencorosa, me insinúa. En su insistencia. ¡Hasta ahí! ¿Pensó que le escucharía? Pero a mí me fue imposible dejarle seguir. No podía, me resistí a que lo hiciera. ¿No sabía de sus osadías? La de los hombres, por supuesto. ¡Y hacerlas! Palabras que no le consentía a él ni a nadie. Pésimos. Hasta donde me sabía, allí estaba para hacer cumplir un contrato de trabajo, que no fue jalea de palmeras, por cierto. En aquel ambiente, no. ¿Que lo rechazaba interiormente? ¿Quién no lo haría? Pero cumplía. Eso no se dudaba. ¿Sería la causa de sus asaltos? ¿Cómo pude pensar tal cosa? ¿Había elección? Me encontraba exenta de cualquier tipo de relación personal. Sin importar la índole. ¿Qué me iba a conocer Sócrates? Si por algo me encontraba donde hallaba era por lo mismo. ¡Lo que me faltaba! Acaso un oficio requiere de algo más que no sean las manos. ¿No estaba más que pensado? ¿Por qué me salí del mundo del hombre? ¡Por ruin! Por su pensamiento. ¿No nos salta a la vista? Y no de pájaros. Ellos son la consecuencia de sus productos, no más y así de simple.

    ¿Por qué no me dejaban al margen de sus cosas? Qué me podían importar. ¿Por hacerse notar conmigo? Si por lo menos se hicieran sentir. ¿Alguno de ellos sabría hacerse sentir? Respecto a nosotras, claro. A qué el maltrato. Tanta creación para crecerse en sus crueldades. Como que alguno quedó en la Tierra para Padre. ¿Quién? Ejemplarizantes que eran los muchachos. En su guerra. A la que se dieron después entre ellos mismos. ¡Como para no vernos! Que debemos darnos por satisfechas con el beneplácito de ser miradas, dicen. ¿Cómo dueñas del movimiento? ¿El agradecimiento corre por nuestra cuenta? Agradecidas. Ya que ellos carecen de gracia para ello. Eso sí, por los hombres, ¿recompensadas? ¿Por nuestra honradez? Alabado sea el padre, nuestro señor. Grandes. Cuánto brillo da la espalda. Dignos de admiración, sí señor. ¿Eso son los hombres?

    Como para seguir a nadie de nadie. Ideales, ni qué ideales. Menudas son las ideologías. Ni de tirar de las clases sociales. O las institucionales, peor que peor. Válgame Dios. ¿He dicho Dios? ¿Dónde un ejemplo? Por mínimo que sea. Y cuando digo que no sigo a nadie, también me incluyo yo. ¿Para qué? ¿Por dónde? Incluso a los alguien, a los que viven y dejan vivir, que los hay, y muchos. Ya les había dejado claro que la mujer que era la dejaba en casa, que allí importaba bien poco, que con ellos era una persona, una persona haciendo su trabajo. ¿Que se rieron? Vale, fue su disfrute, olé por ellos y la salud. Ya quisiera yo saber hacer humor, ya quisiera, pero no. Nunca cultivé a la tal esperanza. ¡De qué! De ellos, ¿para su alabanza? —¿Te dice algo?— ¿Que no pudo ser? Pues, mujer. ¿Mejor así? ¡Ni de menester! Ningún problema por mi parte. Estaría bueno.

    Si de por sí desconozco cualquier problema que no sea el montante de las matemáticas. Fue lo que me enseñaron en la escuela. Desde muy pequeña, por supuesto, la única regla de este mundo suyo —¿No crees?— ¿Primera y última? Espiral, más que redonda: matemática simple. ¿No caza el animal? Pues igual o lo mismo: yo trabajo. ¿El alargamiento de la vida? Para mí no más. El resto es su mundo. ¿A qué más historias? ¿Las que el hombre volcó para sí en su semejanza? Como para no querer evitar el mundo, dentro de lo que se puede y dejen, pues no se puede salir a escape. Siempre en lo que toca, en ello, pero sin sometimientos, ya no. Eso lo tenía en alto y bien claro.



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    El tropiezo que tuve con Ángel sin el capataz ocurrió porqué éste se desplazó con el segundo grupo; ambos formábamos la cuadrilla bajo su mando. Tarde que esperó hasta el último momento para darnos la noticia. De echarse a llorar y más; la de concedernos en gracia de prescindir toda la tarde de él. Todo un lujo, aun estando libre, trabajando a la par con el resto de los compañeros. ¿Quién me iba a decir que acabaría pegada a él? ¡Como siameses! ¿Se podía pedir más? Que esa tarde se desplazaría con el segundo grupo, nos dijo. ¿En verdad o de juguete?, me pregunté. ¡De las de obra! Nos sentimos de enhorabuena —¡mira tú por dónde!—. Pero no nos lo mencionó cuando firmamos el parte de asistencia, no. Nos lo comunicó solo y expresamente con la llegada de los camiones. Y mira que él era de tragar, de los de brindar de continuo con un arriba, al medio y adentro.

    Ángel, por no ser, no era un trabajador al uso. Y por bailarle la baba al capataz era el primero que se metía en el camión, prendiéndose detrás del chófer Próspero. Pero ese día, reticente, se quedó afuera, a la espera de la nueva. De rabo del capataz mientras este hablaba con Próspero. Pidiéndole una y otra vez que le dejara al mando del grupo. De quedarse al frente de él en su ausencia. Ya que el capataz le motivaba, pues lo alababa en todas sus formas. Y Ángel presumía de habérselo ganado. ¿Cómo supo que el capataz no venía con nosotros antes que los demás? ¿Aceptó por quitárselo de encima? Seguramente. Faltaría más. O eso me pareció a mí. Aunque Cándido ya me había dicho que no le dejarían ejercer de capataz u otra cosa. Que yo no tenía de qué preocuparme. Puesto que recurrí a él antes de la aceptación del capataz. Ellos se divertían. Como para no darle el gusto a Ángel. Ya gozaba de bastantes. ¿Uno más? De lógica. Tonta de mí el haber recurrido a él para que intermediara. Para que no hiciera algo de lo que nos tuviésemos que arrepentir. Ya que a mí el capataz me tenía terminantemente prohibido hablar sobre las cosas de los hombres. Y ellos eran muy hombres. Todas suyas, las cosas, y los casos también. ¿Para qué? ¿Por dónde?

    ¿Cuándo se había desplazado el capataz con el segundo grupo? Nunca. Ni lo haría si no fuese porque tenía algo entre manos, seguro. ¿Se puede ser tan descarado? El capataz lo era en extremo. Además, ¿a mitad del contrato laboral? ¿De qué iba? No en vano, Próspero ya le había recomendado en más de una ocasión, qué digo en más de una, muchísimas veces, que era necesario compaginar su labor con los dos grupos. Estar en las dos unidades. Que si no lo alternaba a diario, debería hacerlo semanal. Que era lo que le correspondía a los mandos de la empresa. Que siempre se estaba a tiempo. Y que aún se lo insinuaba, pero lo que le dijera o dejara de decir Próspero, él se lo bebía de un trago. ¿Y lo hacía ahora? No sabía nada el caballero. Y estos, los hombres con quienes batallaba, se vendían y compraban por nada y menos.



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    Al margen de las dos cuadrillas que trabajábamos en el horario de tarde, por la calle conocí a otros reclutados operarios del horario de la mañana con el sagrado y luminoso uniforme encima. Cantábamos a pelo. No teníamos pérdida, o mejor, no había forma de pasar desapercibidos. Imposible. Mes que el Ayuntamiento llenó la ciudad de ellos. El de las absurdas fiestas de invierno. Por las calles íbamos en paralelo con las decoraciones navideñas. Aunque nosotros iluminábamos por méritos propios. ¿La alegría del belén? Puro circo. Las miradas de la gente eran como imanes allí por dónde pasábamos; incluso, aquellas a las que dábamos lástima: entre otras cosillas.

    Tropezar con otros peones por la ciudad implicaba como mínimo el saludarnos, y a veces hablar de dónde no había de qué. Lo único que me iba quedando claro era que se movían, mayormente, entre bulos, timos y engaños. ¿Herencias? Y lo triste era que se creían auténticos campeones; al salto de las ayudas sociales: las que había, las que hubo y las por venir…, en eso eran verdaderos profesionales.

    Y como para no comentar entre los peones de nuestra cuadrilla el hecho de que el capataz, en camiones, aún no había ejercido su mando con el segundo grupo. ¡Hasta especular! ¿A quién se le pasaba por alto? Sobre todo en el punto de encuentro. ¿Por verle desaparecer? En mí era de anhelo. Para no darnos cuenta de que algo se cocía, ya que no había jornada de trabajo en la que no nos topáramos con algún que otro tropiezo o suceso. ¿Entre maleantes? Sí, siempre había algún enredo que otro, ya me dirás…, menuda es la calle para eso; de lo más intensa. ¿Por fémina?

    Aquella tarde, la misma que nos vistió y calzó, a falta del capataz, más que cojos nos quedamos mancos. No se fue sin dejar una prenda extra en mí. En el grupo del capataz, por supuesto, incluso sin él. Jornada muy beneficiosa para ambos grupos. Desde luego. En la que tampoco estuvimos faltos de baja. La del recién encargado Ángel. Visto y no visto. Después de su consabido altercado con Cándido, de los que hacía que los hombres entraran en calor. ¿Por qué no? Era más que un hecho. Rutinario. ¿Cómo en los matrimonios? Igual. Sobre todo entre Ángel y Cándido. Lo habitual entre ellos. Motivación no nos faltaba, no. Inoportunos hasta decir basta. ¿Para qué negarlo? Estábamos como queríamos y más. Incluso después de llorarle al capataz, en su impertinencia, Ángel se negó en rotundo a subirse a la carrocería del camión. A su exclusividad. Se sintió indispuesto. ¿A falta de su protector? Tarde que recogimos residuos sólidos para todos los gustos y colores. Menos para el indispuesto y para mí, por supuesto, ya que no me dejaban subir a la caja del camión. A la carrocería. Y no por no haberlo intentarlo, que lo hice. Llegar a su cima y descender a la vez. Hasta ahí. ¿Para qué más? No tenía poder físico. ¿Por qué negar nuestra distinción? La del hombre y la mujer, por supuesto. ¿Qué va por otro canal?, pues será. Bien distintos.



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    De donde no hay no se puede sacar: elemental. Eso está más que claro. Quizá la única forma de que no nos suceda nada es mantenernos callados, acobardados, seguro. ¿Y mientras tanto? Como para entretenerme en lo que piensan los demás. ¿De qué vale? ¿No es mejor un rato colorada que toda una vida amarilla? Andaría lista si me dejara llevar por lo que pensaran los compañeros de trabajo con respecto a mí. Ángel no estaba para trabajar en equipo. Ni siquiera para trabajar, pero no, según los hombres, progresaba adecuadamente. Quizá fuera yo la negada. Ni lo ponía en duda ni daba por válida no tenerla. Igual. Quizás el oficio nos forme, no así aquellos que nos rodean, desde luego. Y menos en aquellas condiciones. Lo contrario, si cabe. ¿Para qué estamos los maleantes? ¿Para hacer lo que nadie quiere? Así debe ser. ¿Y es?

    El bestia, que cuando le daba la vena cargaba con más de lo que podía abarcar. Sobre todo las hojas de palmas, que antes de llegar a su destino, la mitad, quedaban esparcidas por el suelo. Como el hecho de cargar él solo con muebles o electrodomésticos pesados. Entre sus distinciones. —Como lo oyes—. ¿Qué nos tenía que demostrar? ¿No le era suficiente con sus alaridos? Visto lo visto, no. El muy desquiciado. Que a la inversa, cuando era él, en su habitual, quien se subía a la carrocería le teníamos que dar la carga a su antojo. Presumiendo de organizar la basura. En orden, que no era otra cosa que su propia carencia. Dándonos lecciones en modo y forma. De feria. No sé cómo le aguantaban los compañeros. ¿Por ser hombres? Porque en sus salvajadas, Ángel se las jugaba a ellos durante las recogidas, tirando los residuos dentro del camión a su antojo. Hasta con daño. Pero si a ellos no les importaba, mira tú por dónde, a mí tampoco.

    Ángel se reservó la sorpresa de la tarde para el último punto de recogida. Cuando más tranquilos estábamos, ya que Próspero, el chófer, nos dijo que a pesar de la envergadura de la ulaga que no nos diéramos prisa, pues aún era temprano y no había más por hacer esa tarde. Que nos lo tomáramos con calma. Esto último eran rastrojos en cantidad, pura maraña; de escaso peso pero muy enredada. Nos servimos de rastrillos para subirla al camión, hasta Sócrates, que era quien lo lideraba en ese momento. Que por voluminosa, a base de saltar sobre la ulaga la prensaba en la caja; no solo para ocupar menos espacio, también para que no se echara a volar durante el trayecto al vertedero. Dado que el camión era descubierto. Donde acabó subiendo también Benjamín.

    Mientras que Próspero, Cándido y Ángel charlaban haciendo tiempo. Yo me entretenía apoyada en la base de la carrocería mirando cómo saltaban Sócrates y Benjamín sobre la maleza que había dentro del camión, riendo y hablando con ellos. En sus gracias, les pedía que la dejaran igual que la manzanilla. La que viene en los sobrecitos. Cuando siento que tiran de mi cabeza hacia atrás. Ángel. Enredando mí pelo con la ulaga que mantenía en los brazos. A quien, una vez desenredé mi pelo, volviéndome hacia atrás, le dije: eso no se hace. En respuesta, descolocada. Ni una voz de más o de menos. Dejándolo pasar. ¿Qué se podía esperar de aquello? Cuando se está con los demás, que no en compañía, la tranquilidad es humo. ¿Cómo la ilusión? Igual.


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    Si la tarde que el capataz se fugó nos vimos mancos de las manos de Ángel; en el segundo grupo se quedaron cojos. ¿Por equilibrar? Valentín era el portador de lo que sucedía en su grupo; el correveidile de la cuadrilla. Fue él quien nos relató el suceso de la tarde anterior. A Benjamín y a mí. Valentín siempre desechaba la idea de que el capataz trabajase con ellos. Hasta la tarde anterior un hecho. Por boca de Valentín, claro, nadie más se entretenía en eso. Con Tuco es suficiente, decía. Muy seguro de sí, presumía de que el capataz no se atrevería con Tuco. Decía que Tuco era mucho Tuco. De hecho, se había otorgado él mismo el derecho de ser el capataz de su grupo.

    Con la excepción del momento. En cada jornada, Tuco era de incorporarse en el puesto de trabajo en el último instante. De principio a fin del contrato. Antes y después del cambio del punto de encuentro. A quien en un principio el capataz le regañó por el tiempo tan ajustado de sus llegadas a la hora del comienzo de la jornada. Incluso cuando el capataz y él se hicieron amigos y tomaban el primer café de la tarde juntos. Pero él se rezagaba igual. Y eso que tomaba la misma guagua que Berta (y sus auriculares). Eran vecinos. Aunque ella le ganaba en minutos. Él se retrasaba a posta. De estar la cuadrilla dentro de los camiones, de verlo aparecer con la parsimonia característica de un vago. Que lo era, y más. Cuando aún le quedaba por firmar el parte de asistencia al capataz. Poniéndolo frenético. A quien no se le escapaba que los chóferes no esperaban por nadie. Que ellos no estaban bajo el mando del capataz. ¿No lo sabía él? Y tanto, como que un día nos fuimos sin el mandamás Malababa. En su demora. Incluso después de avisar a Próspero por el móvil de su tardanza. De que se le esperase. Ni con esas, pues por orden del encargado de zona, Próspero arrancó el camión sin él. Capataz que tuvo que llegar, por sus propios pies, al primer punto de recogida en el transporte público.

    Tuco tampoco era un peón al uso. Pero, a diferencia de Ángel, él iba de académico. La casualidad le llevó a darse en confianza con nosotros por esos días. A los anteriores del cambio de grupo del capataz, o sea, al incidente. De acercarse hasta nosotros, a los peones de base, como éramos Benjamín, Valentín y yo. Los tempraneros, quienes por un motivo u otro llegábamos con bastante tiempo de adelanto al punto de encuentro. Encontrándonos, en lo habitual, por la cafetería de la derecha del parque. Con las fechas de las rebajas del mercado pasadas de tiempo. Solo. Sin su vecina Berta. Cuando lo suyo era de verse con el capataz por la cafetería de la izquierda del parque, en arreglo a su hipotético cargo. Ahora que eran los amiguísimos, al capataz no le afectaban sus demoras. ¿Para qué están los amigos? Como de fumar a su costa; a la del capataz, por supuesto. ¿Para qué están los cigarrillos? Tuco fumaba de gorra. A mí ya me había pedido algún que otro cigarrillo, metiéndome de rebote que su señora fumaba cigarrillos de marca, ya que los míos no tenían la calidad que él deseaba. Señora que, por lo visto, se los tenía prohibidos, pues nunca le vi con una cajetilla de tabaco en las manos. Pero si pensó que, como hizo Valentín, yo iría corriendo a comprar los cigarros que a él le gustaban, lo tenía jodido. Claro que más de una vez la que se ha jodido he sido yo, aunque en otros asuntos, por supuesto. Amigos como siempre. —¿Tú le dijiste algo?—. Para qué más.

    Y después desapareció de vista. ¿Dónde se encontraba ahora? Todo quedó en eso; su llegada fue con la intención de hacer campaña, o eso pensé yo. ¿A quién se las iban a dar? ¿Qué razón había para que el capataz estuviera con ellos? ¿Por qué portaba la documentación? ¿Por testigo? Ya de por sí, los hombres comentaban que Tuco y el capataz se conocían de antes, aunque no lo dieron a entender ni a saber. Tampoco fue para yo me entretuviera con eso, faltaría más.

    Benjamín y yo nos mirábamos sin decir palabra. Éramos todo oídos con Valentín. Que se marchase con el otro grupo sin que faltara ningún operario, hecho muy habitual por sus bajas, era de sospechar, y que Tuco le cediera el asiento de copiloto al capataz porque los dos no cabían en el mismo, ¿fue la confirmación? ¿No nos sirven los hechos? Nada como pecar de boba. —¿No crees?— ¿Eran lo que parecían? Como si me atañera algo de lo que sucediera en el otro grupo. ¿Acaso no damos lo que somos?



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    Casual fue que el capataz estuviera esa jornada en el grupo que lideraba Tuco. Y único, según los acontecimientos. Con el grupo al completo, cuando por lo regular se consolidaban con bajas que a menudo se servían por gusto propio. Baja que cubríamos Benjamín o yo. Así que oír decirle a Valentín que Tuco trabajó ese día subido a la caja del camión también fue de estreno, de no dar credibilidad a lo que decía. Eso no lo hubiese hecho por él ni por nadie en su vida. Claro que la importancia lo requería. ¿Y el estreno hizo que se fuera al suelo de la misma? El cuento más que fantástico era bastante absurdo. ¡Que Tuco se torció un pie! Vaya, por una vez entró la razón a la hora de dar gracias a Dios, de esta, ¡hasta yo me hacía creyente! Si no fuera porque creer es desconocer, claro. Que aun en carencia, sin importar el medio o miedo, siempre es mejor el querer, desde luego. De estar, supongo, ¡qué menos! ¿Y solo fue un pie? Qué casualidad. ¿Era el motivo por el cual estuvo recurriendo a nosotros? ¿Para darse valor? O para despedirse, a saber. Por lo visto nadie era merecedor de estar allí, ¿y el resto tampoco? ¡Como la vida misma!

    Y causal fue que el tenderete se le viniera abajo. Que quedara en un simple aborto. Cuanta desilusión. Y no porque el capataz se entretuviera en mirar los letreros que tanto ansiaba hasta acercarse a sus barras, no, ni dar la menor importancia al suceso, tampoco. —Que aún había tiempo, les decía mientras se dirigían a urgencias—, según Valentín. ¿Por un accidente de aquella envergadura? ¿Cómo se lo consentían? ¿No era de salir a escape? Imperdonable. Cuando al camión no le faltaba ni siquiera la sirena. ¡De cárcel!

    Aunque a la hora de la verdad se encontraron con que la mutua ya había cerrado sus puertas. Vaya hombre, con los dolores que estaría pasando el pobre Tuco. Como que no hubo otra solución que ir a un hospital. Concertado, por supuesto, porque alguien debía de pagar el accidente. Hospital donde se le atendió, sí, y a quien el médico le diagnosticó tener una pequeña inflamación en el pie, pero no reciente, sino de varios días. Qué pena. —¿No te parece?— Médico que le recomendó descansar el pie, pero sin parte de baja, claro. Pobre. El chasco fue tremendo. Él buscaba irse a casa con un parte de baja por accidente laboral. Sin daño en el mismo, claro. ¿No era para acunarlo? Triste.

    A Valentín no le faltó adjetivos hacia el médico; de todo menos fea, ¿por ser mujer? Imagínate el lesionado. Al sufrido. ¡En propia carne! Eran para lo único que daban de sí. En todos los aspectos y órdenes. La de ellos, la del mundo o los hombres, claro. Con Valentín de eco, ¿amigos a tales efectos? Con más mérito, si cabe, en su insistencia de que no había derecho al trato que le dieron a Tuco en el hospital. Que él vio cómo se torció el pie. ¿Se puede ser más obtuso? Sin dejar de poner a la médica a caer de un puente en todo momento. A la que arrojó al vacío cuando acabó con ella. No era para menos. ¿Por mala? ¡Peor! ¿Cómo se le ocurrió hacerle eso a un padre de familia? No tenía corazón. Eso no se le hacía a un hombre como Tuco. ¡A dónde vamos a parar! Para qué están los compañeros. El consuelo nunca es suficiente, no. Pobres.



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    Tuco y el capataz se medían de lejos y en silencio. En cada una de las unidades de los camiones ocupaban el asiento de copilotos. Ambos contaban con venas tragicómicas que a remos usaban a destiempo. Eso sí, el contrapunto de Tuco con respecto al capataz, como todo aprendiz que se aprecie, radicaba en no alzar la voz. Según él le producía dolor de cabeza. Era de dolor empedernido. Y la cabeza su más fiel servidora. Cabeza que no dudó en dar por finiquitado su papel, después del fatídico accidente, de ir por la cafetería de la derecha del parque. ¿Para qué? ¿Por dónde? Qué iba a estar él dónde no debía. Las obligaciones son las obligaciones, ¿y estas pasaron a otra eucaristía? Lástima. ¿Es así la vida?

    Qué no pasará entre capataces que no suceda entre peones, me preguntaba, pero allí no estábamos en condiciones de desear, no. Aquello era de estar, hasta donde se pudiera o nos dejaran, que ya era. No cabía otra. Valentín se mostró reticente en el hecho de que el capataz volviera a trabajar junto a ellos. Que no lo hizo, claro. Tonto él. Esa tarde el capataz se quedó con nosotros, en el grupo que organizó desde el primer día de trabajo. Como si nada hubiese pasado, que no pasó. Pero no quedó que no hablara de las mujeres del segundo grupo, para mal, claro. El débil echaba pestes de Berta y Reina. Cruel, buscando la reprobación de sus subordinados y la del chófer Próspero sobre ellas. ¿Se confirmaba sobre mí? Se sustentaba. Recriminándolas con todo tipo de lindezas en sus énfasis. Reiterando cuantas veces le vino en gana: Que si la una, Berta con los auriculares (escuchando música); y la otra, Reina, que no se quitaba el móvil de la oreja. Y aunque Valentín ya nos había puesto al corriente de los hechos. Conmigo delante, sobre los hombres no pronunció ni una sola palabra, por supuesto. Ni siquiera hizo mención del triste accidente de Tuco. Quien llegó íntegro a su puesto de trabajo. No podía ser de otra forma. Como siempre, ellos saben lo que se hacen, ¿que para eso son hombres? De chiste.

    Todo es susceptible de mejorar. ¿Y a la inversa? Ni que decir. Nada como tener de qué hablar. Así que empeoró para el susodicho, que no para los demás. ¿No es así la vida? En el mundo aún más. ¿A quién le gusta que manos ajenas nos rasquen el bolsillo? ¿Hay algo peor? Con los días le avisaron de la oficina de contratación sobre la factura del hospital. Que corría por su cuenta, según él. Como la fractura del pie, ¿iban de mano? Qué digo de mano. ¡A pies juntillas! Factura que se le pasó a la subcontrata, para ser más exactos, a descontar el importe de su nómina. ¿Por listo? Qué lo iba ser. Por estafador. Y que él no dejó de parafrasear con incoherencias para justificarse ante nosotros. En persona. —¿Tú le dijiste algo?—. Como si fuera de mi incumbencia. Aquí, según ellos, la mayoría eran de carrera. De haber ido a la universidad de la calle. De la que no salían por sus continuos reciclajes. ¿La única que se reserva el derecho de admisión? Diplomático que era el muchacho. Había que justificarse. Incauto. Descuento que lloró hasta el último día de trabajo. Y que no habrá olvidado. Seguro.



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    De vuelta



    Como para no saber con qué tipo de gente me encontraba. Aunque fue lo de menos, pues gente también soy yo. De por sí la vida es movimiento y lo que fue hace un rato, ahora no es —¿Nuestra naturaleza?— ¿Y las caras? Nada es lo que parece, desde luego. Tampoco tenía dónde escoger; ni había marcha atrás ni me quedaba otra. Durante las reuniones previas nos informaban sobre la ocupación que llevaríamos a cabo. Momentos en los que me hacía cargo de ver u observar cuanto me rodeaba. ¿Que había gente de toda clase? ¿Acaso la teníamos? De imaginar, ni más ni menos. De hecho, lo que manda, el que tiene la última palabra es el terreno, de eso no tenía ninguna duda. Además, a nadie se le escondió que aparte de ser desempleados, la subcontrata estaba conectada con las acciones de la lucha contra la exclusión social.

    Después de lo vivido, más que un comienzo laboral fue una iniciación a delincuente —como lo oyes—. Para que luego digan que en este mundo de hombres, no ascienden a las mujeres. Como que también había oído entre los grupitos que se iban formando: “Que el empleo era para dar gracias a Dios”. Fue como escuchar que una escoba barría sola, ¿no se crían pez y mar a la par?, igual. Entonces, ¿para qué se nos requirió? ¿Por guapos? De alucine. La pobreza mental no da para más, desde luego. No puede ser de otra manera. ¿Importaba? Hasta el más bajo de los oficios es cuestión de imagen, ¿por política? De filosofar. Y esto sí que lo aprendí más antes que pronto. Sobre todo por carecer de lugar de trabajo alguno; íbamos a ser un cuerpo itinerante.

    Mi entorno más cercano pasó a ser el uniforme. Uniforme que dejaba mucho que desear, y más. Con el cual me movía todo el día. Luminoso. Sin posibilidad de escapar por mucho que corriera a otro sitio. En oposición era paramilitar, pero con los colores de la bandera de la provincia. ¿Se podía pedir más? Bochornoso.

    Después de todo la delincuencia es lo más que abunda en este mundo, ¿o no? ¿Lo mismo que decir que la hipocresía es lo más honrado que posee el ser?, sin duda. Desde hacía rato el mundo no solo me parecía un timo por su sinsentido e incongruente. Ahora, una barbarie en todo lo que se relaciona con él. Desde sus inicios. Que a nadie se le escapa lo que es el mundo, pero al que seguimos como fe de vida, ¿por cultura? Con sus etiquetas y estadísticas; números para necesitarnos, cifras para deteriorarnos. Como el patriotismo, ¿de boca, para quienes no les rebota? La cuestión fue hacerme a la idea. Que había que estar, pues adelante, que para eso estábamos. Aunque no supe hasta qué punto.

    Un mundo que por no tener, incluso suyo, no tiene tiempo ni para conocerse. Y si no se sabe él, ¿cómo vamos a reconocernos sus componentes? Porque no sabemos delimitar el mundo de la vida. ¿Para qué se necesita saber que el león es una fiera? Por ejemplo. ¿Por pintar de oscuro lo que se mueve en claro? Qué otra cosa me pueden decir. ¿Qué no están a nuestro alcance? ¿Esa es nuestra razón de ser? ¿Lo que requiere el mundo? Seguramente. Donde el animal les sobra, ya que recriminan al instinto. A la propia imaginación. ¡Qué menos! Que si no fuera por las artes ya nos hubiésemos comido unos a otros, pero no de boca, ¿por concilio? ¿Cuáles son los cimientos del mundo? ¿No están construidos en base a lo fanático? En la oratoria.

    Nada como aprender por una misma, o desaprender en relación al mundo, que para el caso es lo mismo. De mí y para mí no pasamos, ¿y hacia ti? Ni lo fue antes ni lo es hoy ni lo será nunca.

    ¿Qué se puede esperar del pensamiento? En los ultrajes solo escuchamos a través de lo puesto. ¿Acaso no somos reflejo de lo que nos circunda? O acaso ¿debo reflejarme en un escaparate? En lo genérico. ¿Eso es la vida? ¿Vivir para ayer?, o para creer que viene a ser lo mismo. ¿Eso no cae por su peso? ¿Hay compañero más pésimo que el pensamiento grandilocuente? Sobrevalorado. Cómo que no nos vemos… ¿Qué la vida no espera? Ni falta que hace. ¿Y el mundo? ¿No es un alargamiento de la vida animal? A la que desechamos. ¿Por inteligentes? Ya me dirás. Cuando solo nos utilizamos los unos a los otros. Que para eso estamos. ¿Lo hacemos por nosotros?



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    Mal principio, mascullé. Recriminándome al instante. Me revienta la impuntualidad, pero aún más echar culpas fuera —¿Qué quieres que te diga?—. Para culpa me basta y sobra con la canción. Sí, si, esa misma. ¿Acaso hay otra? ¿Que no es mi estilo? Vamos, como si yo tuviera estilo alguno... Aparte de llevar reventado los pies. Gracias a las recién estrenadas botas, ya ves, de protección, dijeron. ¿A prueba de balas? De morir hacia dentro. Ya cuando las recogí junto con el uniforme sentí el estrangulamiento en las piernas; desde los dedos de los pies hasta la raíz del cabello. Ni más ni menos. Aunque, como deber, ¿asentí de consuelo? ¿No dicen que todos tenemos un precio? Como dueños, en los hombres no se oculta, al contrario. ¿Nuestra razón de ser? ¿Dónde acaba la razón comienza el conocimiento? Mira que las mujeres han tenido valor. Que no es lo mismo. Muchísimo, y más. Que no han sido poco crueles con ellas, aun hoy. Dejando al margen las bestialidades de sus hechos, ¿de verdad, son incapaces de ver sus agresiones a través del pensamiento? Suyo es. De nadie más. Magnos. ¿Son valor y precio nuestras diferencias? ¿Pensamiento e instinto?

    Pero al final me di las gracias, mira tú por donde, y no por llegar tarde, como sucedió. De tonta, según es una. Que salí con bastante antelación sin dar la menor importancia a que fuera mi primer día laboral, ya que tenía que tomar tres guaguas para llegar a mi destino. Nada más y nada menos. Adonde me iniciaba como delincuente. De las dos primeras era asidua. El inconveniente fue con la tercera. No por el transporte en sí, desde luego, porque ellos no ruedan solos. ¡Qué lo van hacer! O mejor, aún no lo hacen, pues visto lo visto, no es de extrañar que en poco lo hagan. Y ya dispuestos, con lo entregados que somos (no de panes y peces), acabemos de una vez por todas cogidos de pies y manos. ¿No estaríamos mejor? Total, para lo que hay que ver y hacer…

    Y aunque con poco acierto corrí con suerte; ¿amigas desde siempre? —Qué te digo que tú no sepas… —. Domesticada que es una, hasta ahí. Que no fue por desconocer el lugar, no, sino el recorrido de esta última guagua, de la cual no había hecho uso. Más el dichoso conductor que salía en esos momentos de la terminal del transporte público. Quien me invitó a subir tras preguntarle si llegaba hasta donde me dirigía. Para luego hacerme bajar a mitad de la gran pendiente del lugar y no en el sitio al que me trasladaba. Del punto al que debía de acudir. El inconveniente por el que estaba dentro de aquella línea de guagua. Que era mi parada, me dice el conductor invitándome a bajar; todo recto, hacia arriba. Que no tenía pérdida. ¿El camino o yo?, pensé. Menudo jeta. Que la parada hasta el punto exacto lo hacía de vuelta, en dirección a la terminal de la estación. Me insiste ante mi expresión interrogante.

    ¿A pie? Pues a pie. Ya no esperaba por otra guagua. ¡Qué le íbamos hacer! Precisamente era lo que quería evitar. Y tanto. Allí no había distancia. El tramo es corto. El desnivel lo distinto. Un listo que no salió del lejos y cerca, seguro. El trecho era bastante empinado. Y si no lo sabía él, en su recorrido, a otra cosa. ¿Por qué no me hizo esperar por otra línea de guagua cuando le pregunté? ¿La comunicación sorda es lo mejor de nuestra obra? ¡Hasta en las mejores familias! Solo quería bajarme en el sitio donde le había indicado. ¡Qué menos! No era tan difícil, supongo. Que si no fuese por lo encaramado del lugar ni me hubiese molestado en coger el transporte, incluso con los pies reventados. ¿Cuestión de movimiento? Simple.

    Cuando acabé de subir la pendiente, incluso exhausta, me vino a la mente que la Tierra tenía de circular lo que yo de rectangular. Me dejó como para que alguien me afirmara en ese momento que el planeta es redondo. Mirándolo desde las estrellas, claro. ¿O no? Y con la misma me volví al punto de la animación con el arriba y abajo. ¿En qué basamos la inteligencia? Incautos.



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    Qué cansino me resultaba todo. Y cuando digo todo, es lo concerniente al mundo. No lo podía evitar. Ojalá. Últimamente ni siquiera me podía tomar un café cortado en una cafetería. Como mínimo, tenía que pedirlo dos veces. Te lo sirven sí o sí con azúcar. No con la sacarina que solicitaba. Y así el resto. Rutinas. Lejos de llamarle costumbre. Qué lo va hacer, en relación a lo mundano la costumbre no llega a consolidarse. Por mi parte lo veía un suicidio. Meros hábitos. Aunque ya sabemos que a nadie nos gusta servir, desde luego. ¿Para qué decir lo contrario? ¡Cómo la vida misma! Tal vez sea el epicentro del ser humano. Ruidos, no somos más que ruidos, de no estar donde se está, que ya es decir. Por no creer no creo ni en lo universal del pensamiento. Desde sus teorías, desde su ancestral asiento. De creerse y no saberse, claro. Así es de cómico el hombre o su propio género. Sentía que la única forma que tenía de saberme era del revés. En su reverso.

    Los capataces vestían de uniforme oscuro. Discretos. De los de ley, o de los buenos, como vulgarmente se dice. En cambio nosotros lucíamos farolillos, es decir, poco menos que presidiarios. Cuando me acerqué al grupo de trabajadores allí reunidos, ya les hablaba el capataz. Pues —como ya sabes—, llegué algo después. En el corro que le formaban los peones le oí hablar de su profesionalidad. De cuánto era o dejaba de ser. Con reticencia me acerqué más. Continuó enumerando las grandes empresas para las que había trabajado. Hasta aludir en una de ellas el nombre de un famoso o por lo menos conocido por todos. Queriéndonos sorprender. ¡De qué! ¿Por dónde? Dándonos la vara a quienes iban a ser sus subordinados y a los que no también. Sin faltarle la elocuencia nos advierte: que no estaba dispuesto a perder el puesto de trabajo por nadie, que tuviéramos muy presente que con el pan de su hija no se jugaba…

    Para mí suficiente. Me aparté, no necesitaba más charlatanería. Aquel era un tipo de los se mira y no se ve, como siempre. De no empezar. ¿Otra de las herencias? Vaya, qué forma de alejarnos, ¿no? Marcándonos su diferencia. O absurda distancia. ¿De nivel? Lo que nos separa. Deprimente. Menudo pájaro. Y yo no me tenía en pie. Tenía que tomar asiento como fuera, aunque no fue antes de escuchar en la misma onda a otro operario: “Cuanto más pobres se creen, más miserables actúan”. Desde luego, aquel ejemplar no estaba para que se le oyese, menos aún para escucharle. ¿Nos acusaba directamente? De qué. ¿Por dónde? El montante de la relación laboral. Incluso la de él, ¿no consiste en obligaciones y deberes por ambas partes? ¿Le faltaba a ambas? Ante todo se faltaba así mismo.

    ¿Por qué los padres utilizan a los hijos donde no deben? Por gracia o desgracia, capataz que no me tocó en sorteo. Así que no tuve más relación con aquel individuo; empezó y acabó en aquel momento. Y cuanto oía decir sobre él a los que fueron mis compañeros, que no fue poco. La estrategia era la misma; según me entraba por una oreja salía por la otra. Desagradable.

    Y yo que me alegré, después de haber oído al supuesto licenciado, ver aparecer al capataz con el que compartiría asiento. Cuando no le conocía, desde luego. Quizá lo relacioné con el de la perorata. Como los sueños; cuando no se da por vivido lo soñado. El momento dado. En su cruda realidad. El capataz fue el más rezagado de cuantos acudimos al punto de encuentro. Quien portaba bajo el brazo la documentación del personal del turno de tarde. Con cualquier cosa me hubiera conformado, dado que yo no tenía la cabeza donde la tenía. Y no por ausente. Que cuando se nos repartían, rescatándonos de sus listas, no escuché mi nombre por boca de ninguno de los dos capataces. Aun sabiendo que las listas pasan a bobas en el momento que las ejecutan. Pensé que había quedado descolgada del resto de la plantilla. Pero no, nunca fui devota de la amiga suerte. El capataz fue quien se adelantó y, tras hacer mención de mi despiste, da por hecho que estaba bajo su mando. Alguna gracia debió haber en esto, ¿se me escapó? Por la escasez de mujeres, seguro. No me podía permitir no estar allí, claro que me hubiese gustado. ¿Señora o señorita?, me preguntó después de volver a pronunciar mi nombre de entre sus papeles. Lo que guste, para lo que sirven…, le respondí de inmediato.



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    Éramos una veintena de peones repartidos en dos cuadrillas. Con sus correspondientes capataces, por supuesto. Nos limitaríamos a la limpieza de residuos y de poda por la periferia de la ciudad. Alternando los turnos por semana. Una cuadrilla podaba y retiraba los residuos sólidos los bordes de carreteras y barrancos; y la otra, de recogida en los camiones. Labor que comenzamos en el punto donde nos encontrábamos. Forma en que la calle pasó a ser mi lugar de trabajo.

    La cuadrilla del licenciado se quedó en tierra. Para quienes llegó una camioneta con los materiales; útiles de limpieza y herramientas de podar. Mientras que los camiones ya esperaban por nosotros; dos unidades. Dividiéndonos el capataz en dos grupos. Donde mis pies, por el momento, quedaron a salvo. Notificándonos que sería hasta nueva orden. Y tanto que fue así; los cambios fueron repentinos y constantes

    Al término de esta primera jornada, el chófer del camión se brindó para bajar al casco de la ciudad a quienes no éramos de la zona. Así como el capataz, también se ofreció a llevar en su coche a quienes íbamos en su dirección. Aceptando Valentín y yo. Valentín se quedó próximo a una estación de servicio de transportes públicos. A mí me dejó cerca de su domicilio. Los dos residíamos al sur de la ciudad. Que no rechacé. Siendo de barrios cercanos, solo tuve que tomar un transporte para llegar a casa. Aunque en la jornada siguiente, Valentín trabajó en carretera bajo las órdenes del licenciado por llegar con retraso. Cuadrilla que había acabado su labor cuando llegamos. Así que fui sola con él en su vehículo. Quien por el camino de vuelta a casa me ofrece hacer lo mismo a la hora de acudir al punto de encuentro. Ir con él al comienzo de las jornadas. De encontrarnos por las inmediaciones de su vivienda. A quien no le respondí ni que sí ni que no, simplemente no acudí.

    Mis idas en el coche del capataz duraron poco. Nada. Con un pretexto u otro, el resto de la semana no fui con él más allá del casco urbano. Al igual que Valentín. Por algún que otro deber que me inventaba o por las fechas de compras en las que estábamos (yo ninguna). Empezaba a darme jaqueca su plan de seguridad. Seguridad ante todo, repetía constantemente. Dedicándose por completo a mí durante la jornada laboral. Disculpas. A falta de con quien, se dirigía a los hombres conmigo por delante; quitándome o poniendo en un sitio u otro a su antojo. Cuando no estaba más allá o acá que los compañeros. En fin, a darme lecciones de nada Cómo que era a él a quien el chófer del camión le llamaba la atención, por estar en medio a la hora de moverlo. Ya que cuando se cansaba de mí, ocioso se entretenía con el grupo que estableció por WhatsApp entre los capataces del turno de mañana y el licenciado. Que jocoso comentaba con los hombres. Así como el que formó con la cuadrilla, medio con el que se comunicaba con el personal bajo su mando del otro camión.



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    La cuadrilla la componíamos siete hombres y tres mujeres. Aparte de mí, Reina y Berta; ambas componentes del segundo grupo (como lo llamamos). La semana de camiones yo era la única mujer. El capataz no dejaba de desmerecer sus rutinas. A los hombres no ponía objeción ninguna. Sin embargo, conmigo, sin venir a cuento o ser relevante con sus obligaciones, desde el inicio se deshizo en cómo tenía que bajar o no bajar del camión (no me veía subir). Que me quitara de la puerta trasera; delante o detrás, a la hora de abrir o cerrar la misma; que si me pusiera en este u otro lado. Que si para arriba o abajo —¿Te dice algo?— El atosigamiento era continuo. Aunque en baja voz yo se las devolvía, y tanto. No me dejaba nada dentro. ¡De qué! ¿No era mi deber? ¿No estaba donde mis compañeros? No, claro, ellos eran hombres. Faltaría más. Ellos saben lo que se hacen, que para eso son hombres. ¿Me podía torear de esa manera? Por poder, claro que podía, más siendo mujer, no hay que no le quepa, ¿o sí?

    No quedó que a la hora de recoger restos de podas u otros restos de materia orgánica esparcidos en la carretera o las aceras no estuviera ella. O sea, yo. ¿No le bastaba decirlo de una sola vez? De nuevo en su boca mi nombre junto a la escoba y el recogedor. De rigurosa obligación. ¿No había más peones? Eso no era de hombres, por supuesto. Hecho que no me molestaba, al contrario. Era cuando la risa se ponía de mi parte, pues lo hacía con gusto. ¿Qué él daba la nota? Yo las tocaba. ¿Todas? ¿Para qué estaba él? En tanto los compañeros, mientras esperaban por mí, no solo le hacían coro, además me daban prisa. Mas al imaginar la estampa de lejos, lo menos que sentía era vergüenza ajena. No fue para menos. Como que una de las veces, con un camión extra por el exceso de residuos de jardinería de la poda del personal del turno de la mañana estando agachada, recogiendo los restos del suelo escuché, a mis espaldas, que el capataz le decía al chófer: “Ella siempre escarbando, je, je”. Tal cual. Como para darme por ofendida, ¿de qué? ¿Por dónde? Eso sí, aunque sin medir orden alguna mis compañeros, menos Ángel, con los días acabaron por añadirse a la labor de las recogidas.

    Si la seguridad que me proponía el capataz era igual a la que me facilitaba las botas, iba lista. Me estaban matando los pies. No acababa una jornada con ellas en su sitio, ¿según las críticas del capataz? ¿Aliviándome por un lado y dañando por otro? Equilibraba el dolor, me decía. Sin darles más bola, ¿y se la iba a dar a él?

    Pronto cambió de escenario del punto de encuentro para los camiones. En nada. En la quincena siguiente. Los desplazamientos desde el norte hasta la parte este de la ciudad eran insostenibles. Sobre todo por la densidad del tráfico de esas fechas. Así que nos rodaron al centro de la ciudad, junto a una estación de servicio de transporte público. Yo, que no había vuelto a llegar con retraso, ahora solo debía tomar dos guaguas para cumplir y volver a casa. En arreglo al horario de los transportes, llegaba con cuarenta y cinco minutos de adelanto, sin que me quedara otra. A todas, ¿por un contrato de poco más de media jornada?

    Por ser un lugar de aparcamientos con horarios de pago, el capataz también cambió su automóvil por el transporte público. Y aunque, al término de la jornada, ambos tomábamos la primera línea de guagua juntos, me alivió bastante alejarme de su lado. Mucho. También a él, que se centró en lo que le consolaba: los rótulos de una marca específica de refrescos. Perla que soltaba en el camión durante los desplazamientos. En su gusto por el alcohol. Que junto al ruido de bocina que hacía con su boca, eran su particular entretenimiento dentro del camión.


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    En principio el trato con los compañeros del segundo grupo fue nulo. Ni en camiones cuando se requería de la cuadrilla al completo ni cuando estábamos en tierra. Solo los saludos propios de inicio y fin de jornada en el punto de encuentro. En realidad, en carreteras trabajaba medio aislada. Mi nombre era el primero que se caía de la boca del capataz. A la primera que asignaba un extremo u otro. Perdiéndome de vista. Aunque a veces la propia tarea me acercaba a los compañeros. O por alguna labor conjunta. Lo normal del capataz era sacarme de la faena para emplearme en otra cosa, y volver a la tarea anterior. Como ocurrió en el momento de gritarme la orden de coger un saco de plástico de la camioneta e ir hacia él. Que para cuando llegué a su lado, lo rodeaba el resto de la cuadrilla. Llevándonos a una zona de costa, a una zanja sembrada de residuos sólidos. Entre unos peñascos y varias canchas de deportes. Donde ordenó adecentarlo entre todos; pues a quienes dio esas órdenes se negaron hacerlo. Comentó con voz propia.

    No quedó que cuando salía de la zanja con Cándido, éste me hiciera señas de mirar hacia arriba. Después de insinuarme que no se me ocurriera hacer ningún cambio. A quien después de seguirlo con la mirada en lo alto vi a Narco. Quien continuaba en el mismo lugar, sin moverse del sitio donde nos dejó el capataz. Y, según su postura, sin intención de meterse en aquella grieta, claro. ¿De qué iba?

    Aunque cuando llegamos hasta Narco, acabó por conmoverme. No por su gentileza y caballerosidad cuando se inclina delante de mí y extiende su mano derecha con la voluntad de retirarme el peso que portaba la bolsa de basura, no. Me ganó por el tono de cómo pronunció mi nombre. ¿Al que echaba de menos? ¿No fue para conquistarme? ¿Por qué seré tan corta?, me pregunté. Claro que también me entregaba con la mano izquierda su saco aún vacío. ¿Por qué aparece el diablo donde menos se lo espera? ¿Eso somos las mujeres? Ni corta ni perezosa le invité a servirse. ¿Para qué estábamos allí? Solté el saco, sí, pero para hacer más explícito el instante de señalarle el lugar donde debía llenar la bolsa de basura. Mostrándole la zanja con una sonrisa de oreja a oreja. A la que debía bajar. De los hombres de negro, dijo riendo Cándido. En uniforme equívoco, le rematé yo. Vaya con el gentleman. Ahora sí que me vio a mí. Y tanto. Como poco, no me olvidó en días. Seguro.



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    Próspero llegó de chófer del camión a finales de enero. Última tarde de recogidas en el barranco La Mulata. Barranco que atraviesa un costado de la ciudad. El mayor de la zona. Comenzábamos la jornada cuando el capataz me saca del grupo y me dice junto a Próspero que tuviera cuidado con lo que se hablaba dentro del camión. Aludiendo al encargado de zona: su superior. De él y del resto del personal; capataces y chóferes incluidos. ¿De qué iba?, pensé. Sintiéndome ajena a lo que decía. Un oficio que no necesita de palabras para llevarse a cabo. Solo de las manos. Que por muy pesado que lo fuera a veces, como en esos momentos, en los que cargábamos bolsas con escombros. Que no debía hablar sobre el encargado, me insiste. ¿Yo? ¿Poniéndome sobre aviso? ¿Por qué a mí? ¿De qué? Que se escuchaba cuanto decíamos a través de la emisora de radio del camión. Vamos, qué me iba a contar. ¿Asunto de qué?, les pregunté. Dado que lo más cerca que había estado del encargado era de verlo hablar con el propio capataz. ¿Alertándome de lo que podía o no podía hablar de nadie? Solo le dije a Próspero, que se estrenaba con nosotros, que eso no iba conmigo. Alzando los hombros. Incluso con esas, cuidado con lo que diga, me reiteró el capataz. Que cualquiera puede ser un espía, tenlo en cuenta, me advirtió Próspero. ¿De qué iban?

    Al llegar junto a mis compañeros me preguntaron el motivo por el cual me llamó el capataz. Bobadas, les contesté en ese momento. Lo creí un posible error. Y tanto. ¿Cuál era mi papel? Benjamín era el compañero más cercano en el camión. Éramos los últimos en subir. Él a mi izquierda y yo junto a él. Pegada a la puerta de la parte derecha. Única puerta del asiento trasero del camión. Donde yo aún hablaba poco, pero Benjamín, nada de nada.

    Benjamín era Benjamín.

    En su pedregoso terreno, al barranco no le faltó franquezas por retirar. Desde las más insospechadas hasta las por imaginar. No escatimó en nada. Con una sola carretera de entrada y salida de vehículos. Camino hacia el punto limpio para vaciar los escombros. En vista de que tendríamos que volver a recoger los trastos. Los que dejamos algo más cerca para ir a por los escombros. Y dado que el día anterior nos costó una hora larga todo el trayecto. Pues estábamos en su fondo. Tarde en la que debíamos de dejar la zona por concluida. No se me ocurrió otra que proponer quedarnos en el barranco. De esperar allí por la vuelta del camión. A la altura donde estaban los trastos, que recogeríamos al regreso. De no ir al punto limpio, de ahorrarnos el viaje. Pedí al capataz que si podíamos quedarnos, de hecho ya lo habíamos hecho con el chófer anterior.

    —¡Que se calle! ¡Que usted no tiene por qué hablar ni opinar de nada! ¡Ya no sé cómo decírselo! —me tronó el capataz en respuesta. Y entre rugidos alegó que intentaba ponerse en contacto por el móvil con el encargado.

    Al son de los baches, nuestros cuerpos amenizaban el sepulcral silencio.

    Yo tenía un botón sin ojal, un gusano de seda
    Medio par de zapatos de clown y un alma en almoneda
    Una Hispano Olivetti con caries, un tren con retraso
    Un carné del Atleti, una cara de culo de vaso

    Un colegio de pago, un compás, una mesa camilla
    Una nuez o bocado de Adán, menos una costilla

    ...

    Después del tiempo de descanso, y de descargar en el punto limpio los escombros. Dentro del propio barranco. El capataz volvió al tema de la emisora de radio. De vuelta al mismo cuento. Ahora, hablando para todos, nos pidió tener cuidado con lo que se hablaba dentro del camión, que se oye cuanto decimos, que si para arriba o para abajo. ¿De qué iban?, me volví a preguntar sin pronunciarme, desde luego. Incomibles.



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    El primer mes y medio de trabajo mi mente se deshizo en cantar o cantar. ¿El orden no lo ejecuta el oficio? ¿Cuál ejercía el capataz? Tonterías, me dije, aunque dicen de ellas que son sopas y que se comen. Como para no saber que el carrito de la compra es lo más barato del carrusel. Y de lo que somos capaces de llevarnos a la boca. ¿La actitud del capataz fue por tener a Próspero de su lado? Ni tuve idea ni interés. Qué iba a pensar en ellos, ¿para tener de qué hablar? ¿De qué? ¿Por dónde? Y cuando hablamos ¿no lo hacemos de y por nosotros? ¿Conocí a alguien más importante que yo? Anda, y como para darme alguna. Como que todos arrimamos las brasas a nuestras sardinas. Además, el verbo en relación con los demás, nunca da en el blanco. Aun cambiando de escenario o de color. ¿Según la ocasión? De por sí, ¿a qué responde lo mundano? ¿Hay algo más consciente o consentido que el instinto? ¿Se necesita de más? Que el momento acepta todo, pero cuando nos vemos… ¿lo de más o de menos? Como para entretenerme en pensar a qué se debía la marrullería del capataz. Pues a otra cosa, que si no fuera por las artes del mundo hay poco para rescatar. ¿Por no darme el gusto de decir que nada más?

    Al término de esa jornada, mientras estaba en la parada, ya que ambos cogíamos la primera línea de guagua, el capataz se acerca a pedirme disculpas por su proceder en el barranco. Aunque, el hijo de su madre no se marchó sin largarme, es lo que hay. ¿Y lo hace?

    ¿Lo que había era él? Estaba yo como para ceder a sus caprichos, ¡iba listo! Allí, como otra persona más, lo que había era volver sobre sus pies y situarse detrás del último usuario que esperaba la guagua. Cuando la gracia cae en desgracia no hay sonido que la recupere, me dije. Cuanta insensibilidad, la verdad. Prefería silenciar a que me callaran, algo que no lo lograba siempre. Bastante más tarde me enteré por Rubén que para oír al otro lado de la emisora de la radio del camión, era necesario mantener un botón apretado. Para más inri, rojo. Como si no tuviésemos suficiente con nuestras respectivas competencias. Era de alucine los miedos y tonteras que se inyectaban sobre el jefe de servicios y los encargados de turno, insostenibles e insoldables. ¿Los dioses del apocalipsis? ¿Por vestir de oscuro? Vamos, el más claro misterio de mundo. Teniendo en cuenta que la oscuridad no nos protege a todos por igual. Tampoco es una sorpresa.

    Con Próspero se soltaron las asperezas. Más siendo amigo, desde niños, de Cándido también se expusieron las confianzas. El capataz, que no estaba muy conforme con el transporte público, alegando que se le hacía interminable el recorrido a casa buscaba la posibilidad de acabar las jornadas laborales en el punto limpio que había cerca de su domicilio. Hacía lo posible e indecible para que Próspero acabase la jornada laboral allí. Dando por hecho que nunca lo alcanzaría hasta la puerta de su casa, desde luego. El capataz no dejaba de intentarlo, ponía todos sus medios al alcance, pero se le hacían pocos. Una cosa era reírle la gracia dentro del camión, y otra bien distinta hacer lo que no debía. Como hacerle el gusto que no se ganaba, muy al contrario. En nada se inició una guerra sorda entre Próspero y él.

    Próspero y Rubén tenían sus rutas de destino para los distintos puntos de recogidas en las zonas de poda y limpieza y los vertidos. Cuadrante que el capataz no conseguía cambiar. Los chóferes no estaban bajo el mando de los capataces. Al igual que el capataz, eran competencia del encargado de zona. Así que al no conseguir sus propósitos, el capataz se desvivió por enfrentarlos. Dentro del camión se llenaba la boca comentando que Rubén, chófer del segundo grupo bajo su mando, tenía menos puntos de recogidas que nosotros. De tener más tiempo libre. Entre otras humanidades, insinuaba que era el niño bonito del encargado. La relación del capataz con Rubén fue instantánea; de principio a fin. Con los meses escuché decir a Rubén que lo caló desde el principio. De hecho lo ignoró. No compartieron nada, incluso menos.



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    Con los pies en el suelo



    Que no tendría lugar. Dieron por hecho que no sucedería. ¿Dónde primero se cae? De pensar. Así somos de negados. Cuando se da por hecho lo ajeno. Lo de otros. En lo por ver, cuando se depende de los demás. Llegado el momento se renquea con lo que nos dicen o mandan. ¿No estábamos para eso? Como si lo estuviera oyendo: quien paga manda, ¿y cartucho al cañón? ¿No es lo que siempre? Lo de nunca empezar. ¿Cuando acaben los derechos comenzarán los hechos? Como para extrañarme. ¿Por veinticinco horas laborales a la semana? ¿Incluidas las gracias? Ni por jornada completa. No ganaba para cambios. Ya me preguntaba que si no sería mejor comer flores que estar allí. ¿Vestíamos de oportunidades? ¿Adónde me querían mandar?

    No les iba a dar la satisfacción de degradarme, no. Que se dieran por satisfechos, en sus fines, de vestirme de titiritero. ¿Por qué debía llevar el uniforme encima todo el día? Allá donde fuera. ¿Dónde el derecho de utilizarme fuera del horario laboral? ¿De propaganda sumergida? Por qué la tesitura de vestir de aquella guisa, a cuanto se me ofrecía dentro de vida personal. ¿No debería tener un espacio para cambiarme? Hasta ahí. Solo les faltó darnos un servicio portátil. Que entre tantos inventos, seguro que existe. ¿Por qué no? Que por muy escoria que me vieran no me encontraba en uso de permitir aquel abuso. No en mí. Que estaba hastiada de ellos. Pues mira qué bien, ¿por qué no eran los encargados quienes tomaran el transporte de larga distancia? A ver qué les parecía. Yo lo di por hecho, no solo de boca. ¿Por qué no? De no hacerlo, claro. Por mucho que se empeñaron en que se hiciera. Exigir no es precisamente un derecho, ¿o sí? ¿En una empresa de la que somos partícipes? Como el engañar también. ¿Qué se puede esperar de quienes contratan a delincuentes?

    Suficiente con estar pidiendo de favor en bares y cafeterías el utilizar sus servicios. ¿No tomaba ya dos guaguas para acudir al puesto de trabajo? Que ahora, querían que hiciera galimatías en hacer uso de un tercero con un autobús de largo recorrido para llegar hasta el siguiente punto de encuentro. Transporte que ni siquiera pasaba por las inmediaciones de la zona. Cruzaba un pueblo por una carretera secundaria. Lejos de los límites de las líneas de guaguas. Único servicio público de transporte de la ciudad. ¡De qué! Ubicado en la zona más alta y lujosa de la ciudad. ¿Y? ¿Qué fue del acuerdo de las reuniones previas? ¿Estábamos locos? Que trabajásemos en la periferia de la ciudad, no les daba derecho a hacerme llegar por nuestros propios medios a sus antojos. De eso no nos queda, pregunte usted mañana, me decía. No estaba para pasarme el día entero en carretera. Como tampoco enredarme entre quejas y lamentos, que no. Daba la cara, ¿acaso sirve para algo más?, y tanto. ¿En los momentos donde en verdad hay que hablar me iba a quedar callada? ¿De qué? ¿Por dónde? A los hechos me remitía.



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    Que no era difícil llegar al lugar, decían. ¿Y de entender? ¿Hay peor dificultad que el entendimiento? ¿En eso basamos nuestra complejidad? ¿Cuál? ¿Por qué hacerme cargo de lo que no me correspondía? ¿Por agradecimiento? ¿A qué? —¿Te suena?— El resto de los compañeros se hacían los sordomudos. Había que tener buena conducta, y yo estaba faltando a ella. ¿Una delincuente? ¿A costa de una misma? La educación es otra cosa, desde luego. ¿Debía dejarles en su abuso? Iban lindos. ¡Preciosos! Llegado el momento. Que en la actualidad no hay distancias lo sabía yo, por supuesto. Pero no era el tema, no en un puesto de trabajo. Menudos caras. El problema era estrictamente de la empresa. Esas fueron las condiciones, ¿no?

    Como para no extrañarme lo pomposo que se había puesto el capataz el viernes anterior. Con el nuevo itinerario de carreteras, en tanto que en camiones se mantenía igual. Que el plan de trabajo de los seis meses iba un mes por delante. Por hablar de más, supongo. ¿Nos mandaban a casa? ¿A qué la motivación? Claro, en ese momento no recordé que también éramos empleados con formación. Mira tú por dónde. ¿Sería por eso? Toda una hazaña. Como que iba a caer en la red. En cualquier caso o cosa aquello era deformación. Una guerra continúa. En realidad ni siquiera hacíamos falta. Para qué andarse con bobadas. ¿Por calmar las desmedidas ante el pueblo? El capataz estaba disparado. Cuando todos sabíamos que nos utilizaban, así de simple. Solo hubo trabajo para dos meses (si se le podía llamar así). El resto no pasó de entretenernos. De crear disputas tontas. A veces bastante serias. Me cansé de rodar dentro del camión, de patrullar las calles por no salir antes de la hora establecida en el contrato. De aburrirme hasta decir basta. Así dicen que en allí premian a los que menos trabajaban: como verdad absoluta. ¿El aliciente del funcionariado? Había que cumplir con la sociedad. Como si no pertenecieran a ella. Supongo, ¿o no? ¿A qué el acorralamiento?

    La cuadrilla del licenciado ya trabajaba en la zona, nos comunica el capataz. A quienes remplazaríamos el lunes siguiente. Que nuestro próximo punto de encuentro sería en un solar. Que subiríamos en la camioneta de las herramientas solo por ese día. Por la dificultad de acceso al lugar del nuevo punto de encuentro. Y tanto. Que al día siguiente teníamos que llegar por cuenta propia. Hasta nueva orden. A donde nos trasladarían para conocer el lugar exacto. Reiterativo hasta la saciedad, sociedad o suciedad —como lo quieras llamar—, para el caso, daba y da lo mismo. Y vuelta a que el chófer de las herramientas nos desplazaría. Que haría dos viajes. Primero subiría a un grupo y luego al otro. Por la distancia, que no nos olvidásemos de llegar media hora antes al punto de encuentro. Que el chófer no tenía por qué esperar por nadie. ¿A cuenta de quién? Por lo visto haciéndonos un favor. Citándonos para la subida en el mismo punto de encuentro de los camiones. Que el próximo lunes nos veríamos en el famoso solar (por los comentarios que llegaban de la otra cuadrilla). Que el licenciado sabía lo que se hacía, que llevaba muy bien su equipo, que sus subordinados eran muy trabajadores y rápidos. Que si había buenos podadores, que si patatín o patatán. Cansino hasta decir basta. Como si fuera de mi incumbencia, ni de los demás. Además, en verdad. ¡De qué!



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    Sabía que el desplazamiento se encontraba dentro del municipio. ¿Qué pega había en ello? Yo no veía problema alguno. ¿Qué el servicio de las guaguas municipales no llegaba hasta la zona? Era un hecho. En la ciudad no existía otro servicio de transporte público. A qué más historia. Pero sentado tras un volante, ¿qué impedimento podía haber? ¿Qué miraba por él? Y yo por mí, ¿y? Qué poco entendimiento, de verdad. ¿Había que mascárselo? El chófer de la camioneta se empeñaba en hacerme ver lo contrario. Claro, él formaba parte de la empresa. ¿Un funcionario más? Como si yo hubiese escogido estar allí. Vamos, y encima me insinúa que el transporte siempre corre por cuenta del empleado. Dándose el gusto de preguntar que si nunca me desplacé para trabajar. ¡Hasta viajar!, le contesté. ¿Qué era rebelde? ¡Verde! Lo que me ponía era verde. Color que me callé, pero si la fuente de la vida es el agua y a llover llaman mal tiempo, dentro de lo más suave de cómo nos expresamos sobre los fenómenos atmosféricos. ¿Qué se puede esperar de nosotros? ¿Lo peor? Así será, ¿y es?

    El lunes siguiente, el personal del grupo del capataz fuimos los primeros en subir al solar. El capataz nos esperaba en una cuneta dentro de su vehículo particular. A quien el chófer pidió que le siguiera hasta el dichoso solar. Y eso que iba en coche —si es lo que te digo…—. Como que no esperó a que desalojáramos las herramientas de la camioneta para ponernos manos a la obra. ¿Y el otro grupo? Estaba que se salía, ¿por la altura del terreno? O no tenía interés por lo que se le venía, a saber. Menos mal que estábamos donde los ricachones, porque el solar era un auténtico estercolero. Como que pensamos que quizá no teníamos la obligación de estar allí. ¿Lo mismo que la llovizna que nos acariciaba? La cual no quiso perderse la cita. ¿No íbamos con un mes de adelanto? ¿A qué las prisas? Por cuenta del licenciado, no por otro motivo, seguro. En realidad, no me enteraba mucho de sus tiras y aflojas, pero si había que estar, se estaba. Con todas, incluida yo.

    En la firma del parte de asistencia le expuse mi queja al capataz. Es su problema, me contesta muy rey. Y se queda tan ancho. Pero fue oírle casi de soslayo, mientras me volvía, que me buscara la vida, me sentí atacada. ¿Qué ha dicho usted?, lo encaré. Como si él estuviera allí de picnic, por lo visto. Qué me iba achicar. Menudo jeta. Pues mire usted por donde, el problema es enteramente suyo. Como que creer en seres superiores es desconocer nuestra propia fortaleza. Que yo me limitaba a lo contratado, le seguí diciendo. Ni más ni menos. Si con que me buscara la vida, pensó que le pediría de favor que me alcanzara hasta casa, iba listo. Ya que no solo se hacía de paso, ahora estábamos a la inversa, desde el este y para llegar a su domicilio antes tenía que pasar por el barrio donde vivía yo. Que su función era hacerse cargo de la situación, por no decirle su único cometido, ¿no éramos su obligación? Que tenía que hacer algo al respecto, le dejé bien claro. Pues en las reuniones previas se nos comunicó que no habría dificultad alguna con el transporte. Benjamín me había dicho que tampoco subiría, pero no se molestaba en decirlo. Iría directamente a la oficina. Él no era de hablar, ni de éste ni del otro lado.

    Benjamín era Benjamín.



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    Fue Valentín quien lo colgó del tendedero. Quien puso a secar al capataz. Menudo elemento. Aunque no me enteré por él, sino por mis compañeros de grupo. Por Cándido y Sócrates, quienes venían con los camiones o en la camioneta de las herramientas hasta el punto de encuentro. Ya que Sócrates se llegaba hasta los propios talleres antes de que salieran los chóferes para el punto de encuentro. Vivía cerca. Quienes a su paso recogían a Cándido. Los dos residían en sus rutas. Desde el inicio, ninguno tuvo problemas con los desplazamientos. Ni siquiera usaban transportes públicos. Bien por ellos. Yo hablaba con voz propia. Suficiente. Era mi necesidad. Ellos daban por hecho que bajarían con los camioneros, a quienes también acompañaban a última hora al vertedero.

    Tanto fue así que el capataz se puso en contacto con el encargado. Aunque el muy calavera, lo versionó a su conveniencia. Exponiéndole al encargado que estábamos faltos de medios por la fecha de mes en la que estábamos. ¿Quién era él para hablar de los demás por boca propia? En este caso por mí. ¿Por qué utilizaba lo personal? ¿Para qué rizar el rizo? Esa no era la cuestión. A qué tanto conflicto. ¿No lo acrecentaba? Modo como el capataz nos relata con orgullo haber pedido al encargado que se hicieran cargo de nosotros hasta el día de cobro. En arreglo a sus alardes. Antes de acabar la jornada nos comunica que continuaríamos así el resto de la semana. Que el chófer de la camioneta seguiría haciendo dos viajes.

    A qué la mendicidad. ¿Por qué utilizó tal disposición? Asunto que también desagradó al chófer de la camioneta, por supuesto. Decía que no fue lo que le ofreció la empresa cuando lo trasladó de servicio. ¿Me lo decía o contaba? Que su cometido eran las herramientas y no para trasladar al personal. Aunque no le importaba llevar a alguien más en sus desplazamientos, como hacía con Sócrates y Cándido. Que lo hacía con gusto. Pero su ocupación no era la de pasarse toda la tarde en la carretera. Donde acabó por poner a la cuadrilla del licenciado de ejemplo. Cuadrilla con la que hacía un viaje, porque, como me había dicho, lo hacía de paso. Que el resto subían en el furgón de un compañero. Aunque a veces se veían en la obligación de tomar el autobús de largo recorrido, sin que ninguno se quejase por eso. ¿A qué el palabrerío? ¿Y todo en tres días de trabajo? Aunque estaba dispuesto a trasladarnos, sin dejar de insistir en que él trabajaba solo. Conversación que extendió al bajar a la ciudad esa noche, al punto de encuentro de camiones. Y el resto de la semana. ¿De morir hacia adentro?

    Hablar por hablar lo hacemos todos. Pero dar la cara les quedaba pequeña. ¿Temían perder el trabajo? O por pobreza mental, a saber. ¿No contrataban a delincuentes? ¿Qué mejor salvoconducto que ese? No había ninguna conversación donde no saliera a relucir el jefe de servicios. A mí, como si fuera el rey o el mismo papa. En ascendencia, lo que quisieran. ¿A mayor cargo peor castigo? ¡De qué! ¿Por dónde? ¿Acaso me debía a ellos? ¿De qué nos sirven? Daban lo mismo o igual. Tenía suficiente entretenimientos como para distraerme con los mandos superiores. El modo me daba igual, solo daba por hecho que no iba a hacer uso del autobús de largo recorrido. De resto, como dicen por acá: caca de la vaca.



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    Que el segundo grupo nos viera, al llegar, trabajando no fue de su incumbencia. Ahora que, al igual que subir, ellos esperaran con las manos en los bolsillos para desplazarlos al finalizar la jornada sí. ¿Por llevamos las herramientas? ¿Por qué el capataz también se despachaba? Cada cual donde le duele. ¿Y Dios con el de todos? La noche siguiente se quejaron por el frío y la lluvia. De tener que guarecerse bajo los árboles en la espera. No les gustó nada. De acuerdo. La organización era nula. ¿Por qué no poníamos remedio? Lo lógico siempre ha sido tirar de los que tenemos al lado, sin miras de quienes están por encima. Los responsables. ¿Llegaban después y pretendían irse antes? El reducido espacio hizo patente la competencia entre los dos grupos. Se pagaban unos con otros. ¿Cuál era la función del capataz? ¿Por qué no hablábamos con los responsables? Pero yo era la única con voz, pues Tuco había hecho callar a Valentín.

    El solar era un vertedero. Cuanta más mierda sacábamos más salía a flote. Así y todo, la cuadrilla se entretenía en echar balones fuera. En hacer todo tipo de chismes y especulaciones sobre el licenciado y sus subordinados. Pasó a ser el centro de los comentarios, ya que en las cuadrillas había peones que se conocían entre sí. Espacio donde se oía cuanto se contaba o lo que querían que se oyese, claro. ¿Por qué se crean rivalidades tan absurdas? Ni qué decir. Fue cuando más junta me vi con respecto a los demás compañeros. No unida. Nunca. ¿Había necesidad? El mero hecho de no volver al primer punto de encuentro, a los barrios del norte, para algunos la cuadrilla del licenciado había hecho un acto de heroicidad. Respecto al capataz, del licenciado, no decían lo mismo, claro.

    En contrapartida, cada vez más seguro de sí cuando se subía a la carrocería del camión, como si de un discurso se tratase, Ángel, comienza a hacernos partícipes de un suceso desagradable. Muy desagradable. De varios años atrás. Que ni yo puedo hacerme eco de ello ni tengo el valor suficiente para trasmitirlo. Sobre uno de los peones de la cuadrilla del licenciado, por supuesto. Acaparando toda atención. En el tono de voz que nos tenía acostumbrados. A quien mandé bajar la voz por negarme a seguir escuchando lo que exponía. En alta voz no, para mí no, le dije. Que lo comentara con los demás si era de su gusto. Que lo era. ¿Por regocijarse? Solo le pedí que por favor bajara el volumen. Suficiente con lo que había oído. ¿Para qué más? ¿Por qué lo relacioné con él? ¿Exageraba? Más. Tenía claro que él al igual que todos tenemos que callar. En cualquier parte del planeta, claro. ¿Lo que no nos gusta escuchar sobre nosotros? ¿Por qué nos lo contaba? ¿Para ocultarse él? ¿A quién le importaba lo suyo o lo de nadie? A mí no, desde luego.

    Volví a pedírselo una vez más. No tenía por qué escucharle, aquello no. Siendo además un pésimo orador. A nadie con dos dedos de frente le podría interesar. Al contrario. No era de acuse escuchar algo tan escabroso a la ligera. Sin dejar de admitir que aunque aislados no dejan de existir tales hechos. Suceso que no tenía por qué contarme ni yo estaba obligada a oírlo. Hasta que se retuerce. Reafirmando lo que contaba, que él no mentía. ¿Asunto de qué? ¿Había dicho lo contrario? Qué me puede decir la verdad o la mentira. Aun menos, hablar por hablar. Allá cada cual. En realidad la carga de tantos conceptos morales nos acompleja. ¿Somos más acomplejados que complejos?



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    La cosa iba de pegar la hebra. Sin escuchar, Ángel argumentó que ambos fueron compañeros, que habían compartido techo antes de ingresar en el programa de inserción. ¿Por qué no hablaba de él?, me volvía a preguntar. Que no tenía por qué, por supuesto. Pero tampoco de otro, menos aún de lo que trataba. ¿Se ocultaba? Pero él estaba en su salsa. En su propio jugo. Aun estando lejos en el tiempo. Ya habrá pagado por ello, supuse, dado que se encontraba donde se encontraba, pensé sin delatarme. Sin saber hasta qué punto se puede pagar un hecho como aquel. No ante el hombre, no, que a nadie se le escapa lo que es la justicia, no así lo justo. Ante uno mismo. Por decirlo de otra manera.

    Sumándose entre otros, los comentarios de Tuco y Valentín. Quienes confirmaban el hecho. Vuelta a empezar, con que yo había dicho o no que mentía. ¿Y? ¿No les pareció suficiente? ¿Tenía que estar enredada en eso? ¿A qué tantas explicaciones? ¿Por ocultar o exhibir la falta de oído? Que ya lo sabían, dicen. Que ellos conocían lo sucedido, que lo callaron por las mujeres de su grupo —Muy considerados por su parte, ¿no te parece?—. Porque allí fueron partícipes de alardearlo con ellas delante. Pero yo no tenía el mínimo interés de saber de nadie, ¿para qué? ¿A qué la obstinación? Marcaba mi propia distancia. ¿Acaso no existe lo que queremos que exista?

    Ángel era muy impredecible, de los que degustan de la comida servida. A ser posible masticada. Nos suena reciente y apetitosa escuchar que es el plato de la casa. ¿El no va más? Que nos den las cosas hechas cuando no se tiene capacidad de razonar, desde luego. Ángel no atendía a orden o disciplina alguna. Sin embargo su musculatura era idéntica a la del peón de la cuadrilla del licenciado. De quien hablaba. Es decir, estaban cortados por el mismo patrón. ¿De los forjados bajo encierro? Incluso así, reiteraba que no mentía. ¿Qué me podía afectar la mentira o verdad de nadie? ¿Se mentía a él? ¿En quién queda una cosa u otra? ¿No es de cada cual? ¿No forman parte de las obtusas moralinas? Ni me quitaba ni me ponía. Cada cual es, ¿y así es cada cual? La vida sigue… —¿no decimos así?—. Cómo para entretenerme con historias ajenas. Ni que la mía valiese menos. ¿Por algo prefería escuchar por medio de las obras de ficción? Así de simple. Y de vivir en lo que toca, ¿la realidad? Sabiendo que somos pocos reacios a ella. Más propensos a creer que hacer, ¿el escenario en que nos movemos? Y de contar o hablar de aquello que nos sobra. ¿Engañar no tiene otros tintes? ¿No es a cambio de algo? Con retribución incluida. O por placer, a saber. Ni interés.

    Ángel nos había dejado caer que su adolescencia la pasó de reformatorio en reformatorio. Desconocía cualquier verdad, aun siendo de cada uno. Con el capataz era atento y servicial en exceso. El único que lo llamaba jefe. No solo repetía cuanto se decía dentro del camión, también se apropiaba de las conversaciones que escuchaba a los demás. Entre otras, pasó a formar parte de los afectados por salarios de un reconocido empresario de la ciudad. Tema de actualidad en los distintos medios de comunicación y una de las primeras conversaciones que mantuvieron los hombres en el camión, porque según el capataz era muy amigo suyo. Sin embargo las primeras semanas con el anterior chófer, Ángel no dijo una palabra sobre el tema.

    Intervención que surgió a partir de la incorporación de Próspero. Como quien no sabe la cosa se sumó a las víctimas. Insinuando los sueldos que le adeudaban a él. Cantidad nada despreciable, por cierto. A la que restaba importancia en comparación a las mensualidades que llevaba el personal de la empresa sin cobrar. También muy por debajo, según Ángel, en relación a un amigo y excompañero que aún estaba en activo. Lo cual justificaba pidiendo de favor a Próspero hacer una parada cada vez que circulaba por las inmediaciones de un centro de salud mental. Para saludar a los antiguos compañeros de trabajo. Donde supuestamente trabajó. A quien Próspero no dejó de darle el gusto unas pocas veces, hasta dejar pasar el tema. O dado el resultado se obligaron a dejarlo por el propio Ángel. En resumidas cuentas, según los compañeros, la relación que mantuvo con el centro de salud fue de paciente. Centro donde también estuvo ingresado el peón de quien contaba el macabro suceso.



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